9
Cuando Cyprian vio que los monjes se apiñaban y que de repente uno de ellos abandonaba el grupo, corría camino abajo hacia el prado agitando los brazos, caía en medio de la nieve y trataba de alejarse a rastras presa del pánico, comprendió que para los benedictinos ellos debían de presentar el aspecto de los cuatro jinetes del Apocalipsis. Indicó a los hombres que se detuvieran y avanzó al trote hacia los monjes, solo acompañado por Andrej. Vio el arcón suspendido entre las mulas y sintió cierto alivio… y por primera vez desde su apresurada partida de Praga, también recuperó la sensación de su propio cuerpo. En los últimos días apenas habían dormido y primero se habían dirigido a Braunau para controlar que todo estuviese en orden; el hecho de que el día anterior no se hubieran topado con el grupo del abad Wolfgang lo sorprendió. Ignoraba que el desencuentro se debía al atajo que habían tomado los monjes a través de Friedstock y Kirchberg.
—No querrá oír que el convento ha sido totalmente saqueado —advirtió Andrej.
Cyprian meneó la cabeza. El abad tampoco querría oír que dos protestantes habían muerto cuando desde una casa dispararon con un mosquete contra la turba que había destrozado el convento, ni que después sacaron a rastras al joven tirador de su casa y lo colgaron ante los ojos de su familia.
—Estoy demasiado viejo para estas cosas —gruñó y observó que, en vista de que sus hermanos no eran masacrados, el huido se ponía en pie, avergonzado, y regresaba junto a los demás.
El abad se había colocado delante de su comunidad. El viento le había arrancado la capucha de la cabeza y Cyprian lo contempló entornando los ojos. Si alguna vez había visto a alguien carcomido por sus sentimientos, ese era el abad Wolfgang Selender. Lo habían llevado a Braunau para que custodiara la Biblia del Diablo, se enfrentara al protestantismo en auge y convirtiera el convento en un baluarte de la fe cristiana en una comarca caída en la herejía. Había fracasado en todo, y el hecho de que no fuera culpable de ello no mejoraba el asunto. Cyprian consideró que podía comprenderlo, y también su rabia.
Empujó hacia atrás la capucha forrada de piel de su manto, recordó que hacía veinte años había cabalgado hasta allí desde Praga en mangas de camisa sin morir de frío y saludó al abad con una inclinación de la cabeza.
Al reconocer a Cyprian el abad frunció el ceño.
—Marchaos —graznó.
Andrej se inclinó hacia Cyprian.
—Debe de referirse a ti. A mí todos me dan la bienvenida en todas partes.
—Dirigirse a Starkstadt carece de sentido —dijo Cyprian.
—¿Y eso que os importa, a vos y a vuestro compinche?
—¿Lo ves? —comentó Cyprian—. Tú tampoco le caes bien.
Andrej se encogió de hombros.
—Eso me pasa por viajar en malas compañías.
Cyprian le arrojó las riendas a Andrej y desmontó. Le dolía todo el cuerpo y, cuando sus pies tocaron el suelo, solo el hecho de tener las piernas tan entumecidas impidió que cedieran sus rodillas. Se acercó al abad y a los monjes como si tuviera las botas llenas de astillas de vidrio.
—¿Sabéis por qué el barón Hertwig aún conserva el poder, aunque ya no le queda ni un solo diente y la gota le ha hinchado las rodillas hasta que estas parecen cabezas?
El abad Wolfgang le dirigió una mirada llena de amargura y todos los monjes dieron un paso atrás.
—Starkstadt es una ciudad, pero el número de sus habitantes no supera a los protestantes capaces de portar armas que Braunau es capaz de reunir. Si una delegación de Braunau se lo exige, el barón Hertwig os entregará a vos y a los vuestros en el acto.
—¿Ya han iniciado la caza sobre nosotros?
Quizá lo mejor era dirigir la ira del abad sobre un objetivo distinto.
—Todavía no —dijo Cyprian—. Hasta ayer por la noche aún se dedicaban a hacer trizas vuestro inventario.
El grupo de monjes soltó gritos de espanto y varios hermanos se persignaron.
—¿Habéis acudido aquí para regodearos de mi situación? —preguntó el abad con amargura—. ¿Os envía el cardenal?
Cyprian se volvió. Andrej se había situado a su lado; a él no se le notaba el esfuerzo que había supuesto la cabalgada.
—Alegraos, reverendo padre —dijo Andrej con un suspiro—, de que no os oigáis hablar, porque las tonterías que oiríais os espantarían.
Una breve sonrisa se deslizó por el rostro de un monje gordo que estaba de pie cerca del abad, pero se apagó en el acto. Furibundo, Wolfgang cerró los ojos y respiró entrecortadamente.
—¿Está vacío el arcón? —preguntó Cyprian.
—Eso es lo único que os importa —murmuró el abad sin abrir los ojos—. Vosotros me trasladasteis aquí para proteger la fe, pero lo único que os interesa es el arcón. El códice. El legado del diablo os resulta más importante que la fe en Dios. Estáis tan condenados como los herejes de Braunau.
—¿Está vacío?
El abad abrió los ojos y lo fulminó con la mirada.
—Por supuesto que no.
Cyprian volvió la vista hacia Andrej y este asintió con expresión sombría.
—Las mulas están demasiado tranquilas —dijo.
—Dadme la llave —dijo Cyprian, tendiendo la mano.
—¡Idos al infierno!
—Todos iremos allí. Dadme la llave.
El abad negó con la cabeza. Cyprian inspiró hondo.
—Bien —dijo—. Actuaremos como hombres adultos. Apartémonos un poco… y entonces vos me escucharéis unos momentos y olvidaréis que queréis echarle la culpa a mi tío de todo lo que ha salido mal en vuestra vida en los últimos años —añadió, y percibió la mirada de soslayo que le lanzaba Andrej—. Por favor —terminó.
El monje gordo se acercó a su superior y se dispuso a susurrarle unas palabras al oído, pero el abad se lo quitó de encima. Cyprian lo contempló.
—¿Qué puesto ocupáis?
—Soy el hermano cillerero.
—¿Sabéis lo que alberga ese arcón?
—Todos los hermanos consejeros lo saben —asintió el cillerero, y se persignó.
—Ahora hablaremos con vuestro cillerero, reverendo padre —dijo Cyprian—. Seré muy sincero: me resulta completamente indiferente que participéis, o no. Y también me resulta completamente indiferente que después me vea obligado a arrastraros por la nieve para arrebataros la llave. Preferiría arreglar este asunto como si fuésemos hombres sensatos, pero mi amigo y yo no hemos cabalgado hasta aquí en compañía de la mitad de la guardia de corps del cardenal Khlesl como perseguidos por las Furias solo para que vos nos pongáis cortapisas.
—Cyprian…
—¡Que el diablo os lleve a vos, a vuestro tío y a todos vuestros amigos!
—Y yo digo que el Señor nos proteja a todos y también a los vuestros. ¿Estamos en paz?
El abad indicó a dos monjes que se aproximaran. Cyprian recordaba a uno de ellos; lo había visto durante su última visita a Braunau: era el nervioso portero. Pero ya no parecía nervioso; el otro resultó ser el maestro de novicios. Todos se apartaron unos pasos.
—El cardenal Khlesl y Andrej von Langenfels… —dijo Cyprian y Andrej hizo una leve inclinación de la cabeza—… tienen la siguiente teoría: que durante los disturbios tras la muerte del emperador Rodolfo la Biblia del Diablo fue robada.
—Pero si vos visteis… —dijo el abad.
—Aguardad. ¿Sabéis que existen dos ejemplares del códice: el original, procedente del convento de Podlaschitz y la copia que hizo confeccionar el emperador Federico II von Hohenstaufen? ¿Y que hace casi veinticinco años, cuando se hizo cargo del códice conservado en el convento de Braunau, en realidad el emperador Rodolfo solo recibió la copia? ¿La reproducción que no tiene la clave del código en que está redactada la Biblia del Diablo?
El abad Wolfgang asintió en silencio. Los otros tres monjes se quedaron boquiabiertos. Al parecer, el reverendo padre no los había puesto al corriente de los detalles, pero fueron lo bastante prudentes como para escuchar en silencio. Cyprian percibió las miradas de los monjes comunes en la espalda y su temerosa curiosidad era como dedos que le recorrían el espinazo. Entonces habló en voz todavía más baja.
—Inmediatamente después de la muerte de Rodolfo, mi tío se encargó de que retiraran el ejemplar del emperador del gabinete de curiosidades. Era evidente que Matías de Habsburgo heredaría la corona imperial de su hermano y todos estaban al corriente del rechazo que la cámara de maravillas inspiraba en Matías. El peligro de que alguien se hiciera con la Biblia del Diablo y se diera cuenta de que no era el original era demasiado grande… ya que entonces la cacería por hacerse con el códice volvería a empezar.
—Los custodios pagaron el original con sus vidas —dijo el abad Wolfgang.
—El cardenal Khlesl recibió la ayuda del canciller imperial Zdenĕk von Lobkowicz y de Jan Lohelius, Maestro de la Orden y actualmente arzobispo de Praga. Se encargó de ocultar muy bien la copia de la Biblia del Diablo.
—Cuando a finales del año pasado regresamos a Praga tras visitaros nos dirigimos al escondite —prosiguió Andrej—. El arcón estaba allí, pero no contenía la copia del códice. Creemos que os engañaron con el supuesto robo fracasado, reverendo padre. Intercambiaron ambos libros. Quien quitó la copia del gabinete de curiosidades de Praga la transportó a Braunau y fingió que su intento de robar el original había fracasado. Pero en realidad, desde ese día vos protegéis la copia de la Biblia del Diablo.
—Alguien puede haber encontrado el escondite de Praga del cardenal Khlesl y haberse apoderado de la copia —objetó el cillerero.
Cyprian se encogió de hombros.
—El arcón y los candados estaban intactos. Y lo que encontramos en el arcón demuestra que la copia fue robada el día que el cardenal la hizo retirar del gabinete de curiosidades.
—¿Qué dicen el canciller imperial y el arzobispo?
—El canciller imperial Lobkowicz está en Viena. El arzobispo Lohelius solo recuerda que el canciller encargó la misión a hombres de su confianza. Mi tío le cree.
—¡Vuestra teoría es un disparate! —siseó el abad, señalando el arcón—. La Biblia del Diablo está ahí dentro, a buen recaudo. ¡Vos solo queréis acusarnos a mí y a mi comunidad de haber fracasado en la debida vigilancia de esa cosa!
—¿Conocéis la historia de las mulas que, durante el transporte de la Biblia del Diablo de Podlaschitz a Braunau, casi se volvieron locas debido al terror que les causaba el contenido del arcón? —preguntó Cyprian, e indicó las mulas que permanecían absolutamente tranquilas y con las orejas colgando en medio del viento helado—. La auténtica Biblia del Diablo es el foco del Mal y los animales lo perciben. Si el original estuviese aquí, lo notarían. Ese arcón contiene la inofensiva copia encargada por el emperador Federico II.
—¿Y vos os creéis capaz de establecer la diferencia?
—No necesito establecerla. Si las mulas no se vuelven locas, o bien el arcón está vacío o bien alberga la copia. Así que dadme la llave para que pueda comprobarlo.
El abad negó con la cabeza.
—Dada toda esa ira que os embarga —dijo Andrej de pronto—, ¿no deberíais oír el eco de la Biblia del Diablo en vuestra alma? Todos quienes se entregan al odio lo perciben. ¿Lo percibís vos?
—No me he entregado al odio —susurró el abad con voz ahogada.
Cyprian notó que los tres hermanos consejeros lanzaban miradas pensativas a su abad.
—Sé de lo que estoy hablando —dijo Andrej.
—Estos hombres quieren ayudarnos, reverendo padre —intervino el cillerero.
—Si quisieran robar la Biblia del Diablo bastaba con que nos mataran a todos —señaló el portero.
El abad Wolfgang se volvió bruscamente.
—¡Sé que no quieren robarla! —exclamó—. ¡No digas tonterías!
El portero extendió los brazos.
—Entonces, ¿por qué no permitir que le eche un vistazo, reverendo padre?
El abad clavó la vista en sus tres suplentes. Ellos no bajaron la mirada.
—Sois unos pecadores —murmuró por fin en tono casi inaudible—. Infringís la quinta regla de san Benito.
El cillerero dirigió una mirada a Cyprian y este comprendió. Él y Andrej se alejaron unos pasos para no escuchar la conversación. Los cuatro monjes hablaron en voz baja, el abad visiblemente molesto. Cyprian sabía lo que discutirían. La regla de san Benito decía que en todos los asuntos importantes el abad debía contar con el consejo de los hermanos, aun cuando fuese él quien tomara la decisión. Los hermanos no tenían permiso de aferrarse obstinadamente a su punto de vista, pero por otra parte era su deber manifestar su opinión de manera directa. Si existiera un desacuerdo, este en ningún caso debía traspasar los muros del convento. Y eso era lo que estaba ocurriendo: al excluir a Cyprian y a Andrej, la disputa quedaba entre ellos. Cyprian pegó un puntapié a un montón de nieve y maldijo a los monjes y a su adhesión a las reglas en una situación como esa.
—Llevamos al menos un día de ventaja —comentó Andrej, que, como siempre, había adivinado los pensamientos de su amigo—. Si a quienes dispusieron el intercambio les preocupa que su acto pueda salir a la luz ahora que los monjes huyen y si han emprendido camino hacia aquí, no llegarán antes de mañana.
—Solo estaré tranquilo cuando esa condenada cosa llegue a su escondite en la vieja ruina. Y hasta Praga hay un largo trecho.
—Contamos con el refuerzo de los soldados.
—¿Acaso crees que los otros acudirán solos?
—¿Quiénes son los otros, Cyprian?
—Si tú lo sabes, dímelo.
Ambos se contemplaron con expresión disgustada.
Los monjes pusieron fin a su conversación. El abad Wolfgang mantenía la cabeza gacha, al tiempo que los otros tres monjes lo contemplaban con expresión compasiva. Cuando el cillerero echó a andar, el abad se volvió bruscamente, se acercó a Cyprian y Andrej y les tendió la llave en silencio. El primero la recibió también en silencio, se dirigió al arcón, abrió el candado y levantó la tapa. Clavó la vista en el interior y al cabo de un momento volvió a cerrar la tapa, envolvió el arcón con las cadenas, cerró el candado y devolvió la llave al abad. Percibió la mirada de Andrej e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
—No podía ser de otra manera, ¿verdad? —dijo Andrej, suspirando.
—Os acompañaremos a vos y a vuestra comunidad hasta Praga —dijo Cyprian—. Solo logro imaginar un único lugar seguro, y ese es bajo la protección del cardenal Khlesl.