6

—Hoy he de regresar a la tercera hora post meridiem, a más tardar —dijo Alexandra, jadeando. Al ver la expresión incrédula de Henyk, empezó a calcular mentalmente—. Eso se refiere a la cronología bohemia del gran reloj… Ayer la puesta de sol fue a la quinta hora post meridiem… así que a la hora cero según el gran reloj… El sol salió a la decimocuarta hora según el gran reloj… ahora es mediodía, esa es la decimonovena hora según el gran reloj… ¡así que a la vigesimosegunda!

Vio que Henyk meneaba la cabeza y sonrió.

—Nuestra casa comercia con tantos países que mi padre introdujo la cronología según el pequeño reloj. Dice que así resultamos comparables con nuestros socios comerciales de todo el imperio y más allá, y que, además, tenemos la ventaja de que el almuerzo siempre se sirve a la duodécima hora, y no a la decimoquinta o a la decimonovena, según la estación del año, dependiendo de la hora en la que el sol se puso el día anterior.

—Creo que no soy lo bastante listo para llevar una vida de comerciante —dijo Henyk.

Alexandra se preguntó si la confesión no sería más bien una indirecta contra ella y su familia, pero luego reprimió la idea. Henyk era un noble de los pies a la cabeza y, además —de eso estaba absolutamente segura e hizo que se estremeciera—, estaba rendidamente enamorado. Nunca se burlaría de ella.

De algún modo, debía de haberle transmitido el asomo de duda, porque él esbozó la misma mueca que solían hacer sus hermanos cuando les preguntaban algo cuya respuesta ignoraban y querían evitar que los regañaran más de lo necesario. De pronto alzó la mano y le rozó la mejilla, luego la retiró, asustada, y notó que se sonrojaba. Él le cogió la mano y la presionó, pero después se apresuró a soltarla y ambos se contemplaron.

Era mediodía y la puerta oriental del castillo estaba casi desierta. Los guardias que pateaban el suelo procurando desentumecerse los pies y a quienes las horas hasta que los relevaran les resultaban demasiado largas según cualquier cálculo horario, apenas les prestaron atención. La puerta permanecía abierta durante el día, cuando ningún peligro amenazaba, y no detenían a nadie que quisiera transponerla. Dicha circunstancia no tardaría en cambiar, pero de momento ni el rey, ni el canciller imperial ni tampoco el burgrave habían comprendido que el gran incendio que había de poner fin a su tiempo de manera definitiva ya había estallado.

—Queríais visitar el gabinete de curiosidades del emperador Rodolfo, ¿verdad? —preguntó Henyk tras una pausa en la que sus miradas se habían permitido lo que sus cuerpos se prohibían: fundirse el uno en el otro.

Alexandra asintió.

Henyk sonrió.

—Tuve que matar un dragón y torturar a cinco gigantes hasta hacerme con la llave… pero la tengo.

Alexandra no sabía si debía tomarse sus ocasionales comentarios sobre la tortura a risa. Siempre los dejaba caer en relación con algo humorístico o casi tierno, y ella lo atribuyó al hecho de que el sentido del humor de los hombres era más tosco que el de las mujeres. Por otra parte, jamás había oído a su padre o a su tío Andrej bromear sobre el tema, pero una vez más ello podía deberse a que los nobles como Henyk —que en el peor de los casos debían luchar al servicio del imperio— albergaban ideas menos refinadas que los hombres como Cyprian Khlesl o Andrej von Langenfels, cuya mayor heroicidad consistía en obtener un uno por ciento más de ganancia en un negocio. No obstante, no le resultó fácil reír. Siempre que recordaba la imagen de la horrenda ejecución de Viena o los alaridos de dolor del martirizado de Brno, un escalofrío le recorría la espalda.

—¿A qué se debe la prisa? —preguntó Henyk mientras ella lo seguía a lo largo de la abrupta callejuela en dirección a la catedral.

Él le había ofrecido el brazo y ella lo aceptó. El gesto resultaba bastante inofensivo y nadie habría notado que ella le cogía el brazo con más fuerza de la necesaria y que él no había separado el codo como marcaba la etiqueta, de modo que al andar sus hombros y sus caderas no dejaban de rozarse. Alexandra tuvo que recordar lo que se había propuesto ese día y el miedo y el deseo le atenazaban el cuerpo y le cortaban el aliento. El camino parecía más abrupto y largo que de costumbre.

—Mis padres han descubierto mi truquito con la doncella.

—¡Oh!

—Sí. En realidad, hoy no debería haber salido, pero mi madre está invitada en casa del cardenal Melchior y no regresará antes de tres horas, así que me escabullí —dijo, lanzándole una mirada de soslayo—. Mi padre dijo que deseaba conoceros antes de permitir que me encuentre con vos. ¿Estáis seguro de haber comprendido correctamente al cardenal Melchior?

—Pero si estaba justo a su lado, queridísima Alexandra. —Ella lo oyó suspirar y aceleró el paso para que el contacto entre su cuerpo y el de Henyk fuera aún más estrecho. Él bajó la cabeza—. Vuestro padre no quería ofenderos, eso es todo. En realidad, hace tiempo que ha forjado sus planes y yo no figuro en ellos. El cardenal le dijo al obispo Lohelius con toda claridad que vuestra boda tendrá lugar antes de un año, en cuanto vuestro padre haya encontrado un pretendiente idóneo entre sus socios. Y que en ningún caso entraría en cuestión un «noble sin blanca que solo tenía grandes planes y un rostro apuesto, al igual que varias docenas de esos que pululan por la corte».

Henyk se encogió de hombros y le tomó la mano. Tenía la piel caliente pese al frío y a no llevar guantes. Era como si las llamas ardieran en su interior y generaran suficiente calor como para caldearlos a ambos.

—Quizás habría callado si hubiera sospechado que a su lado se encontraba un noble que solo posee grandes planes y un corazón que pertenece por completo a la mujer de quien estaba hablando. Pero alguien de su condición tiende a pasar por alto la presencia de una persona tan insignificante como yo.

—¡No sois insignificante! ¡Para mí sois la persona más importante del mundo!

Él le palmeó la mano y se apartó. Alexandra supuso que no quería que ella viera la desesperación que le crispaba el rostro. Había creído que el dolor causado por la confidencia que Henyk le había hecho la última vez, en tono vacilante y al parecer de mala gana, se volvería menos intenso, pero en realidad no hizo más que aumentar. El día anterior, durante la conversación con su padre, cuando este se marchó sin decir una palabra y ella hubiera querido gritarle: «¡Mentiroso!» a la cara, tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para no perder el control.

Recorrieron el resto del camino en silencio. El dulce nerviosismo que Alexandra había experimentado dio paso a una angustia creciente, y no se trataba de que dicha sensación no estuviese acompañada de la excitación, pero la resistencia frente a tal sensación también suscitó ciertas reservas. ¿Realmente quería hacerlo? No cabía duda de que deseaba hacerlo con él, pero ¿allí? ¿Y de esa manera? ¿En parte por vengarse de sus padres? Alexandra se preguntó cómo había emprendido ese camino: parecía haber transcurrido muy poco tiempo desde que su madre suponía un ejemplo para ella y su padre se le presentaba como la viva imagen del hombre con el que quería casarse algún día. ¿Qué la había alejado tanto de ellos?

La respuesta a esa pregunta era sencilla: su falsedad. Estaba convencida de que Henyk habría preferido morderse la lengua antes de compartir sus secretos con ella de haber sabido en qué dirección la habían impulsado. Pero ella misma le había dicho que nada debía interponerse entre ellos, así que él le había dejado entrever un par de cosas, aunque vacilando: que su madre hubiera preferido enviarla a Viena para siempre porque consideraba que ella no estaba hecha para vivir en Praga. Que hacía años que el cardenal Khlesl le reservaba un lugar en el convento de Santa Agnes porque opinaba que Alexandra era demasiado rebelde y que solo tras los muros del convento estaría a salvo de avergonzar a su familia o a él. Que su padre a veces manifestaba con decepción evidente que su primer vástago había sido una niña y no un niño. Lo peor de todo era que ella no había albergado la menor sospecha acerca de esas dudas respecto de su persona. ¿Cómo podían haber sido tan falsos? ¿Y cómo se podía estar tan cerca de alguien sin percibirlo?

Una voz que se asemejaba un poco a la de esa Alexandra Khlesl que había sido hacía apenas un par de semanas preguntó qué significaban esos conocimientos con respecto a Henyk —¡Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz!—, de quien tan próxima se sentía también. Alexandra acalló esa voz.

La entrada al gabinete de curiosidades del emperador Rodolfo, que seis años después de su muerte ya estaba envuelto en inquietantes leyendas, era tan intimidante como decepcionante. Se encontró en una bóveda tan gélida como una cripta y casi igual de tenebrosa, y su aliento formó nubecillas que resplandecían a la luz del candil de Henyk. La iluminación mostraba columnas y proyectaba sombras contra el oscuro techo. Una sensación desagradable embargó a Alexandra al comprender que el frío reinante no fomentaría su plan de revelarle algunos de sus secretos al hombre de su corazón. Entonces Henyk se volvió hacia ella y sonrió.

—No os desaniméis —dijo—. Esta solo es la antecámara.

Cuando dejaron atrás la bóveda, Alexandra contuvo el aliento. En medio de la oscuridad se elevaban estantes de madera que, a pesar de estar vacíos, parecían cobrar vida a la luz del candil. De las esquinas surgía el rumor de las ratas que huían, en algunos lugares junto a la pared había pequeños montones de vigas reventadas que solo adquirían su auténtica proporción cuando uno se acercaba: entonces se convertían en fragmentos de marcos rotos.

—Aquí se inició el imperio de Rodolfo —susurró Henyk—. Aquí se trasponía el umbral que daba acceso al espíritu más extravagante de nuestra época. Imaginaos esos estantes repletos de objetos maravillosos y al mismo tiempo terribles: extraños seres en formol, fragmentos de cadáveres momificados, criaturas fabulosas de las que hasta hoy nadie sabe si eran auténticas o hábiles imitaciones, nueces de formas extrañas… —añadió con una sonrisa, y ella sospechó que reflexionaba antes de pronunciar las siguientes palabras y lo animó a proseguir con una mirada—. Dicen que algunos parecían miembros de cuerpos humanos.

Ella estaba de pie junto a él y percibía el calor que él irradiaba.

—¿Pies? —preguntó, aunque sabía que no era así—. ¿Manos?

Los ojos de Henyk fulguraban, una ligera sonrisa aún le curvaba los labios y Alexandra trató de enviarle un pensamiento: «¡Bésame! ¡Bésame!».

—No —susurró él y su mano dibujó una forma vaga en el aire—. No.

Alexandra parpadeó. De repente se dio cuenta de lo cerca que estaban el uno del otro. Alzó una mano, rozó la parte delantera del manto de Henyk y oyó que contenía el aliento. Ella cerró los ojos mientras le ofrecía su rostro y, sorprendida, notó que él retrocedía.

—Acompañadme —dijo Henyk con voz ronca.

Alexandra sintió una momentánea desilusión pero cuando volvió a abrir los ojos vio su mirada y sus mejillas enrojecidas. ¿Así que quería prolongar el juego? Bien. ¡Ya se ocuparía ella de ponerle las cosas difíciles!

Cuando avanzaron hacia el interior del gabinete se toparon con un hálito tibio. El aire se volvió menos gélido y a la vez más sofocante, y la muchacha percibió un olor a alcohol, a hierbas y al tiro de una gran cocina.

—Las paredes estaban cubiertas de cuadros —dijo Henyk—. El emperador Matías los hizo quitar todos y los vendió o se los regaló a príncipes amigos: cuadros de Arcimboldo, de Miguel Ángel, de Rafael… El emperador Rodolfo los hizo poner en fantásticos marcos de marfil, caoba o hueso; los cortaron y dejaron los marcos tirados en el suelo. Los estantes estaban llenos de dientes de animales y tallas engarzadas en oro e incrustadas de piedras preciosas. En los primeros meses del reinado del emperador Matías, todo lo que no poseía un valor evidente fue a parar al foso.

La luz del farol se deslizó por encima de polvorientos artefactos cuyo anterior esplendor solo se dejaba adivinar, por encima de arcones y cofres, máscaras huecas, los cuerpos devorados por las polillas de animales disecados… Aún reposaban cientos de objetos en los cajones. Alexandra no osó imaginar el aspecto que habría presentado el gabinete de curiosidades cuando todavía merecía aprecio. Se imaginó oro brillando entre las sombras y joyas cuyos reflejos se proyectaban sobre las paredes, velas encendidas y lámparas de aceite, alfombras, gobelinos multicolores, en las paredes el brillo apagado de las pinturas y, en medio de todo ello, cojeando y grotesco y encantado con sus tesoros, el Golem en el que se había convertido el emperador Rodolfo en los últimos años de su vida. Tragó saliva, hechizada, conmocionada, sin aliento y al mismo tiempo con respeto. Sabía que era un momento que ella y Henyk atesorarían para siempre. Se contemplarían y él diría: «¿Recuerdas cuando robé la llave del gabinete de curiosidades para mostrártelo?». Y ella diría: «¿Y tú recuerdas que por entonces te entregué una llave completamente distinta, la de mi corazón? Aunque no la necesitabas, porque te lo abrí desde el primer instante en que te vi». Y sus hijos preguntarían de qué estaban hablando, y ellos, mudos, señalarían el único objeto que ese día —el plan maduró en Alexandra en un instante— robarían del gabinete, el primer objeto de su futuro hogar común. Y mientras los niños contemplaran el artefacto, la mirada de ella y de Henyk se encontrarían y albergaría una promesa que se cumpliría en la noche.

Alexandra parpadeó. Ya no sentía frío. Henyk deambulaba por el último de los tres gabinetes que habían atravesado, iluminando todo aquello que le parecía interesante con el candil.

—¿Por qué hace tanto calor aquí?

—La cocina del castillo se encuentra bajo esta parte del gabinete. El emperador solía pasar la mayor parte del día aquí. Supongo que no tenía ganas de pasar frío.

Henyk volvió a acercarse a ella y su sonrisa exigía otra en el rostro de ella.

—¿Os gusta?

—¿Este es el último gabinete?

Él ladeó la cabeza y la contempló, entornó los ojos y el pulso de ella se aceleró: era como si el aire entre ambos vibrara.

—¿Es este un día idóneo para revelar secretos?

Alexandra le devolvió la mirada y luego asintió lentamente. Para ella la insinuación de Henyk solo podía poseer un significado.

—Existe otro gabinete más: alberga el laboratorio secreto del emperador Rodolfo. A excepción de él, solo lo han pisado otras diez personas como mucho. Qué os parece, ¿rompemos… —dijo, y volvió a contemplarla—, rompemos el sello secreto?

Henyk estaba justo ante ella. Alexandra dio un paso adelante, se puso de puntillas y su respuesta consistió en darle un beso en la boca. «Rompamos el sello —pensó—, deja que te haga el regalo que no puedo ni quiero hacerle a ningún otro hombre». Notó que él se ponía tenso, pero sabía que ello no se debía al rechazo, sino a que de lo contrario habría perdido el control sobre sus propios actos. A ella le ocurría lo mismo. Por más que el tiro de la cocina hubiese entibiado el aire, las llamas que ardían en su interior eran más candentes que cualquier calor procedente del exterior. Alexandra quería sentir los brazos de él estrechándola, el contacto de su cuerpo, quería sentirlo a través de la gruesa tela de su atavío y después quería abrirse paso a través de las capas de tela hasta tocar su piel lisa y notar la suya contra ella… Su cuerpo se agitó y notó que los labios de él se entreabrían bajo su beso. Y de pronto Henyk retrocedió un paso. Sus ojos brillaban.

—Sígueme —susurró con voz casi inaudible.

Se agachó y apartó una alfombra, tan sencilla que no encajaba en ese lugar y que alguien debía de haber dejado allí tras la muerte del emperador Rodolfo. En el suelo aparecieron las ranuras de una trampilla. Cuando Henyk se enderezó, Alexandra ya estaba a su lado; él apartó la alfombra un poco más y algo cayó al suelo tintineando, más allá del círculo luminoso del candil. Era un cofrecillo de brillo apagado lleno de ruedas y palancas.

—Un reloj de juguete —dijo Henyk.

—Wenzel encontró algo parecido en el foso, el año de la muerte del emperador Rodolfo —comentó Alexandra de pronto.

—¿Quién es Wenzel? —preguntó él, con una expresión que provocó la sonrisa de ella.

—Nadie —contestó.

Él arqueó una ceja. Ella volvió a besarlo y en esta ocasión él le devolvió el beso. Al igual que casi todas las jóvenes de su época, Alexandra había intercambiado los primeros besos con su doncella cuando esta apareció con la novedad de ese acto y había comprendido que, en su caso, no era cuestión que besara a uno de los mozos de cuadra. La solución consistía en que la doncella le enseñara cómo se hacía y luego preguntarse con vaga excitación por qué todo el mundo armaba tanto alboroto al respecto y por qué sus padres a veces tardaban minutos en compartir un único beso por las noches, cuando ambos estaban sentados ante el fuego de la chimenea. Los besos de su doncella habían sido apresurados. El de Henyk era prolongado y profundo. La lengua de ella adoptó el ritmo de la de él y durante la dulce danza ella sintió que su mundo se desvanecía y sus sensaciones se centraron en dos puntos de su cuerpo: la punta de la lengua y su regazo, que parecía florecer como una rosa que se abriera en pocos instantes. Cuando tuvo que tomar aliento y abrió los ojos se dio cuenta de que él no había cerrado los suyos: era como si hubiera bebido su mirada. Alexandra estaba mareada y a mitad de camino del éxtasis, presintiendo que lo habría alcanzado si el beso se hubiese prolongado. Notó que todo su cuerpo latía y sintió la necesidad de ser tocada en varios lugares a la vez, pero él no parecía dispuesto a hacerlo y dejó que ella se abrasara.

—En el mecanismo que encontró Wenzel —dijo con voz ronca, consciente de que su excitación buscaba una salida— aparecían un hombre y una mujer. Estaban desnudos. El hombre tenía un falo enorme y penetraba a la mujer.

La excitación volvió a adueñarse de ella; jamás le había dicho palabras semejantes a un hombre. ¿Qué pensaría de ella? Confió en que pensara justamente lo que ella sentía: que le pertenecía con cada fibra de su cuerpo, que quería que él la poseyera como el hombre dorado del mecanismo había poseído a su compañera de juegos. Y de repente supo que no quería que ocurriese allí. En el amor que ambos sentían no había nada monstruoso. Su madre aún tardaría dos horas en regresar a casa. Henyk y Alexandra podían ir corriendo a su casa, Alexandra enviaría a la criada al mercado y le diría a la niñera y a sus dos hermanitos que la acompañaran, y ella se entregaría en su alcoba, bajo su techo, en su cama, hasta que el éxtasis acabara con la vida de ambos o los transportara al paraíso en vida.

—Demasiado peligroso —murmuró Henyk, y en ese momento ella se dio cuenta de que había hablado en voz alta.

—No —dijo y volvió a sumirse en un beso—, no. Ya te he dicho que no hay nadie en casa.

—Sí, tu madre no está. Pero ¿y tu padre?

—Mi padre… bésame, Henyk… —dijo, y tuvo que hacer un esfuerzo para hablar con claridad—. Mi padre salió de viaje esta mañana, con tío Andrej.

—Un viaje apresurado.

—Sí. Ayer vino el cardenal Melchior. Incluso han decidido viajar a caballo y no en carruaje, pese a que mi padre detesta cabalgar.

Le pareció que los besos de él se volvían menos apasionados. No quería hablar de su padre o de otros miembros de la familia mientras pudiera besarlo. Se restregó contra el cuerpo de él y notó que él presionaba el muslo contra su pubis. Miles de capas de tela debilitaron el roce, pero resultaba más excitante que todos los besos.

—¿Adónde ha ido tu padre?

—A una ciudad del norte de Bohemia. No recuerdo el nombre. ¿Qué pasa, Henyk?

—¿A Braunau?

—Sí… ¿Qué te pasa, Henyk? ¿Qué hay en Braunau?

Él tomó aire antes de volver a besarla, y el beso casi hizo que Alexandra olvidara el tema de la conversación.

—El mayor tesoro del mundo se encuentra en Braunau —declaró él, sonriendo. Ella le devolvió la sonrisa—. Y tu padre quiere desenterrarlo.

Le estaba tomando el pelo. Su rostro sonriente lo decía todo y ella quiso simular indignación, pero solo soltó una carcajada. En los ojos de Henyk apareció un extraño fulgor; no parecía divertido en absoluto, pero ella procuró olvidarlo cuando él también rio.

—Desentiérralo tú —dijo ella, riendo—. Para mí.

—Como quieras —respondió él. Durante un instante la joven se asustó, porque para aquella parte de sí que seguía siendo la misma que había sido en noviembre del año anterior, su voz sonaba amenazadora—. Partiré a caballo de inmediato.

Cuando volvió a cubrir la trampilla con la alfombra, Alexandra, consternada, se dio cuenta de que no bromeaba, al menos con respecto a eso.

—Pero… creí que…

Él le echó un vistazo por encima del hombro al tiempo que enderezaba la alfombra. Su mirada era salvaje.

—¿Acaso crees que yo no lo deseo? —replicó con aspereza—. ¿En qué crees que pienso por las noches, cuando estoy tendido a solas en la cama? ¿A quién crees que imagino que abrazo cuando me cubro con la manta? Te deseo, Alexandra, quiero sentir tus besos y saborear cada palmo de tu piel, sumirme en ti y revolotear unido a ti como una mariposa a través de la tormenta y después abrasarme al sol. Vaya tu sinceridad por la mía, amada: quiero ser el autómata del mecanismo que viste, tú te convertirás en mi dorada amante y quiero derramarme en ti.

Henyk se puso de pie y la cogió de los hombros. Ella temblaba tanto de excitación como de desencanto, pues el rostro de su amado revelaba con toda claridad que aquello para lo cual había encontrado palabras tan poéticas como violentas no acontecería, al menos ese día. Henyk jadeaba y sus mejillas ardían. La extraña ambivalencia que se había apoderado de ella durante los últimos minutos se desvaneció y en esa ocasión las dos partes tan desavenidas de su alma estaban de acuerdo: Henyk debía ejercer todo su autocontrol para no tenderla en el suelo y llevar a cabo la unión en medio de un remolino de polvo, prendas arrancadas y la luz titilante de un candil. Pero si lo hubiese hecho, ella misma se habría entregado a él resollando de deseo.

—Pero no así —prosiguió él—. No aquí, en este mausoleo de planes fracasados y tampoco en la casa de tus padres, a hurtadillas y aguzando los oídos, temerosos de que alguien pudiera regresar inesperadamente. El amor es un menú de muchos platos que no deben ser devorados, que han de ser saboreados hasta el agotamiento, y yo quiero saborearlos contigo, ¡por todos los santos y todos los viejos dioses paganos que sabían más al respecto que cualquier sacerdote!

Ella le devolvió la mirada como si estuviera en trance. De pronto comprendió que si ambos hubiesen sucumbido al amor en la manera que ella había deseado, su relación siempre habría conservado un regusto de vileza y copulación animal. Que él —no ella, ¡él, a quien ella se había ofrecido en cuerpo y alma!— se negara en lugar de aprovechar el ofrecimiento y encima mediante ese argumento tan excitante… La juiciosa y desconfiada Alexandra que ocupaba su corazón se ahogó en un torrente de sensaciones y calló de manera definitiva. Entonces notó que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Dijiste que tu padre quería conocerme, ¿verdad? Ello ocurrirá, amada mía. Te llevaré conmigo a lo largo del sendero que conduce hasta el máximo placer, pero solo lo haré tras hablar con tu padre y manifestarle la verdad sobre lo que siento por ti.

—Henyk… —musitó ella, absolutamente desconcertada.

Él la hizo callar con un beso. Un beso casi doloroso. Ella presionó los labios contra los suyos y el dolor causado por el beso la embelesó.

—Te acompañaré a casa —dijo él—. No quiero perder tiempo. Partiré y seguiré a tu padre, y cuando regrese él ya no desconfiará de mí y nada se interpondrá entre nosotros.

—Te amo —susurró ella, como ebria—. Te pertenezco.

—Sí —dijo él y la estrechó entre sus brazos—. ¡Sí, por Dios!

El guardián de la Biblia del Diablo
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