16

Así que era ilegítimo. Peor que ilegítimo, pues un ilegítimo al menos sabía quién era su madre. Wenzel no lo sabía y tampoco quién era su padre. Andrej von Langenfels se lo llevó del orfanato y lo introdujo en una familia que no guardaba la menor relación con él. Al parecer, ninguna de esas personas que entonces se veía obligado a llamar su familia había pensado en él como persona.

¿O es que alguien se había tomado la molestia de averiguar quién era la mujer que lo alumbró? Puede que aún estuviera viva cuando Andrej lo adoptó como hijo. ¿Le había preguntado su opinión al respecto? ¿Había hecho algo para sacarla de la miseria en la que, sin duda, debía de haber vegetado cuando depositó a su hijo en el orfanato? Tal vez hubiese supuesto una buena acción devolverle el niño a su madre y a la madre, el niño… Pero Andrej solo pensó en sí mismo, en su pena y en la esperanza de que el pequeño niño le ayudara a superar dicha pena.

¡Wenzel von Langenfels, la superficie viviente sobre la cual se proyectaban los deseos de otras personas!

Pero estaba siendo injusto, y lo sabía. Era improbable que su madre dejara una dirección en el orfanato si de todas maneras no habría sido hallado como un hatillo gimiente ante la puerta de una iglesia. Por lo visto, uno podía reducir la situación a la constatación de que Andrej le había salvado la vida y que a su vez él, Wenzel, había salvado la de Andrej, y que los Khlesl siempre fueron compañeros cordiales, afectuosos y comprensivos para ambos. Nadie quiso hacerle daño.

Había tardado bastante en pasar de una idea a la siguiente y el propio Wenzel ignoraba si ya había alcanzado la meta. Además, había una cosa que no podía perdonar, por más que procurara ponerse en la situación de Andrej. La mentira en la cual su padre permitió que se convirtiera su vida había impedido que su amor por Alexandra pudiera desarrollarse. No estaba seguro de que ella lo hubiera amado con la misma intensidad, pero se trataba de que nunca hubiese podido ponerlo a prueba.

Trató de decirse que entonces tenía la libertad de declararle su amor: mejor tarde que nunca, ¿verdad? Pero tenía la suficiente experiencia como para saber que en el amor, tarde podía equivaler a jamás.

El intento de ayer de advertir a Agnes había roto el hielo que él dejó que se acumulara en torno a su corazón y le pareció posible volver a buscar la proximidad de esas personas que eran su familia. Y bajo el pretexto de averiguar si todos los Khlesl se encontraban bien, resultaba posible volver a crear dicha proximidad.

Al dirigirse a la casa las piernas le pesaban y más de una vez sintió la tentación de dar media vuelta. Confió en encontrar a Alexandra y, de un modo absurdo, esperaba que entre tanto alguien le hubiese informado de lo que de verdad ocurría con su supuesto primo Wenzel, porque él mismo no tenía ni idea de cómo revelarle esa verdad.

Cuando vio tres hombres saliendo de la casa se ocultó en la entrada de otra. Dos hombres armados siguieron a los tres primeros y para su disgusto, se dirigieron hacia el lugar donde él se ocultaba. Conocía a los tres: Sebastian Wilfing, Vilém Vlach, el comerciante de Brno (en cuya casa solía jugar de niño cuando Andrej lo llevaba consigo en sus viajes y que entonces se había convertido en un enemigo de una manera inexplicable), y Adam Augustyn, el jefe de los contables. Y al menos Vlach y Augustyn también lo conocían a él y le preguntarían qué buscaba allí…

—Protesto en nombre de la casa Khlesl & Langenfels por este trato —oyó decir a Augustyn.

—La casa Khlesl & Langenfels es historia —berreó Sebastian con su voz de cerdito—. Reflexionad sobre de quién es el pan que queréis comer mañana y empezad a cantar.

Desesperado, Wenzel bajó el picaporte y quiso simular que entraba en la casa vecina, pero entonces la puerta se abrió y se topó con el rostro resuelto y redondo de una galopilla, envuelta en el aroma del asado y la sopa.

—¿Sí? —preguntó ella.

Los cinco hombres pasaron junto a Wenzel; él encogió la cabeza y notó las alertas miradas de los guardias en la nuca.

—Soy un vendedor ambulante —dijo.

Era lo primero que se le ocurrió. Al menos era la manera más segura de ser echado del umbral tras unos breves insultos, de modo que podría seguir a los hombres sin que estos lo notaran. De pronto había algo más importante que mirar a Alexandra a los ojos. Sebastian planeaba una nueva canallada.

—Pues entonces entra —dijo la criada, lo tiró de la manga y cerró la puerta detrás de él. Durante un instante permaneció en la semioscuridad reinante al pie de la escalera de servicio, completamente azorado, luego la criada le rodeó el cuello con los brazos.

—¡Cuando mi hermano me dijo que su amigo era apuesto no exageró en absoluto! —susurró ella y le plantó un sonoro beso en la mejilla—. ¡Mi príncipe!

—Eh… —tartamudeó Wenzel, y trató de zafarse. Ella malinterpretó el movimiento.

—Tengo algo que ofrecer —soltó, agarró la mano de él y la deslizó dentro del escote de su corpiño—. Mi hermano te dijo que tenía algo que ofrecer, ¿no? Toma, toca, príncipe mío, los he mantenido calientes para ti.

Incapaz de oponer resistencia, Wenzel notó que ella le presionaba la mano con una zarpa enrojecida por el agua caliente y tocó la firmeza de un pecho abundante. El pezón se irguió bajo la palma de su mano y él trató de retirarla, pero estaba atascada como en una trampa para osos.

—Vamos, eso te gusta, ¿verdad? Mi príncipe… un muchachito tan bonito. Solo un poco flaco, pero ya le pondremos remedio. Y… ¡ajá!…

Wenzel soltó un aullido cuando la mano libre de la criada se introdujo entre sus piernas. Los amplios bombachos no opusieron resistencia y la mano de ella presionó y sopesó lo que encontró.

—A que no somos tan delgados en todas partes, ¿verdad?

—Es un malenten… —gimió Wenzel, y se retorció inútilmente.

—Oye, que no soy un mal partido. Incluso tengo algo ahorrado. No sé qué te habrá dicho mi hermano, ese bellaco, pero no te irá mal conmigo. Formamos una buena pareja. Estoy hasta las narices de ser una galopilla: cásate conmigo y sácame de aquí. Claro que cocinaré para ti y para nuestros hijos. ¡Oh mi príncipe, mi hermanito te ha escogido muy bien!

Soltó todo eso en un torrente de palabras al tiempo que comprobaba la virilidad de Wenzel a fondo, al igual que la carne de una gallina en el mercado, mientras con la otra mano se encargaba que la de él siguiera amasando un pecho que, libre del corpiño, hubiese despertado la envidia de una vaca. Haciendo un esfuerzo tremendo, Wenzel se soltó.

—¡Es un malentendido! —gritó, procurando bajar el picaporte detrás de él.

—Tonterías. Un vendedor ambulante… eso era lo que acordamos que dirías si otro abría la puerta. Pero permanecí aquí desde la madrugada, mi príncipe, para encontrarte. Ven aquí, te mostraré ahora mismo lo que te espera todos los días a partir de hoy…

Wenzel retrocedió a través de la puerta de espaldas y aterrizó sobre su trasero. Pero para su total horror, la criada lo siguió. Notó una mirada, alzó la vista y descubrió el rostro prematuramente envejecido de un hombre con una nariz larga, orejas colgantes y escaso pelo. El olor a pescado envolvió a Wenzel. El hombre contemplaba la escena boquiabierto y en las manos sostenía un gran pez aún mojado como si fuese un regalo.

—Vendedor ambulante —murmuró el hombre.

Los ojos de la galopilla se desorbitaron. Wenzel se puso de pie y echó a correr en la dirección emprendida por Sebastian y los demás.

—¡Un malentendido! —gritó por encima del hombro y creyó oír la voz de la criada chillando: «¿Ese es para mí?», luego dobló por la esquina y vio que el pequeño grupo se dirigía hacia el puente.

Se acomodó los bombachos arrugados y siguió a los hombres a gran distancia. Cuando traspusieron la puerta del puente de la Ciudad Vieja, supuso que los dos soldados llamarían la atención de los guardias. La guarnición de la puerta les lanzó las miradas que siempre merecían los matones profesionales por parte de quienes solo cumplen con el deber de portar armas durante las horas de trabajo y los dejaron pasar sin impedimentos, pero registraron a Wenzel: bien, él no estaba acostumbrado a otra cosa. Y el puente era tan largo que casi no perdió de vista a los otros cinco hombres.

La persecución acabó por conducirlo hasta una estrecha callejuela de Malá Strana, que desde primera hora de la tarde quedaba a la sombra de la colina de la fortaleza. Era abrupta e irregular, pero estaba empedrada y limpia. Parecía pertenecer a una zona habitada por gentes sencillas, orgullosas de su modestia, cuyos hijos llevaban prendas remendadas pero limpias y que una vez al día comían caliente pese a que el dueño de la casa se veía obligado a beber agua en vez de vino. A quien perdía una moneda en ese lugar se la devolvían. En zonas como esas vivían personas que, durante un ataque a la ciudad, echaban a correr hacia las murallas en silencio para ayudar a la defensa y que allí eran derribadas por los disparos de los mosquetes y los cañones enemigos mientras la guarnición, cuidadosamente puesta a cubierto, reflexionaba sobre si durante las subsiguientes negociaciones de capitulación un ataque audaz podría suponerle una desventaja.

Sebastian, Vlach y Augustyn entraron en una de las casas y los soldados se apostaron ante la puerta. Wenzel, que atisbaba cautelosamente a lo largo de la callejuela, se preguntó cómo podría acercarse sin ser visto por los soldados. Había confiado en que todos entraran en la casa e hizo una mueca de disgusto.

—No eres de aquí —pio una vocecita junto a él.

Wenzel bajó la vista, una niña pequeña que llevaba un delantal y una larga trenza lo contemplaba con aire serio. Sostenía un bulto en la mano de cuya punta emergía un manojo hilachoso que simulaba los cabellos de una muñeca.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.

—Eh… yo… eh… —tartamudeó él.

Al echar un vistazo a la callejuela notó que los soldados lo observaban; de momento solo parecían interesados, no alarmados.

—¿Quieres comprar la casa?

—Eh… sí, quiero comprar la casa.

—¿Quieres que te la muestre? Pertenece a mi tío.

—Tal vez más tarde. Yo…

—No te preocupes —dijo la niña con aire digno—. No tengo nada mejor que hacer.

Wenzel notó que lo cogía de la mano y lo arrastraba por la callejuela hasta la primera casa. La casa ante la cual estaban apostados los soldados se encontraba en la parte posterior de la callejuela. Vio que los hombres los seguían con la mirada, a él y a su sorprendente compañera, y luego volvían a mirar al frente con expresión aburrida. Desconcertado, se dio cuenta de que la niña le proporcionaba un excelente camuflaje.

—Es esta. Es bonita, ¿verdad?

Se encontraban ante una casa baja de aspecto modesto, bastante similar a las moradas de la callejuela del Oro si uno hacía caso omiso de las manchas que había dejado el incendio en algunas fachadas y del empedrado en parte defectuoso.

—¿Quieres ver el jardín?

Wenzel quería ver todo cuanto lo ponía fuera del alcance de la vista de los soldados. La pequeña lo condujo a un callejón que separaba la casa de los edificios vecinos.

—Hemos de pasar por aquí. No tengo la llave.

—De acuerdo —dijo Wenzel, que acababa de pisar algo blando.

El callejón conducía hacia la parte posterior de las casas y se detuvo, asombrado: lo que unía toda la hilera de casas eran pequeñas parcelas en forma de diminutos huertos. Las hojas verdes de los nabos, las delicadas alfombras formadas por las plantitas de avena, las alubias en flor y en algunas de las casas los cobertizos de madera tras los cuales se oían cacareos, balidos y gruñidos atestiguaban que los habitantes sabían cómo ahorrar dinero en vez de gastarlo en los cada vez más caros productos del mercado. La zona estaba rodeada de muros hasta el cruce de las callejuelas, un pequeño y perfecto paraíso de verduras y animales de corral. Wenzel empezó a contar hasta dar con la fachada posterior de la casa vigilada por los soldados. Entre tanto se había dado cuenta de que debía de tratarse de la casa de Adam Augustyn.

—No pises las plantitas —dijo la niña.

Wenzel hurgó en su talego.

—Gracias por tu ayuda —dijo—. Toma.

—Si te pagan por ello no es una buena acción.

—Eh… sí… pero a lo mejor la muñeca quiere la moneda, ¿no?

La pequeña reflexionó.

—De acuerdo —dijo.

—Ahora vete a casa. Y… —dijo Wenzel, se puso de cuclillas ante la niña y la miró a los ojos—… la próxima vez que te encuentres con un desconocido por aquí, no le dirijas la palabra y ve en busca de tu padre o de tu hermano mayor, ¿comprendido?

—Pero ahora nos conocemos.

—No me refiero a mí, sino a otro.

—Los hombres que hay ante la casa de Augustyn son desconocidos.

—A esos los dejas en paz, ¿oyes? —dijo él, con desesperación creciente.

—De acuerdo.

—Que te vaya bien.

Wenzel se alejó a través de los huertos. Cuando echó un vistazo por encima del hombro, la niña aún permanecía allí contemplándolo con aire pensativo. Él puso los ojos en blanco.

Tal como había supuesto, la planta baja de la casa de Augustyn consistía en una única habitación; las ventanas eran pequeñas y los gruesos cristales demostraban que el jefe de los contables formaba parte de los habitantes acaudalados de esa callejuela. El marco de la ventana estaba inclinado hacia un lado, ajustado mediante pequeñas cuñas: alguien había intentado que el sol penetrara en la casa. Wenzel oyó voces y se acurrucó bajo la ventana, inspiró profundamente, se enderezó y echó un breve vistazo a la habitación antes de volver a agacharse.

Sebastian, Vlach, Augustyn y una mujer embarazada que debía de ser la esposa de Augustyn, dos niños pequeños con la vista clavada en las visitas y una cuna en la que lloriqueaba un bebé. Wenzel tomó aire; le pareció que no había pasado por alto a nadie.

—Es muy sencillo, señora Augustyn —oyó decir a Sebastian—. Buscamos el libro de contabilidad actual de la empresa.

—¿Por qué no lo buscáis allí?

—Si estuviese allí lo habríamos hallado.

—¿Por qué no se lo pregunta a mi marido?

—Ese es el problema: se lo hemos preguntado.

Aunque no podía verlos, Wenzel supo que el contable y su mujer habían intercambiado una mirada.

—Ajá —dijo ella.

—Pensamos que si vos habláis con él, quizá recuerde dónde está.

—Madre —balbuceó uno de los niños—, madre ese hombre chilla como un cerdito.

Wenzel se mordió la lengua. Cuando Sebastian volvió a hablar su voz temblaba.

—Tal vez vos le ayudéis a reconocer lo que es bueno para él y su familia.

—¡Madre, madre, ese hombre berrea!

—¿Quieres oírme gritar, mocoso? —berreó Sebastian en tono agudo.

El niño se echó a llorar.

—Eso no es necesario —dijo Vilém Vlach en tono frío.

—¡Entregadnos el libro de una vez! —siseó Sebastian.

—Abandonad esta casa en el acto —dijo el jefe de los contables.

Wenzel había experimentado lo que ocurría cuando el contable descubría un engaño cometido contra la empresa Khlesl & Langenfels: montaba en cólera, pero dicha cólera no era nada en comparación con el odio helado que expresaba su tono de voz.

—No lo haré. Llamaré a los soldados están afuera y lo pondremos todo patas arriba, ¡y si algo se rompe no será culpa de ellos! Y si por error las pesadas botas de los soldados pisan las delicadas manos de un niño…

—Dadle el libro —ordenó Vlach.

Entonces se impuso un prolongado silencio. El niño al que Sebastian le gritó moqueaba.

—Que me aspen —susurró Sebastian.

Wenzel ya no aguantó más. Alzó la cabeza y se asomó a la habitación. La mujer de Augustyn sostenía el bebé en brazos y este empezó a lloriquear. El jefe de los contables estaba inclinado por encima de la cuna y hurgaba en su interior. Una manta cayó al suelo, luego otra y después una suerte de delgado colchón. La paja soltó un crujido. Por fin Augustyn sacó un libro tamaño folio y Wenzel lo reconoció de inmediato: pertenecía a la empresa. La cuna del bebé solo era un poco más grande; Augustyn debía de haber cubierto el fondo con el libro y rellenado el resto con paja para que el bebé reposara en una superficie plana. Entonces se volvió y arrojó el libro sobre la única mesa de la habitación. El bebé lloraba y pataleaba.

Sebastian clavó la mirada en el libro y se acercó lentamente con ojos cada vez más desorbitados hasta que solo un palmo separaba la punta de su nariz de la tapa de cuero. Alzó una mano con expresión incrédula, cogió la tapa de una esquina y la levantó. Las primeras páginas estaban pegoteadas y Wenzel vio las completamente borroneadas columnas de cifras en el papel teñido de amarillo. Sebastian soltó la tapa y se enderezó.

—Los niños pequeños mean y cagan —dijo el contable a quien Wenzel jamás oyó pronunciar unas palabras más malsonantes que «maldita sea».

—Te mataré, pedazo de carroña —gritó Sebastian, resollando, y se acercó a Augustyn. Vlach se interpuso—. Marchaos, Vilém. Iré en busca de los soldados. Yo…

—No hay motivo para ensuciarse los dedos.

Sebastian tomó aire como alguien a punto de ahogarse. Wenzel se agachó cuando el gordo se volvió y recorrió la habitación con pasos apresurados.

—¡Haz callar a ese mocoso! —oyó que gritaba.

—¿Qué haces aquí? —susurró una voz junto al oído de Wenzel.

Él se volvió bruscamente. La niña de la muñeca estaba ante él; Wenzel perdió el equilibrio y se sentó en el suelo. Ella lo contempló como si fuera un prestidigitador que hubiera presentado un viejo truco.

—¡Chitón!

—No debes hacer eso.

De pronto se le ocurrió que si había los suficientes testigos, Sebastian no se atrevería a hacer nada.

—¿Está en casa tu padre?

—No, mi padre trabaja para el rey —dijo ella en tono orgulloso—. Mi madre está en casa, durmiendo.

—Ve a despertarla.

—No debo hacerlo. Duerme porque ayer me dio un hermanito y mi madre aún está muy cansada, dijo mi tía Darja.

—Ve a buscar a tu tía.

—Solo quieres que me marche de aquí.

Wenzel trató de doblegarla con la mirada, pero fue como si intentara obligar a una gárgola de la catedral a desviar la mirada.

—Corre —dijo—. A los Augustyn les gustaría recibir visitas.

—Esta mañana ya acudieron a casa y trajeron un vestidito.

Wenzel oyó los pasos pesados de Sebastian acercándose a la ventana.

—¿Hay alguien allí fuera? —preguntó.

Entonces se apretujó contra la pared y oyó el crujido del alféizar de madera cuando el gordo se apoyó en él. La niña desvió su mirada serena de Wenzel, la alzó y sin duda se topó con el rostro de Sebastian. Wenzel cerró los ojos.

—¿Quién eres tú? —preguntó Sebastian.

—Tu voz es cómica —dijo la niña.

—¡Joder! —chilló Sebastian, y Wenzel oyó que se alejaba bruscamente de la ventana—. ¡Estrangularé a los mocosos, a todos los mocosos que están aquí!

La niña volvió a contemplar a Wenzel y este se llevó un dedo a los labios, invadido por el alivio.

—¡Bien! —gritó la voz furibunda de Sebastian—. No me ensuciaré los dedos. Puedes empezar a buscar otro puesto ahora mismo, Augustyn. Pregúntales a los buscadores de oro si todavía queda libre otra pala de letrinas. Cuando este asunto haya acabado me encargaré de que ningún comerciante de Praga permita que te acerques a su empresa. Estás acabado y toda tu familia de mierda también.

Wenzel volvió a alzar la cabeza. La mujer del jefe de los contables estaba ante la mesa cambiando los pañales del bebé. El olor a excrementos le penetró en la nariz; el niño había dejado de llorar. Augustyn estaba de pie ante Sebastian devolviéndole la mirada. Wenzel nunca hubiese creído que el insignificante contable podría parecerse a una de las estatuas heroicas del castillo, pero en ese momento era así. Si un día toda esa historia acababa bien, sabía que la empresa pasaría a llamarse Khlesl & Langenfels & Augustyn.

Notó que alguien le tiraba de la manga.

—No veo nada —susurró la niña.

—¿Qué sigues haciendo…?

Pero se interrumpió y, resignado, la apoyó en su rodilla. Ella atisbó hacia dentro con el mismo cuidado que él, como una perfecta espía.

—Que os vaya bien a todos —gruñó Sebastian.

—Aguardad —dijo la mujer de Augustyn—, aguardad.

Completamente incrédulo, Wenzel vio que inclinaba la cabeza ante Sebastian, plegaba las manos y las alzaba con gesto suplicante. Sebastian le dedicó una mirada que pasó de la sorpresa a la burla.

—Inténtalo arrodillándote, entonces quizá seré misericordioso.

—Lo intentaré con esto —dijo ella, y aplastó el pañal lleno de excrementos contra la cara del gordo.

Wenzel logró alcanzar el callejón con la niña en brazos y una mano tapándole la boca. Después se desplomó, le quitó la mano de la boca y se echó a reír como un demente. La niña soltaba risitas sin dejar de exclamar:

—¡Qué asco, qué asco!

Finalmente, el ataque se le pasó. Wenzel se secó las lágrimas de risa y contempló a la niña, pero fue un error: un instante después ambos volvieron a reír a carcajadas. Al final debía de haber intervenido su ángel de la guarda personal. Wenzel recuperó el control cuando Vilém Vlach pasó corriendo junto a la boca del callejón arrastrando a Sebastian de la manga al tiempo que este aullaba, escupía y chillaba; quizá lo oía todo Praga, donde se preguntaban si hoy sacrificaban cerdos en Malá Strana. Los soldados trotaban tras ellos; Wenzel notó dos caras rojas a punto de estallar de risa.

—¿Puedes hacer algo por mí? —le preguntó a la niña.

—No —respondió ella en tono coqueto.

—¿Puede tu muñeca hacer algo por mí?

Tras cierta vacilación, la dueña de la muñeca asintió.

—Ve a casa de los Augustyn y diles que no se preocupen. Diles que… Zanahoria les envía saludos —dijo, y se ruborizó.

—¿Tú eres Zanahoria?

—Lo fui. Adam Augustyn sabrá quién le envía saludos y que no se trata de un truco.

—Todavía eres Zanahoria. Tu pelo es rojo.

—¿Puedes hacerlo?

—Yo no —contestó ella con voz seria—. Pero mi muñeca sí.

—¿Cuánto le debo a tu muñeca?

—Dice que para ti es gratis.

Wenzel hizo una reverencia y después le tendió la mano.

—Que te vaya bien —dijo.

Cuando ella se la estrechó tuvo la sensación de que era la primera vez en muchas semanas que hacía lo correcto.

El guardián de la Biblia del Diablo
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