9

De camino a casa Agnes se preguntó quién había hablado en ella: ¿la voz de Cyprian, que había recitado la leyenda de la hilandera al pie de la cruz, o la suya propia? Pero en última instancia, dicha pregunta también había obtenido respuesta: la suya. Su propia alma se había apoderado de la voz de él porque de un modo inconsciente tenía claro que esa era la única a la que le prestaría oídos. Ella era Agnes Khlesl, Wiegant de soltera. Su nombre real habría sido Langenfels si el destino no hubiese realizado una de sus absurdas cabriolas con su vida. Como Agnes Wiegant tuvo que descubrir que en realidad hubiera sido Agnes von Langenfels y que su único deseo era convertirse en Agnes Khlesl. Si uno cambiaba de piel con suficiente frecuencia aparecía el núcleo interior, ese que conformaba la persona real. En el caso de Agnes lo que apareció fue el núcleo de una persona que cogía su propio destino con las manos, que no tenía la menor intención de entregarle las riendas a nadie y que creía que el amor nunca moría.

Cyprian representaba ese amor. Su propio corazón había hablado con la voz de él, para recordárselo.

Cuando vio a los guardias reunidos ante la entrada de su casa siguió caminando sin vacilar y al reconocer a Sebastian junto al jefe del grupo no retrocedió. El jefe la contempló y después se quitó el sombrero con ademán respetuoso.

—Señora…

—Me disponía a convenceros de que debió de tratarse de un malentendido —dijo Sebastian en tono untuoso y procuró, pero sin éxito, disimular la alegría causada porque Agnes se vería obligada a mostrarse agradecida por sus esfuerzos por impedir que la detuvieran y la alegría aún mayor porque dichos esfuerzos resultarían inútiles, claro está.

—Habéis venido a detenerme —dijo Agnes.

—Eh… —tartamudeó el jefe, desconcertado ante tanta franqueza.

—Un malentendido, tal como acabo de informaros… —declaró Sebastian y tomó aire.

—Estoy en vuestras manos —lo interrumpió Agnes, y miró al jefe a los ojos.

—Eh… de acuerdo…

—Pero no, Agnes, estoy intentando resolver este asunto…

—Tengo hijos. No querréis arrancarlos de los brazos de su madre, ¿verdad?

—Desde luego que no —se apresuró a responder el jefe, y cayó en la trampa que Agnes le tendía—. Ellos os acompañarán a la cárcel.

—Sí —dijo Agnes—. La ley es dura, pero justa.

—Solo cumplimos con nuestro deber, señora.

—Y yo estoy cooperando, ¿verdad, señor coronel?

—Suboficial, solo suboficial… ejem… eh… sí… —El jefe se rascó la entrepierna y luego, al recordar que estaba en presencia de una mujer, se apresuró a rascarse la barriga—. Eh…

—¡Pobres niños! —exclamó Agnes de pronto, y ocultó el rostro entre las manos.

—Pero…

—Las cárceles están repletas y son muy frías. Los pequeños son muy delicados, caerán enfermos.

—Pero eso no es en absoluto…

—Morirán —dijo Agnes, entre los dedos—. Y yo moriré de pena. ¡Ojalá hubiese huido en vez de ponerme en vuestras manos, señor coronel!

—Suboficial, señora, solo suboficial —repitió el jefe, y su voz denotaba su desesperación cada vez mayor.

—¡Mis hijos son inocentes, señor coronel! ¡Y yo también lo soy! Cuatro personas inocentes morirán porque confié en vos. Pero os perdono, señor coronel, os perdono. No podéis hacer otra cosa.

—Puedo…

—Podríamos haber huido. Pero no lo hicimos porque confiamos en la ley y en la justicia y estamos persuadidos de que todas las acusaciones en contra de nosotros son falsas. Pero así es como nos agradecen nuestra confianza.

—Hombres, decidle a la señora que lo de la cárcel está arreglado. Eh…

Los guardias le lanzaron una mirada atónita a su jefe.

—De acuerdo —dijo el jefe con voz resignada—. De acuerdo.

—¿Tenéis hijos, señor coronel? ¿Hijos pequeños y dulces que os contemplan llenos de confianza porque saben que su padre es un hombre justo?

—¡Eh, vos! —gritó el jefe, dirigiéndose a Sebastian. Este pegó un respingo—. Dijisteis que erais el dueño de la casa, ¿no?

—Sí, quiero decir… Todavía no…

Agnes separó las manos de la cara; Sebastian esquivó la mirada que le lanzó.

—Pues entonces la señora permanecerá bajo arresto domiciliario. ¡Y vos sois responsable de que se encuentre bien, tanto ella como los niños!

—¡Que no! —gritó Sebastian, y luego se apresuró a cerrar el pico.

—Y de que no se largue —le sopló uno de los guardias al jefe.

—Correcto. Responderéis de ello ante mí. ¿Comprendido?

—Pero…

El jefe se enderezó, sus hombres pasaron sus armas de una mano con un sonido muy marcial.

—¿COMPRENDIDO?

—Sí —gruñó Sebastian.

El jefe se volvió hacia Agnes y volvió a saludarla inclinando el ala del sombrero.

—¿Lo veis, señora?

Agnes decidió que no debía exagerar. Abrazó al jefe y le dio un beso en la mejilla.

—Dios os recompensará, señor coronel.

—Está bien, está bien. Y… suboficial, señora, solo suboficial. ¡Y vosotros, en marcha! ¿Acaso oigo risas? ¡Os arrastraré por el suelo hasta que se os caiga el culo! Perdón, señora.

Agnes contempló a los guardias que se alejaban hasta que desaparecieron detrás de una esquina. Después pasó junto a Sebastian y entró en la casa sin dignarse a mirarlo.

Mientras remontaba las escaleras y se dirigía a su alcoba, el triunfo que acababa de alcanzar se volvió insípido. ¿Qué había logrado, salvo intercambiar la amenaza de la cárcel por la jaula más confortable de su hogar? Ella y sus hijos seguían siendo prisioneros al igual que antes, a merced de las calumnias del hombre que ella misma había convertido en su carcelero. Pero no lo había maquinado solo por la comodidad o por temor ante las condiciones realmente catastróficas de las mazmorras de Praga. Había tenido en cuenta que escapar de la cárcel era imposible; sin embargo, escapar de su propia casa, no. Sebastian se esforzaría al máximo por vigilar sus pasos, desde luego, pero ella contaba con encontrar la oportunidad de engañarlo.

«No trates de convencerte —se dijo—. ¿Huir? ¿Adónde pretendes huir? ¿O de quién? Todo lo que posees está aquí. No deberías huir, sino luchar por ello».

La verdad, se contestó a sí misma, era que todo lo que había allí le importaba más bien poco, a excepción de los niños. Aquello que había llenado su corazón estaba perdido: el amor de Cyprian. Y por eso no fue la idea de huir lo que la impulsaba sino la de emprender una…

… ¿búsqueda?

«¿Qué pretendes buscar? ¿Restos de ropas? ¿Huesos? ¿Adónde ha de conducirte tu viaje? ¿Hasta el mar Negro?».

Ella no lo sabía. Solo sabía que no debía abandonar hasta encontrarse frente a la prueba irrefutable que Cyprian estaba muerto. Se avergonzaba de haberse entregado a la pena hasta el punto de que la duda ya no había hallado lugar en su alma.

Sin darse cuenta, se había detenido en el descansillo de la escalera. La puerta, tras la cual se encontraba la pequeña alcoba en la que había alojado a Leona, era la más próxima. Apenas se había ocupado de la anciana y aún menos de la petición que la había llevado hasta allí. La búsqueda de Cyprian —o de una prueba de su muerte— era lo único a lo que la esperanza de Agnes todavía se aferraba. Y la creencia de que ella y Cyprian podían ayudarle era la esperanza a la que se había aferrado Leona. Agnes se sentía mal… y aún peor cuando se dio cuenta de que una parte de su corazón ya había comenzado a negociar: «si ayudo a Leona, Dios, eso será una buena acción. ¿Me recompensarás ayudándome en la búsqueda de mi amor perdido?».

Bajó el pestillo con repentino espíritu emprendedor. Hablaría con Leona y consultaría con Alexandra. No estaba tan sola como había creído, tenía una hija inteligente, determinada y valiente, y si alguna vez había llegado el momento en el cual una madre debía confiar en la fuerza de su hija, era ese.

Sorprendida, clavó la vista en la cama vacía.

—Te consideras tan lista —oyó la voz del gordo Sebastian a sus espaldas—. Pero no sabes nada. La buena pieza de tu hija se ha largado con la mendiga, que nos ha salido muy cara. No la detuve.

Agnes se volvió. Sebastian, que se había mantenido a dos pasos de distancia, retrocedió aún más y ella tuvo la sensación de que en algún lugar alguien se reía de sus patéticos intentos de negociar con la suerte. De pronto sospechó cómo se sentía alguien que se apartaba de Dios porque ya no esperaba nada de Él. Sospechó que si de repente apareciera el diablo, sostuviera su Biblia ante su rostro y dijera: «¡dejaré a tus enemigos en tus manos si caes de rodillas y me adoras!» habría cedido a la tentación. Ello la asustó aún más que reconocer que su hija la había dejado en la estacada.

—¡Esto es lo que elegiste, en vez de escogerme a mí! —exclamó Sebastian—. Esto es lo que tú llamas tu familia. ¿Te enorgulleces de ello? —chilló, y lanzó un salivazo al suelo.

Miles de réplicas se le cruzaron por la cabeza, pero no pronunció ninguna. Se dirigió a su alcoba, cerró la puerta, se sentó en la cama y se sumió en la desesperación.

El guardián de la Biblia del Diablo
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