25
La cena transcurrió en medio de un silencio atronador. Heinrich estaba sentado frente a Alexandra, con la vista clavada en el plato; solo percibía que su mirada se posaba en ella cuando no dirigía la vista hacia él, pero él desviaba la suya en cuanto ella alzaba la cabeza. Su anfitriona picoteaba pequeños bocados en silencio. Observar cómo los dientes tras los labios rojos y brillantes los trituraban, dientes perfectos solo maculados por el color rojo del carmín, evocaron en Alexandra las fauces de un lobo de cuyo belfo goteaba la sangre de su presa. Tuvo que desviar la mirada, porque de lo contrario hubiera sido incapaz de probar bocado.
Aún no comprendía qué había sucedido. Había notado el aliento y los besos de Heinrich en la nuca y el estremecimiento acostumbrado le recorrió la espalda. Él la había tocado tal como ella deseaba que lo hiciera. Era su voz la que le susurraba al oído, pero no obstante…
No obstante, cuando se volvió, asustada, comprobó que, en realidad, quien estaba de pie en el umbral y la observaba con ojos desorbitados era Heinrich. Había percibido un resplandor blanco con el rabillo del ojo y notado una mano apoyada en su hombro que la obligó a volverse con suavidad pero de manera implacable.
—Todavía no he acabado —había dicho Polyxena von Lobkowicz.
Alexandra oyó los pasos enfurecidos de Heinrich alejándose. El recuerdo de los besos en la nuca era abrasador, no sabía qué decir ni adónde mirar. El olor a vestidos viejos casi la asfixiaba, le temblaban las rodillas y en el fondo ignoraba si ello se debía al miedo, la vergüenza o el deseo. La desagradable habitación y su atmósfera de fortaleza enfrentada al último y destructor asalto de un enemigo invisible giraban en torno a ella.
—Deja que te mire —había dicho la voz que hacía un momento parecía la de Heinrich. ¿O acaso solo se lo pareció porque lo había deseado?
Alexandra había echado un vistazo a un espejo medio empañado. Polyxena von Lobkowicz estaba a su lado: un ángel frío y resplandeciente junto a una campesina disfrazada. El blanco del vestido hizo que el rostro de Alexandra pareciera enfermizo, las motitas rojas del vestido parecían manchas de suciedad. Tal vez la vivacidad chispeante de la joven podría haber competido con la belleza marmórea de la mujer a su lado si se hubiera puesto uno de sus vestidos de color azul acero o rojo oscuro, pero debido al que llevaba parecía un intento absolutamente fracasado de imitar la belleza de otra persona. Tenía un aspecto ridículo, y se vio fea y gorda. La mujer que permanecía a su lado estaba envuelta en un ligero hálito de lavanda. En cambio ella apestaba.
—Perfecto —había dicho su anfitriona, y volvió a sonreír.
El recorrido hasta la sala fue como el trayecto hasta el patíbulo. Y entonces se perdieron en esa sala del castillo capaz de albergar a doscientas personas, tres personas alrededor de una pequeña mesa que flotaba como una barquita en medio de un silencio ponzoñoso.
—¿No tenéis otros huéspedes? —preguntó Alexandra por fin. Si no hubiera interrumpido el silencio habría empezado a chillar.
—Aquí no es como en Praga, no hacemos mucha vida social.
—Vi un rostro en una de las ventanas de la torre del homenaje.
—Ha de ser un error —contestó su anfitriona en tono gélido.
—¡Oh! —exclamó Alexandra, y se preguntó por qué la mujer de blanco ni siquiera se tomaba la molestia de mentir de manera convincente.
—El viaje ha sido largo —gruñó Heinrich—. Creo que la señorita Khlesl está tan fatigada como yo.
¿Señorita Khlesl? Pero si Heinrich había dicho que su anfitriona estaba al corriente de su amor, ¿no era así? Trató de atraer la mirada de él. Tenía el rostro rojo. La sonrisa de Polyxena era como la de una esfinge, en sus ojos parecían danzar las llamas de las velas, pero el reflejo era verde y frío. Entonces la invadió un sentimiento sorprendente que, en medio de la confusión y desorientación que la afectaba desde que llegó a Pernstein, le pareció el más inadecuado: los celos. Era lo último que le faltaba para sentirse la mayor necia de todos los tiempos.
Más tarde estaba tendida en la cama que olía a humedad y moho, aún más que los vestidos que la habían obligado a aceptar. Solo llevaba una camisola y, pese a las mantas, se moría de frío. Contempló la llama de la vela. La vela era nueva y las horas marcadas en la cera parecían consolarla y comunicarle que, mediante su ayuda, lograría pasar la noche sin verse obligada a clavar la vista en la oscuridad, pero después de unos momentos la vela le pareció la mera apariencia de un juego malvado. Alexandra estaba segura de que no habían transcurrido ni tres horas desde que la había encendido; sin embargo, ya se habían consumido tres marcas. Sentía temor y rabia… y soledad.
Deseó tan intensamente que alguien estuviera a su lado que fue como si se le encogiera el alma.
¿Alguien?
¡Heinrich!
Pensó en él y en la transformación que había sufrido tras su llegada. No sabía qué era peor: el temor de que pudiese acudir a su habitación o el espanto que la invadía al pensarlo.
¡Era el hombre que amaba!
Ya había querido entregarse a él más de una docena de veces.
Entonces, ¿a qué se debía ese temor que le infundía? Puesto que él no haría nada en contra de su voluntad. No le haría daño…
Cuando de repente fue consciente de que Heinrich se encontraba ante la puerta de su habitación un escalofrío le recorrió el cuerpo. No se preguntó cómo lo sabía. Lo sabía y punto. La llama de la vela titiló, como si riera. Alexandra clavó la vista en el pestillo que brillaba en la penumbra, apenas iluminado por la tenue llama. El pestillo se movió.