10

—De acuerdo —dijo Melchior Khlesl—. Quizá sea lo más sensato. Permíteme que permanezca aquí y vuelva a disfrutar de la hospitalidad de los señores de Adersbach.

El obispo indicó las ruinas situadas en la cima de la colina boscosa en la que habían acampado. Las ruinas habían sido un castillo hasta que el tiempo acabó con su estirpe y las guerras husitas con el edificio. Uno podía confiar en el cardenal Melchior Khlesl cuando se trataba de descubrir un viejo montón de escombros donde poder reunirse sin ser molestado.

—No hay problema —dijo Cyprian, y ajustó la cincha de la silla de montar. Nunca le había gustado confiar en que el destino evitara que cayera del lomo de un caballo—. Tú tienes cosas que hacer. Espero que no se te acabe la tinta.

—Y si se acabara, seguiré escribiendo con mi sangre —replicó el cardenal, sin alzar la vista siquiera.

Estaba sentado como un general en medio de su estado mayor, rodeado de hojas y pergaminos sujetos mediante piedras para evitar que la brisa los arrastrara, dirigiendo la guerra de las instrucciones, réplicas y órdenes. Al parecer, su confianza en sus propios funcionarios estaba tan profundamente quebrantada que incluso se había llevado su correspondencia durante el viaje. Cyprian suspiró para sus adentros.

—Ten cuidado, no vaya a ser que te distraigas y comas una piedra por error.

Melchior Khlesl lo contempló con el ceño fruncido.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Quien le pega un mordisco a una esponja es capaz de cualquier cosa.

El anciano cardenal cogió una piedra y la sopesó.

—Y tú cuida de que no te arroje esta comida.

—Regresaré cuando caiga la noche. Espero que con Andrej.

—Un día de retraso no significa nada —dijo el cardenal Khlesl, y estampó su firma en un documento.

—Sin duda —dijo Cyprian mientras montaba, aunque en el fondo estaba tan escasamente convencido de ello como su tío.

Mientras conducía su caballo a través del laberinto de ruinas, figuras gigantescas y pétreas imágenes legendarias a lo largo de las cuales se extendía el camino, los pensamientos de Cyprian recorrían senderos desconocidos. Durante el camino de ida había intentado volver a encontrar el lugar donde Andrej los había abandonado a él y a Agnes, para ir a encontrarse con la muerte en su lugar; pero ya no logró encontrarlo. Las ciudades de las rocas, tal como los nativos llamaban a esa comarca (que por otra parte evitaban siempre que les resultaba posible), supusieron una catarsis para Cyprian. Se preguntó si habría convencido a su tío de hacer un alto en el camino en ese lugar si de todos modos no hubiese quedado de paso. Alzó la vista y contempló los rostros de gnomos y las fantásticas fachadas de castillos, la clavó en los ojos de héroes y mujeres petrificadas por el amor. Resultaba asombroso que en los últimos veinte años jamás se hubiera propuesto viajar hasta allí.

Las aves cantaban en las copas de los árboles. Percibió algo similar al olor a humo, pero era tan tenue que bien podía tratarse del aroma de la resina secada por el sol. Aguzó el oído. Las aves seguían trinando alegremente, proclamando que la vida era breve y que había mucho que hacer. Cyprian se encogió de hombros y siguió cabalgando.

El guardián de la Biblia del Diablo
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