3
Andrej se había enamorado de Brno. No sabía muy bien por qué. ¿Quizá porque la ciudad ascendía hasta la cima de la escarpada colina y, más que extenderse a sus pies, parecía dispuesta a conquistarla? ¿O tal vez porque la villa siempre suponía un agradable cambio, se acercara uno desde el sur, desde Viena, o bien desde el norte, desde Praga? Si uno llegaba desde Viena, las cadenas de colinas situadas al norte de Brno ponían fin a una monótona llanura que se extendía entre la ciudad de los Habsburgo y la animada metrópolis de Moravia. En cambio, si uno arribaba desde Praga, las cumbres que acababan suavemente en la llanura suponían un alivio para el viajero que se había abierto paso durante dos interminables días a través de estrechos valles y oscuros bosques, junto a abruptas laderas y pequeñas e ignoradas aldeas.
¿O tal vez la atracción más bien se debía a que en Brno (y en casi todo el margraviato de Moravia) habían decidido mantenerse lo más alejados posible de la locura que suponía la lucha entre Reforma y Contrarreforma, y todos los días procuraban recordar que la fe era algo que debía sostener a las personas en vez de acabar con sus vidas? Hacía años que se alegraba de emprender el viaje anual, cuando el aire olía a tierra fresca y húmeda, cuando en los campos orientados al norte y en los rincones sombreados por los bosques aún había pequeñas zonas cubiertas de nieve y el frío del último hálito del invierno competía con la calidez del sol. Hacía años que organizaba dicho viaje de modo que el camino de regreso pasara por Brno.
Resignado, Andrej pensó que el amor —en caso de que uno no hubiese acabado con él por completo— siempre buscaba algo a lo que aferrarse. En su caso, ya no se aferraba a una mujer: era como si todos los sentimientos que era capaz de albergar hubieran desaparecido junto con Yolanta. Amaba a Wenzel con la pasión encendida de un padre por su único hijo y, a lo largo de los años, otro amor más dulce había surgido en su corazón por las personas que habitaban las cimas de las colinas de Moravia.
Con respecto a esto último, no estaba muy seguro de que no volviera a desempeñar el papel de enamorado desengañado.
—Por favor —dijo Vilém Vlach—. Nosotros contamos con vos.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—Por favor —repitió Vilém, que seguía sosteniendo la puerta de entrada del Ayuntamiento de Brno y lo invitaba a pasar. Andrej permanecía inmóvil ante la casa consistorial y no parecía dispuesto a aceptar la invitación—. El burgomaestre, el corregidor y el prefecto Von Žerotin.
—En ese caso ya hay suficiente autoridad presente —dijo Andrej y le dirigió una sonrisa—. Por no hablar de vos, apreciado Vilém.
Vilém Vlach era el miembro más pragmático del grupo de hombres que dirigían los destinos del margraviato. En teoría, quien ostentaba el título y cargaba con la responsabilidad del margraviato de Moravia era el emperador Matías, pero en la práctica no dedicaba ni un pensamiento a ello y confiaba en el prefecto Karl von Žerotin, que era protestante pero pertenecía al bando más moderado y que en la lucha fratricida desatada en la casa Habsburgo había tomado partido por Matías. En teoría, la capital del margraviato era Olomouc, pero hacía años que el prefecto prefería vivir en la más animada Brno y, así, su burgomaestre y el corregidor se habían convertido en sus confidentes de un modo absolutamente natural. Vilém Vlach solo era un comerciante afincado en Brno que poseía media ciudad y controlaba gran parte del resto. Quien quisiera asegurarse de que en las diversas decisiones todos fueran a una y que después dichas decisiones se llevaran a la práctica, no podía pasar por alto a Vlach, y el grupo que gobernaba Moravia era lo bastante pragmático como para no solo reconocer dicho hecho, sino además atenerse a él. Con respecto a Andrej, que en los años posteriores a la muerte del emperador Rodolfo —y la pérdida de su puesto como fabulator principatus— se había ocupado de emprender los necesarios viajes de negocios para la empresa Wiegant & Khlesl, el aparentemente insignificante Vilém era uno de sus socios más importantes y destacados. Sin embargo, en ese momento Andrej se preguntaba si durante todos esos años no había caído en una telaraña compuesta de amabilidad y lucrativos negocios tejida por Vilém Vlach con un único propósito: ponerlo en un aprieto a él, Andrej, debido a un favor. En todo caso, de momento se encontraba atrapado en la telaraña. Y estaba decidido a no dejarse devorar sin ofrecer resistencia.
—Lo que cuenta es la competencia exterior —señaló Vilém.
Andrej había descubierto que Vilém Vlach era un maestro insuperable en dar rodeos mediante bonitas palabras. Como mucho, su punto débil consistía en que estaba tan acostumbrado a ello que las palabras directas le hacían perder el ritmo.
—Necesitáis un chivo expiatorio, eso es todo —dijo.
Vlach se enderezó, indignado.
—¡Pero si hace muchísimo tiempo que me conocéis! —exclamó.
«Casi tantos años como los que llevo viniendo aquí —pensó Andrej—, pero incluso la más prolongada de las rutinas no te protege de las sorpresas, ¿verdad?». Ese día ya había experimentado una sorpresa: Leona no había estado allí. Siempre que Andrej hacía un alto en Brno, ello incluía una visita a Leona. Solía dejar cinco libras de correspondencia en su casa y llevarse siete: toda ella eran cartas dirigidas a Agnes Khlesl y las que ella mandaba. Leona había sido la niñera de Agnes y posteriormente su doncella. Cuando Cyprian y Agnes se casaron, la anciana doncella también había encontrado una tardía felicidad y se había casado con un artesano de Brno, pero de dicha unión no nacieron hijos. Sin embargo, hacía tres años, cuando Leona enviudó, acogió a una adolescente del convento de las premonstratenses, una hermosa jovencita luminosa y siempre alegre. La muchacha se llamaba Isolde, y era el envoltorio sumamente bonito de una persona a quien el destino no había proporcionado más juicio que a una niña pequeña. Leona la adoraba e Isolde adoraba a Andrej desde que él comenzó a contarle historias cada vez que las visitaba a ambas. De algún modo, era como si mediante sus historias Andrej estuviera destinado a proporcionar paz y felicidad a las personalidades perturbadas. Hacía veinte años había sido el emperador Rodolfo y, en ese momento, Isolde. Un descenso en el escalafón… A cambio, Isolde se daba por satisfecha con sus cuentos de hadas y no insistía en que volviera a hablarle del día en que los padres de Andrej cayeron víctimas de su búsqueda de la Biblia del Diablo.
—Y yo os conozco tan bien como vos a mí —dijo Vilém Vlach—. Por eso sé que sois el indicado.
—Ignoro qué habrá ocurrido aquí y el motivo por el cual me necesitáis como «consejero», pero estoy seguro de que supone un disgusto para el grupo protestante o para el católico. A lo mejor para ambos. Y sea cual fuere la decisión tomada, si después podéis afirmar que alguien de fuera de la ciudad tomó parte en dicha decisión, entonces tendréis una excelente oportunidad de seguir manteniendo el orden aquí… y la casa Wiegant & Khlesl una aún mayor de no volver a hacer negocios en Brno nunca más.
—Hacéis la mayor parte de los negocios conmigo, así que no debéis temer nada —declaró Vlach.
—Me estáis poniendo en una situación comprometida, Vilém. ¿Por qué lo hacéis?
—Porque es importante.
—¿Para quién? ¿Para vos? ¿Para el prefecto? ¿Para el emperador?
—Para un pobre desgraciado que de lo contrario será ajusticiado —respondió Vilém, que aún mantenía la puerta abierta—. Por favor…
—¿Qué? Creí que se trataba de un crédito o de un pago atrasado o de mercaderías en mal estado…
—Apreciado señor Von Langenfels —dijo Vilém—, sé que no albergáis mala intención cuando nos suponéis incapaces de resolver esas naderías.
Andrej le dirigió una mirada airada, pero era incapaz de enfadarse de verdad con el menudo comerciante.
—Entonces, ¿de qué se trata? ¿De alta traición? ¿De asesinato? ¿Qué queréis de mí? ¿Acaso debo aconsejaros que pongáis en libertad a alguien que ha cometido un delito?
Vilém suspiró y puso la cara que siempre ponía cuando quería cerrar un trato y comprendía que la esperanza de desplumar a su adversario se desvanecía.
—¡Entrad de un vez, por san Cirilo! —urgió con impaciencia—. No se trata de un tema que convenga ser comentado en la calle.
Andrej alzó la vista hasta el gablete que coronaba el portal de entrada del Ayuntamiento y contempló la estatua de la Justicia que dirigía la mirada hacia la torrecilla situada por encima de su cabeza. Conocía la leyenda relacionada con esa curiosidad arquitectónica y esta historia suscitó su angustia mientras iba siguiendo a su socio a lo largo de una tenebrosa entrada de carruajes hasta un amplio patio interior. Vlach lo condujo por una amplia escalera hasta la primera planta.
Andrej ya conocía el gran salón del Ayuntamiento de Brno con el tilo del juicio pintado en un rincón, pero para su sorpresa Vilém no se detuvo allí y lo condujo a un pasillo escasamente iluminado.
—Hubiese preferido que os lo dijera el corregidor, pero como vos insistís…
—¿Que el corregidor me dijera qué?
—Tenéis razón, estimado señor Von Langenfels: os necesitamos como chivo expiatorio y hubiera sido insensato creer que vos no os daríais cuenta.
De pronto Andrej sintió ganas de detenerse, cruzar los brazos y exclamar «¡ajá!», pero conocía el estado de ánimo de Vilém: cuando este se mostraba absolutamente sincero no cabía duda de que había algo importante en juego.
—Como casi en todo el imperio, aquí también los ciudadanos y los nobles, con algunas excepciones, son protestantes. Según ellos, el individuo debe morir por su delito; no aceptarán ninguna otra sentencia, de lo contrario se levantarán en armas. Pero si lo ajusticiamos, los campesinos montarán un alboroto porque en primer lugar, estos son católicos, en segundo lugar consideran que el prisionero es uno de los suyos y en tercer lugar, la facción católica no está dispuesta a marcharse con el rabo entre las patas ante los protestantes.
—¿Qué ha hecho ese hombre?
—Las actas del juicio afirman que asesinó a una muchacha.
—¡Dios mío! Entonces ha de ser ahorcado. Eso no tiene nada que ver con su fe.
—Vos habéis de aconsejar que sea encarcelado. Ello no apaciguará del todo a los protestantes y tampoco soliviantará del todo a los católicos y nos permitirá mantener el statu quo. Sois un hombre de negocios, estimado señor Von Langenfels. ¿Sabéis lo que significa un compromiso? Cuando todas las partes al final se dan por satisfechas. En todo caso, sirve para conservar el equilibrio.
—Pero el hombre es culpable.
—Pues no.
—¿Qué?
—Debéis aconsejar que encarcelen a un hombre por un delito que, según todos los indicios, no ha cometido —prosiguió Vilém en tono paciente.
Habían alcanzado el final del pasillo y se encontraron ante una puerta.
—Pero ¿por qué, por amor de Dios?
—Porque de lo contrario tendremos que ajusticiarlo para mantener la paz y consideramos que, puesto que la justicia debe cobrarse una víctima, conviene que al menos no fluya la sangre —explicó Vilém, con la mano sobre el picaporte—. Este despacho está reservado para el margrave, en otras palabras para el emperador. Aquí podremos deliberar sin que nos molesten ni nos escuchen. En esta estancia nunca se le ha perdido nada a nadie.
Andrej puso los ojos en blanco y Vilém alzó la mano.
—Hay algo más —dijo—. Cuando pronunciemos la sentencia no os mencionaremos como consejero, no diremos vuestro nombre. Sin embargo, en los protocolos figurará que un amigo íntimo del emperador Matías nos ha apoyado, pues eso es lo que hemos aducido. Como vuestro rostro es conocido en la ciudad, la gente creerá que vos ya habéis estado aquí con anterioridad, encargado de una misión imperial, y ello otorgará aún más peso a vuestra «voz».
Andrej se dispuso a contestar, pero Vilém se le adelantó.
—Ya se lo hemos contado al dueño de vuestro albergue. El hombre es como una de esas imprentas que producen libros: reproduce mil veces lo que oye, así que comportaos con mayor arrogancia frente él, no con vuestra cortesía habitual, estimado señor Von Langenfels.
—Esto os supondrá una rebaja del ochenta por ciento en nuestro próximo negocio —dijo Andrej.
Vilém se encogió tristemente de hombros y dijo:
—¡Por favor! —Abrió la puerta y entró al despacho.
—Estos son los hechos —declaró el corregidor—. Komăr es un pastor de cabras. Si vos sabéis lo bien que las cabras saben cuidar de sí mismas, entonces también os imaginaréis el nivel mental de Komăr. Es de suponer que uno no se equivocaría al pensar que el macho cabrío lo considera un miembro de su rebaño, uno un poco retrasado.
—Nunca falta un roto para un descosido —dijo Andrej, lo cual le mereció una serie de miradas furiosas.
—En aquel día de hace tres semanas del cual se trata, hubo una partida de caza formada por los huéspedes de vuesa merced —dijo el prefecto Von Žerotin, inclinando la cabeza—. Los señores recorrían el bosque cuando de pronto los caballos se inquietaron; creyeron que tal vez se trataba de un oso, pero ¿desde cuándo hay osos tan cerca de la ciudad en esta época? Los señores exploraron los alrededores, hicieron ruido, golpearon los matorrales, en resumen: tomaron todas las medidas de prudencia, pero las cabalgaduras no se tranquilizaron. Se pusieron cada vez más nerviosas y agresivas.
Andrej escuchó sus palabras y no pudo evitar que un ligero escalofrío le recorriera la espalda. El despacho del emperador era un amplio salón con las cortinas corridas, y en los rincones reinaban las sombras. Una ligera corriente de aire hacía titilar la luz de la lámpara apoyada en la mesa, un soplo tan ligero que solo se notaba porque enfriaba los pies y las manos de manera casi imperceptible. Fuera, al otro lado de las cortinas echadas, reinaba un tibio día de primavera, pero allí dentro imperaba el invierno.
—Finalmente condujeron a los caballos de las riendas hasta que los animales se tranquilizaron. Era el fenómeno más extraño que jamás hubieran presenciado y lo más inquietante fue que ellos mismos de pronto también se sintieron más aliviados. Era como si un olor desagradable, más perceptible con la mente que con la nariz, hubiese desaparecido, como si un lento y apagado redoble de tambor que hacía vibrar las entrañas de pronto se hubiera vuelto inaudible.
Andrej contempló al corregidor con expresión consternada.
—Fue así, ¿verdad, señor?
—Así fue como me lo contaron —confirmó Karl von Žerotin.
—¿Es así como lo describieron vuestros huéspedes? ¿Eso de la vibración?
—¿Eh…?
La inesperada pregunta de Andrej pareció extrañar al corregidor.
—¿Una palpitación? ¿No se asemejaba más bien a una palpitación, señor? ¿Como el lento palpitar de un corazón malvado y poderoso que en parte parecía surgir del propio cuerpo y en parte de un lugar más allá de lo que cupiera imaginar? ¿Como si otra presencia procurara invadir el propio ser?
Los cuatro hombres sentados en torno a la mesa le lanzaron una mirada de extrañeza.
—¿Un palpitar que aumentaba cuando los pensamientos eran violentos? ¿Acaso sus huéspedes pensaron en matar? ¿En el golpe de gracia asestado a un animal moribundo que luchaba por su vida?
—¿Os encontráis bien? —preguntó el burgomaestre.
—Por favor —dijo Vilém Vlach.
—Convendría que nos atuviéramos a los hechos —dijo el corregidor no sin cierta irritación.
Andrej no despegó la mirada del rostro del prefecto. Karl von Žerotin parecía pensativo.
—No en tantas palabras —dijo por fin—, pero estoy convencido de que a eso se referían.
Las miradas del corregidor, del burgomaestre y de Vilém Vlach iban y venían entre Andrej y Žerotin.
—¿Alguna vez experimentasteis ese fenómeno vos mismo? —quiso saber el prefecto.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Andrej.
El corregidor se acomodó el atuendo, procuró retomar el hilo y contempló a Andrej con el ceño fruncido.
—Tres de los señores decidieron investigar. Habían seguido un sendero apisonado a través del sotobosque y apenas trescientos pasos más allá se abrió un claro en el que pastaba un rebaño de cabras.
—Las cabras formaban un círculo estrecho, los machos cabríos en el exterior, los corderos en el interior, y estaban tan nerviosos como durante una tormenta —dijo Andrej.
El corregidor lo contempló con desconfianza aún mayor.
—Ya he visto rebaños de cabras cuando fuera merodea un depredador —declaró Andrej—. Tengo razón, ¿verdad?
Los hombres no replicaron y su silencio le bastó. El burgomaestre y el corregidor miraron a Vilém Vlach, como preguntándole quién era ese extraño personaje. El único que contemplaba a Andrej con gran interés era el prefecto.
—Al borde del claro —añadió el corregidor al cabo de un instante—, descubrieron a Komăr…
—… y a su víctima —graznó el burgomaestre.
—… y a la joven —puntualizó el corregidor, y el burgomaestre alzó la vista con expresión furibunda—. Estaba muerta —añadió.
—Está claro que él la mató —dijo el burgomaestre.
—Ya no gozo del aprecio que el emperador me profesaba —dijo el prefecto en voz baja—. Temo que pronto seré destituido y me gustaría resolver este asunto antes de que ello ocurra.
—Pero no lo estáis resolviendo, mi señor —replicó Andrej—. El asunto solo quedará resuelto si ponéis en libertad a Komăr o si lo condenáis a muerte. Con eso que os proponéis solo postergáis el desenlace. Lo primero que hará vuestro sucesor será echar un vistazo a las mazmorras y si pertenece a los estamentos protestantes volverá a abrir el caso… y entonces someterán a la rueda a Komăr o lo hervirán en aceite, tal como la ley prevé para los violadores. Si tiene suerte, se limitarán a ahorcarlo.
El prefecto esquivó la mirada de Andrej.
—No quisiera que su sangre manchara mis manos.
—Tal vez os interesaría saber lo que le hicieron a la joven —intervino el corregidor. Andrej lo contempló y tuvo la sensación de que prefería no saberlo.
El corregidor le pasó una hoja de papel. Andrej la alisó: las manos inquietas del corregidor la habían arrugado, pero no tanto como para volverla ilegible. Necesitó el gesto para cobrar valor y de pronto se vio a sí mismo hacía veinte años, arrodillado en el suelo ante el cadáver de una joven que sostenía un niño medio muerto de hambre entre los brazos. Detestaba esos recuerdos, manchaban la evocación de los buenos tiempos, aunque de todos modos ya resultaba bastante difícil mantenerlos vivos porque habían sido muy breves. Tomó aliento y leyó.
Cuando terminó el escrito lo releyó, consciente de los cuatro pares de ojos que lo observaban. Sabía que su rostro permanecía inexpresivo, pero los demás ignoraban el esfuerzo que ello le suponía. Por fin alzó la vista.
—Aquí no pone nada acerca de que Komăr estuviera desnudo —observó.
—Puede que solo se hubiera bajado los pantalones —dijo el burgomaestre.
—Entonces lo pondría aquí. Sea quién fuere quien informó a vuesa merced, sin duda fue un observador atento.
—Tenía las manos manchadas de sangre —gruñó el burgomaestre.
—¿También el cuerpo? Dada la situación, debería haber estado empapado en sangre. ¿Había sangre en su miembro viril? Según esta descripción…
Andrej se encogió de hombros. El silencio se prolongó. «¿Por qué hago esto?», se preguntó, e intentó vanamente reprimir las imágenes que le había suscitado la lectura del informe.
—No —dijo el corregidor.
—Tal vez se lavó.
—En el informe pone que el grupo de cazadores lo encontró justo al lado del cadáver, no cerca de un abrevadero destinado a las cabras. Y las ropas de Komăr estaban secas.
—Puede que se limpiara la sangre cuando iba camino de la ciudad.
—Aquí pone que los señores lo derribaron y lo maniataron, y que Komăr solo recuperó el conocimiento poco antes de alcanzar las puertas de la ciudad.
—¡Maldita sea! —exclamó el burgomaestre.
—Por favor —intervino Vilém Vlach—, ¿de qué estamos hablando, exactamente? ¿Qué nos aconsejáis, señor Von Langenfels? ¿Qué nos aconsejáis, en vuestra calidad de persona de confianza de Su Majestad, el emperador Matías?
La mano de Vilém Vlach flotaba por encima de una hoja de papel cubierta de palabras apresuradamente garabateadas: el protocolo. En su mano derecha temblaba una pluma. Andrej entornó los ojos. No tenía ganas de interpretar la charada ni siquiera allí, donde estaban a solas, pero entonces comprendió que era necesario para esos hombres. Debían poder recordar que el hombre de confianza del emperador les había aconsejado que encarcelaran al cabrero. Porque de lo contrario nunca dejarían de recordar la cobardía que estaban demostrando, al igual que Andrej nunca olvidaría el rostro sin vida y tiznado de negro apenas lavado por la lluvia.
—¿Qué dice Komăr al respecto?
Los hombres lo contemplaron boquiabiertos.
—¿Qué?
—¿Qué dice Komăr de las acusaciones? Debe de haber dicho algo, ¿no?
—Dijo que no había sido él.
—¿Eso es todo?
Los interlocutores de Andrej intercambiaron una mirada.
—¿Eso es todo? —preguntó Andrej, alzando la voz.
Al principio Andrej creyó que se trataba de un gigantesco pájaro andrajoso acurrucado en el suelo, pero cuando los desgarbados miembros se estiraron y alzó la cabeza de los brazos que le rodeaban el cuerpo, más bien le pareció un mono. Al final empezó a parecerse un tanto a un ser humano que llevara muchos días prisionero en la oscuridad de una mazmorra sin saber por qué y que, haciendo un esfuerzo, se hubiera estrujado los sesos y hubiera comprendido que quien lo visitaba le dirigía la palabra. El miedo emanaba de él como un hedor. Una cadena le rodeaba el tobillo; le habían cortado los cabellos y ya le había vuelto a crecer una pelusilla. Andrej calculó que no tendría más de veinte años. «Casi la misma edad que Wenzel —pensó—. Un destino absurdo evitó que te convirtieras en algo parecido a esto, hijo mío. Sobre todo evitó que murieras cuando aún eras un bebé».
—Komăr… —dijo el prefecto.
El rostro del muchacho se crispó.
—¡Oh, señor, vuesa merced…! —murmuró, agitándose. Una sonrisa de idiota afloró a su rostro y volvió a desaparecer cuando clavó la mirada en el corregidor.
—Komăr: este hombre es un enviado del emperador —dijo el prefecto, señalando a Andrej.
—¡Oh Majestad, oh vuesa merced, oh Majestad…!
Los movimientos nerviosos se volvieron bruscos. Andrej bajó la vista: la mirada del prisionero le resultaba insoportable.
—Quiere saber lo que viste —dijo el corregidor.
La mirada de Komăr osciló entre ambos, movió los labios y agitó la cabeza de un lado a otro.
—No —gruñó—. ¡Nonononono…! —La agitación provocó un meneo de la cabeza y un crujido del cuello. Se agitaba tan violentamente que su saliva los salpicó—. ¡Nonononono…!
—¡Basta ya! —ordenó el corregidor.
Komăr se sobresaltó, retrocedió un paso y se encogió.
—¡Oh, Majestad…! —balbuceó el muchacho, quien alzó las manos y las extendió hacia Andrej—. ¡Oh, Majestad…!
Andrej se volvió bruscamente y dirigió una mirada furibunda al corregidor.
—¡Vámonos de aquí! —siseó—. ¡Dejemos en paz a este pobre muchacho!
El corregidor negó con la cabeza.
—¿Qué has visto, Komăr?
Komăr mantuvo las manos tendidas hacia Andrej y este se percató de que había retrocedido varios pasos y que lo había seguido hasta donde alcanzaba la cadena que le aprisionaba el tobillo. El cabrero zarandeó la cabeza.
—¿Qué viste, Komăr?
—¡N… no. No… nononono!
—¿Qué viste, Komăr?
El muchacho volvió a sacudir la cabeza, bajó los brazos y su cuerpo se encogió.
—¿Qué viste, Komăr?
—¡No! ¡No! ¡No!… —exclamó, y su voz se convirtió en un gemido en cuanto la alzó. Se acurrucó en el suelo y se cubrió la cabeza con los brazos—. ¡No, yo no fui! —gimió—. ¡Yo no fui, yo no fui!
—¿Qué viste…?
—¡Al diablo! —gritó Komăr, tras lo cual alzó la cabeza y clavó la vista en Andrej. El temor allí reflejado dejó al dignatario sin aliento y le causó un estremecimiento—. ¡Vi al diablo! —sollozó—. Oh, Majestad…, oh, vuesa merced…, vi al diablo, lo juro por Dios, lo vi, él la mató, le rajó el cuerpo y la sangre… oh Majestad, mucha sangre… ¡Fue el diablo, no fui yo, no fui yo! Lo hizo el diablo. ¡Lo vi, era el diablo, Majestad, y rio y danzó!
—Es lo mismo que ha dicho cada vez —explicó el corregidor cuando volvieron a encontrarse ante la puerta de la prisión. Hizo un gesto de rechazo, pero a juzgar por la expresión de su rostro era evidente que estaba mucho más afectado de lo que fingía.
—No fue él —declaró Andrej.
—Por favor —replicó Vilém—, eso ya lo sabíamos.
—Se ha producido un delito —dijo Andrej—, pero en vez de esclarecerlo lo encubrís, por cobardía y por oportunismo político. Incluso lo exageráis. Siempre consideré que la historia del constructor que deformó la torrecilla central situada por encima de la puerta del Ayuntamiento, y que supuestamente lo hizo por la rabia que le daba la hipocresía del consejo municipal de Brno, era un cuento de viejas. Hoy comienzo a albergar mis dudas. Me agradó hacer negocios con vos, Vilém, pero si el precio consiste en participar en vuestra cobardía no puedo permitírmelo. Tendréis que tomar la decisión vosotros mismos.
Andrej dio media vuelta y se alejó. Los demás se quedaron ante la puerta siguiéndolo con la mirada, y si gritaron algo a sus espaldas, él no lo oyó. Lo que oía era el doloroso palpitar de su corazón… y el eco de otro palpitar ajeno y poderoso que creyó oír cuando estaba en la mazmorra. Por un instante sopesó la idea de ceder y asumir la responsabilidad de que un hombre inocente permaneciera encerrado durante el resto de su vida.