11
—Hace tanto tiempo que vienes prometiéndome el fin que casi empiezo a ansiarlo, Henyk.
Heinrich le dedicó una sonrisa irónica.
—Deteneos… —gimió Filippo.
Heinrich lo miró de soslayo y después tensó el gatillo.
—Esta vez está cargada, frailuco —dijo—. ¿Qué te parece? —preguntó. Luego apartó la mirada—. ¿Eres uno de esos a los que hay que matar con tres balas, Cyprian? Mi tercera bala está en la pistola.
Cyprian Khlesl no contestó. Heinrich metió la mano en la chaqueta y le arrojó una llave. Cyprian la recogió. Isolde imitó una pistola con el pulgar y el índice, bajó el pulgar y gritó:
—¡Buuum!
Después volvió a reír.
—Abre el candado. Un movimiento en falso y tu cerebro quedará desparramado sobre esa pared de ahí atrás.
Cyprian abrió el candado, soltó la cadena y se frotó el tobillo observado por Heinrich. Este se percató de que su sonrisa lo hacía parecer un demente, pero no pudo dejar de sonreír.
—Ponte el grillete en la muñeca y vuelve a cerrar el candado.
Cyprian se dispuso a ponerse el grillete en la muñeca izquierda. Heinrich soltó un siseo de desaprobación y le golpeó la sien con la boca de la pistola con tanta violencia que se contusionó su propia muñeca. Cyprian parpadeó de dolor, luego se colocó el grillete en la muñeca derecha y Heinrich retiró la pistola. En la sien de Cyprian se formó un círculo blanco que no tardó en volverse morado. Heinrich sentía un impulso irresistible de seguir humillando a Cyprian y su mirada se posó en el candil. Hizo un movimiento de la cabeza en dirección a Filippo.
—Aún debe de contener aceite. ¡Enciéndelo!
Filippo encontró un trozo de pedernal y una yesca y trató de encender la mecha con manos trémulas. Finalmente, el candil se encendió y Heinrich lo sopesó en la mano. Cyprian lo miraba a los ojos fingiendo no haber comprendido su intención, pero la respiración de Filippo se volvió entrecortada. Heinrich clavó la mirada en los ojos de Cyprian confiando en que este viera que él tenía el poder de arrojar el candil al montón de heno, prender fuego a la choza y después observar a Cyprian mientras este, atado a la larga cadena, trataba de escapar del fuego. Lo lograría durante un buen rato… hasta que no quedara ningún lugar que no ardiera en llamas.
—¡Por amor de Dios! —dijo Filippo.
Heinrich no le prestó atención, hizo un ligero gesto con la mano, el candil aterrizó en el heno, el aceite lo salpicó y el heno se incendió. Cyprian parpadeó y Heinrich lo observó invadido por una sensación de triunfo. Decidió saborearla un poco más.
—Es hora de despedirse, Cyprian —dijo Heinrich—. Monta a caballo, Filippo, con Isolde.
Entonces se volvió. Filippo había permanecido inmóvil y una esperanza demencial invadió a Heinrich: que el meapilas se resistiera. Lentamente, le apuntó con la pistola; dispararía al fraile en la entrepierna y lo dejaría allí tendido. A lo mejor lograría sobrevivir; consideraba que, de todos modos, para un meapilas las partes pudendas solo serían miembros prescindibles del cuerpo.
—Marchaos tranquilamente —dijo Cyprian—. Él no dejará que yo me queme.
—¿Por qué estás tan seguro de eso, Khlesl? —chilló Heinrich, volviéndose.
—Porque te conozco, Henyk.
Atónito, Heinrich comprobó que Cyprian no se había dejado intimidar y se echó a temblar mientras luchaba contra el anhelo de matarlo de un disparo. Después se dio cuenta de que todavía guardaba algo en la reserva con lo cual realmente podría herirlo.
—¿Aún recuerdas lo que te prometí junto al río, Khlesl? —preguntó en tono burlón.
El rostro de Cyprian se tensó.
—Sí —respondió con voz ronca.
—Me imagino que cada vez que te he visitado aquí, te has preguntado si ya he matado a tu hija, ¿verdad?
—No lo has hecho —dijo Cyprian.
—¿Acaso estás tan seguro de ello?
—No me dejaste con vida para informarme de lo que has hecho con Alexandra. Lo hiciste para que yo pudiera verlo.
—Lo has adivinado. ¿Y sabes qué, Khlesl? Te he traído algo.
Heinrich soltó la cadena del poste, arrastró a Cyprian al exterior, pasó junto al petrificado Filippo y junto a Isolde —que se había acercado al heno en llamas y tendido ambas manos como si quisiera conjurarlas— y oyó que canturreaba.
Los caballos ya estaban inquietos y piafaban. Alexandra estaba montada en el caballo de Heinrich con la cabeza gacha, maniatada y con los pies atados debajo de la panza del caballo. Isolde lo empujó a un lado, echó a correr hacia Alexandra, formó una pistola con el pulgar y el índice, le apuntó y dijo:
—¡Clic!
Era un sonido sorprendentemente real. Después soltó un grito de júbilo, giró sobre sí misma y se lanzó sobre Heinrich.
—¡Clic! —volvió a gritar—. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Heinrich apartó la mano de ella de un golpe y luego le asestó una bofetada. Ella cayó al suelo como golpeada por una piedra y lo contempló con expresión desconcertada. La sangre manaba de su nariz y se echó a llorar. Heinrich tuvo que esforzarse por no matarla a patadas para apagar su llanto.
—¡Siéntala en el caballo o la mataré! —le gritó a Filippo.
Luego se volvió hacia Cyprian y comprobó que las tonterías de Isolde lo habían desprovisto del placer de observar su sorpresa. Cyprian contempló la figura medio desplomada a lomos del caballo sin una reacción visible. Alexandra alzó lentamente la cabeza, clavó la vista en el prisionero de Heinrich y soltó algo parecido a un grito ahogado.
—¿Padre?
Heinrich tiró de la cadena. Cyprian no había estado preparado y tropezó hacia delante, pero entonces hizo un rápido movimiento, acabó con un trozo de cadena envuelto alrededor del antebrazo y giró sobre sí mismo. Heinrich perdió el equilibrio y cayó al suelo. Un instante después se puso de pie, jadeando. Cyprian casi le había dado alcance, sosteniendo un trozo de cadena tensado entre los puños. Heinrich retrocedió y apuntó a la joven montada en el caballo. Por encima del rugido de ira que resonaba en su cabeza se dio cuenta de que Cyprian lo habría vencido si la cadena hubiera sido un palmo más corta, y su rabia se disipó.
—¡Atrás o la mato! ¡Ante tus ojos! —chilló, soltando un gallo.
Cyprian alzó las manos y permaneció inmóvil. La cadena se desenrolló de su brazo.
Heinrich jadeaba y oyó una voz áspera que decía: «Si vos y él os encontráis en una oscura callejuela…». Apoyado en unas piernas que no parecían pertenecerle, se acercó a Cyprian y le arañó la cara con el cañón de la pistola; la sangre brotó del rasguño. Cyprian ni siquiera pestañeó.
—¡Déjalo en paz, cerdo! ¡Padre! —gritó Alexandra.
—En marcha —dijo Heinrich, y montó a caballo detrás de ella—. Esta noche toda la familia estará reunida. En el infierno.