4

El sonido evocó la isla de Iona en el recuerdo del abad Wolfgang Selender. Se encontrara donde se encontrase, nunca lograba escapar del rumor que aumentaba y disminuía sin cesar, un sonido que había formado parte de la vida en la isla, al igual que el frío, la lluvia, las nubes bajas que ocultaban el cielo y el permanente mal humor de los hermanos escoceses. Allí el ruido era similar, aumentaba y disminuía de volumen, resonaba en los pasillos del convento, rompía contra bordes, esquinas y peldaños, iba y venía en oleadas.

En Iona había sido el embate de las olas que jamás abandonaba a los monjes de la orgullosa abadía benedictina, el embate que los acompañaba cuando conciliaban el sueño y también cuando despertaban.

En Braunau, en cambio, todos desconocían el sonido del oleaje salvo el abad Wolfgang, y este sabía que lo único que le evocaba el año transcurrido en la isla —fría, solitaria y completamente olvidada por Dios y su Creación— era el aumento y la disminución del sonido.

Este rumor no guardaba la menor relación con el embate de las olas; en realidad se trataba de los gritos de la multitud invadida por el odio, reducidos a un apagado bramido por los muros del convento.

Detestaba la turbamulta, la detestaba por atreverse a alborotar ante la puerta de su convento, la detestaba por tomarse la libertad de amenazarlo… ¡a él, abad de Braunau y señor de la ciudad! La detestaba por su errónea fe protestante y por resistirse a todas sus medidas para intimidarla y todos sus intentos de obligarla a abandonar la herejía. Y, sobre todo, por ensuciar sus recuerdos de Iona.

El abad Wolfgang oyó que se abría la puerta de la pequeña celda en la que solía permanecer de día para responder a las preguntas de los monjes. No se volvió.

—Cada vez hay más, reverendo padre —anunció una voz trémula.

Él asintió sin apartar la vista de la inscripción en la pared. La había dejado allí como advertencia para sí mismo y como indicativo de lo que podría ocurrir si uno dejaba de creer en el poder divino.

—¿Qué hemos de hacer, reverendo padre? Si empiezan a embestir la puerta… Sabéis que no aguantará mucho…

Por supuesto, sabía que la puerta ni siquiera era merecedora de tal nombre. Cuando él llegó al convento por orden del emperador y por la mediación de un buen amigo, un miembro de los círculos más elevados de la Iglesia, para ocupar el puesto vacante debido a la muerte del abad Martin, su antecesor, no había ninguna puerta. Era como si un asalto hubiese pasado por encima del portal. Más adelante, cuando comprendió cuán sombrío era el tesoro que albergaban esos muros, también descubrió que, efectivamente, el convento había sufrido un asalto. El abad Martin no había hecho reparar nada y la disciplina de la comunidad se había desbaratado por completo. «Al igual que en Iona», había pensado Wolfgang. Si bien el abundante paisaje cultural y Braunau, que poco a poco se recuperaba de la última epidemia de peste, eran totalmente distintos de la isla escocesa sumida en su pobreza y su claridad marítima, esas eran casi las únicas diferencias: él, Wolfgang Selender von Proschowitz, había sido llamado a un lugar donde Dios y los reglamentos benedictinos requerían una mano firme que volviera a imponer el orden. Que él, que mantenía esa vocación hacía decenios, hubiera preferido permanecer en Iona, donde el mar proclamaba el ritmo sencillo y penetrante de la fe, carecía de importancia. Había aceptado la tarea convencido de que podría acabarla en uno o dos años, pero tras tomar conciencia de la pésima situación reinante en Braunau se había concedido cinco años e incluido la Contrarreforma de la ciudad en sus cálculos.

En el ínterin ya habían transcurrido diez años y lo único que había logrado había sido instalar las nuevas alas de la puerta del convento, pero aún no había podido amurallarla para que resistiera un verdadero asalto. El convento, que en el pasado había sido uno de los centros de erudición de Bohemia, alimentado por la rica ciudad de tejedores que se extendía ante sus muros, en ese momento se encontraba en el fin del mundo y la villa se había visto debilitada por las inundaciones, las pestes y una herejía pertinaz que se resistía a toda conversión.

A veces, durante sus más solitarias plegarias, Wolfgang preguntaba a Dios por qué había permitido que fracasara allí, pero de vez en cuando la respuesta provenía de otra fuente que palpitaba en las profundidades, bajo las bóvedas del convento, y le susurraba su perversión al oído.

—Regresa junto a los demás, seguid rezando, seguid cantando. Esos de ahí fuera deben oíros. Si la puerta cae, vuestros cuerpos deberán ser el obstáculo que detenga a los herejes.

El monje titubeó. El abad Wolfgang lo miró a los ojos: los tenía muy abiertos en medio del rostro grisáceo.

—La puerta resistirá —aseguró el abad y se obligó a sonreír.

El monje se alejó apresuradamente. Wolfgang volvió a dirigir la mirada a la inscripción que había ordenado dejar allí adrede cuando mandó cubrir todo el enyesado con pintura. Se había preparado para luchar contra la laxitud, las ideas erróneas y la desorientación; como siempre, se había preparado para emprender una pequeña cruzada contra la disminución de la fe en ese lugar del cual él era el responsable. Nadie le había advertido de que en realidad habría de enfrentarse a una cosa encerrada en diversos arcones y asegurada mediante cadenas y candados, situada en una mazmorra en los sótanos del convento, una cosa cuya vibración y susurro algunos afirmaban captar. Una cosa que no se le revelaba porque él se negaba a dar crédito a la historia de su creación, pero que a veces parecía susurrarle al oído cuando el aborrecimiento por las resistencias a las cuales se enfrentaba en ese lugar aumentaba hasta asfixiarlo.

El abad Martin, que había pasado los meses anteriores a su muerte en esa celda, un prisionero voluntario de su delirio, debió de estar paralizado de terror. Wolfgang ignoraba qué había ocurrido con la fe católica de Martin o con su confianza en las reglas de san Benito, pero supuso que alguien cuya fe era firme no habría necesitado un exorcismo para apartar el temor. Martin había garabateado el exorcismo una y otra vez en la pared de su celda, en mayúsculas, en minúsculas, legible como la inscripción en una lápida e ilegible como un esgrafiado. Una y otra vez, siempre el mismo exorcismo hasta cubrir todas las paredes y el enyesado que ya se desconchaba en algunos lugares. La primera vez que echó un vistazo a la celda, Wolfgang se había estremecido de espanto y no se sorprendió cuando ninguno de sus monjes lo siguió al interior; había dejado una de las inscripciones, justo a la altura de los ojos, pero ya empezaba a arrepentirse de ello: le parecía que había creado una pequeña abertura por la que podía penetrar en la celda la ponzoña del maldito tesoro que albergaban los sótanos del convento.

En Iona, por encima de la palpitación del oleaje y si prestaba mucha atención, le parecía oír sonidos individuales: el chillido de las gaviotas, el ladrido de los lobos de mar… En Braunau, si uno deseaba hacerlo, también se oían otros sonidos superpuestos bastante similares a los agudos chillidos de las aves blancas. Humillaciones y maldiciones que incluían su nombre, el de abad Wolfgang. Oía los insultos, que echaban a perder el recuerdo de las nubes y las gaviotas que flotaban en el cielo.

Clavó la vista en la pared haciendo rechinar dolorosamente los dientes. En Iona de vez en cuando había permanecido de pie en el acantilado, dejándose azotar por el viento con los brazos extendidos, rugiendo al compás de las olas con los ojos cerrados y la lluvia empapándole la cara y, al percibir su pequeñez frente a los elementos, pensaba que Dios lo había situado allí donde él resultaba necesario, lleno de la fuerza y del poder divino. En realidad, el rugido era como un salmo, mientras que en Braunau sentía con intensidad cada vez mayor que debía cerrar las mandíbulas para impedir que de sus labios brotara un alarido lleno de odio, no imbuido de la conciencia del poder divino. Durante los peores momentos estaba seguro de oír algo que palpitaba y susurraba en su alma, algo completamente inhumano. Era como si la inscripción en la pared respirara.

Vade retro, Satanas!

Al ver que todas las paredes de la celda estaban cubiertas de esa inscripción se quedó sin aliento. Un único grito mil veces repetido. Jesucristo lo había pronunciado lleno de confianza, pero allí la desesperación chillaba desde cada una de las letras. El abad Wolfgang había pasado una semana en esa celda de resonancias mudas y, cada vez más, creyó encontrarse dentro del cráneo del abad Martin; después ya no pudo soportarlo y pidió al cillerero que buscara un artesano.

Vade retro, Satanas!

¿Cuánto se había acercado el anticristo al abad Martin?

La puerta de la celda se abrió violentamente y chocó contra la pared. El abad Wolfgang se volvió y vio al hermano portero, jadeando y pálido como la nieve.

—¡Están derribando la puerta! —exclamó el hombre.

El semicírculo de monjes que, siguiendo las órdenes del abad Wolfgang, rezaban y cantaban detrás de la puerta parecía frágil y en absoluto tan sólido como una pared, no daban la impresión de que estuvieran firmemente convencidos de que su fe les permitiría enfrentarse a la horda hereje; los salmos que entonaban se apagaban bajo el estrépito de las alas del portón contra las que parecía embestir la turba. La muchedumbre no disponía de un ariete, se limitaba a lanzarse contra la puerta. Wolfgang vio que el yeso seco se desprendía de los lugares en los que los herrajes estaban engastados en la pared. Era como si las alas de la puerta respiraran y durante un instante la madera grisácea adoptó el color del mar embravecido bajo el cielo primaveral azul oscuro de Iona, teatralmente surcado de nubes. El cielo por encima de Braunau parecía inocente: un cálido día bohemio de abril recorrido por nubes algodonosas, musicalmente acompañado por el salvaje vocerío al otro lado de la puerta.

—¡Cerdos católicos paganos!

—¡Muérete, Wolfgang Selender!

—¡Mátalos a todos, san Wenceslao!

El abad Wolfgang percibió las miradas de los hermanos e, invadido por una cólera indecible, se arrepintió de no haber rasgado el documento ante la vista de todos, el documento que por entonces, en el tercer año de su cargo, le habían sostenido bajo las narices. En el documento aparecían la letra temblorosa del abad Martin y su firma bajo un largo párrafo que, en tono triunfal, exigía la construcción de una iglesia protestante en el interior de las murallas. Como si la burla quisiera sumarse al descaro, habían dedicado su templo pagano a san Wenceslao, santo patrón de Bohemia. En aquel entonces Martin había tachado «en el mercado de la ciudad» y reemplazado por «junto a la puerta Nieder»; pese al dislate que suponía considerar siquiera la construcción, había sido lo bastante precavido para exigir que la iglesia se erigiera en el extremo opuesto de la ciudad. Martin no llegó a sellar el documento: la muerte se le adelantó. Pero sin el sello del convento el permiso era nulo. Wolfgang nunca había accedido a sellarlo, a pesar de que a lo largo de los años los herejes siempre se habían presentado el día del aniversario de la muerte de su maldito doctor Lutero y exigido el refrendo.

Tras una nueva embestida la puerta estuvo a punto de ceder, los monjes retrocedieron y sus cánticos se volvieron vacilantes. Wolfgang estaba convencido de que esa situación ya se habría dado hacía años si él hubiese sellado el documento, pues en ese caso ya no lo hubieran necesitado. Un documento era un documento y concedía todo el derecho a sus poseedores, por más que el emperador hubiese enviado una delegación a Braunau para investigar el saqueo del convento y la muerte de los monjes (entre estas, casualmente, la del abad).

Las alas de la puerta traquetearon y temblaron; la torturada madera crujió.

—¡Ahorcad a los hermanos!

Uno de los monjes de la fila se volvió y echó a correr hacia el edificio principal, gimoteando. Los cánticos enmudecieron por completo. Wolfgang apretó los puños y ocupó el hueco que había dejado el monje fugitivo, cogió las manos de los hermanos situados a derecha e izquierda y no las soltó.

Sed et si ambularevo in valle mortis non timebo malum quoquiam tu mecum es virga tua et baculuus tuus ipsa consolabuntur me! —dijo, entonando el texto del salmo veintitrés: Aunque fuese por valle tenebroso…

Un par de voces titubeantes se unieron a la suya.

Pones coram me mensam ex adversia hostium meorum

La puerta tembló. Las voces vacilaron pero no enmudecieron.

«Eso es —pensó el abad—, esa es la fuerza de la Iglesia católica. Esa es la quintaesencia de la fe.

»Preparas ante mí una mesa, a la vista de mis enemigos; perfumas mi cabeza, mi copa rebosa».

—¡Arderás en el infierno, Wolfgang Selender!

Le pareció oír de nuevo el insistente susurro por encima de todo el griterío, pero las estrofas del salmo lo ahogaron.

«Bondad y amor me acompañarán todos los días de mi vida, y habitaré en la casa de Yavé un sinfín de días».

Poco a poco los monjes formaron un coro cerrado. El abad Wolfgang miró fijamente al portero que, paralizado ante la amenaza, había permanecido inmóvil. Como en trance, el hombre cogió la mano del hermano más próximo y se unió a los cánticos. Un número cada vez mayor de monjes se dieron las manos: el cillerero, el maestro de los novicios, el prior… Casi todos los monjes se habían unido al muro viviente detrás de la puerta. Pese a la ira, Wolfgang se sintió invadido por una confianza casi sagrada. Fue lo que aconteció en Iona, cuando en otoño de pronto llegó una marea muy alta y los cinco hermanos de más edad habrían muerto ahogados en el dormitorio si todos los demás no hubiesen formado una cadena humana y los hubiesen arrastrado hasta la planta superior de la torre sin tener en cuenta el peligro que corrían sus propias vidas.

—¡Un salmo de David! —rugió Wolfgang, y los hermanos repitieron el recitado.

Ese era el brillo de la Iglesia católica, ese era el triunfo de la fe cristiana: permanecer juntos frente a cualquier amenaza exterior, aunque supusiera el martirio.

—¡Dadnos lo que nos corresponde!

—¡Largaos de la ciudad, putas del Papa!

De repente se desprendió una de las charnelas de la puerta, fragmentos de yeso y piedras cayeron al suelo, el ala de la puerta se combó y el portero se atragantó, presa del terror.

«El Señor es mi pastor, nada me falta. En verdes pastos me hace reposar. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas. Me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre».

Las alas de la puerta dejaron de temblar y el griterío exterior enmudeció súbitamente. En medio del silencio el coro resonó como las voces de los mismos ángeles y las altas paredes del convento devolvieron el eco. El abad Wolfgang siguió cantando y las voces lo siguieron hasta llegar al final del salmo por segunda vez, luego el silencio se adueñó del convento. Un último trozo de yeso se desprendió de la charnela reventada y cayó al suelo. Los monjes intercambiaron miradas asustadas; el abad Wolfgang se dirigió a la puerta con las piernas entumecidas y cogió el madero que la atrancaba con ambas manos. El portero soltó un suspiro. Wolfgang levantó el madero, que dejó caer con gran estrépito, y los monjes se sobresaltaron cuando abrió las alas de la puerta de un puñetazo. La callejuela que conducía a la plaza estaba cubierta de verduras y piedras, pero los proyectiles nunca llegaron a ser utilizados. La callejuela estaba desierta, la desembocadura que daba a la plaza del mercado resplandecía al sol.

Wolfgang se volvió, esforzándose más que nunca en su vida para contener un alarido triunfal.

—Amén —dijo, en cambio, en tono sereno.

Los hermanos se persignaron y unos cuantos empezaron a sonreír.

Los cánticos resonaban en los oídos del abad.

Entonces vio salir al monje envuelto en un hábito negro del edificio principal: se tambaleaba y la sangre se derramaba por su rostro.

El guardián de la Biblia del Diablo
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