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Cuando el cardenal Melchior se aproximó a la Puerta de los Sacramentos para abandonar la basílica de San Pedro percibió un resplandor con el rabillo del ojo y se volvió. Ante la capilla de la Piedad había una figura vestida de blanco y a sus espaldas se elevaba la estatua de mármol de Miguel Ángel; durante un momento era como si la solitaria figura aunara el inmenso pesar y la fe en un nuevo principio. Echó un vistazo al canciller imperial que se había adelantado, pero este siguió caminando y fingió no haber visto nada. Melchior se detuvo, luego se volvió, se acercó a la capilla con pasos lentos e inclinó la cabeza.
—Dios sea con vos, Eminencia —dijo Polyxena von Lobkowicz.
—Y con vos, hija mía.
Ella le tendió un arrugado pergamino, él lo aceptó. Era un garabateado dibujo que representaba el árbol genealógico de las casas Pernstein y Lobkowicz. En un casillero adicional en el que una mancha de tinta se había convertido en una calavera aparecía una fecha. Melchior entornó los ojos; la fecha era de hacía un par de semanas. Detrás aparecía una cruz. Polyxena von Lobkowicz asintió con la cabeza.
—Estoy seguro de que fue una persona notable —dijo el cardenal.
—Nuestro padre consideraba que el diablo en persona le había jugado una mala pasada cuando vio la mancha por primera vez. Nuestra madre creía que las oraciones diarias y una rigurosa lectura de la Biblia impedirían que el diablo se apoderara de ella. ¿Qué podría haber creído ella, salvo que su destino estaba ya escrito?
—No creo que fuera tan sencillo.
La esposa del canciller imperial se encogió de hombros.
—Ella siempre formó parte de mí. Lo único que yo deseaba era verla feliz; ahora me falta la mitad de mi alma. Hizo cosas tan atroces que ni siquiera puedo pensar en ello sin estremecerme. Sin embargo, la echo de menos, como si alguien me hubiese arrancado el corazón.
—Al final, vos lograsteis resistir la tentación del Mal.
—Aquel día, cuando después de la defenestración los señores Martinitz, Slavata y su escribiente se refugiaron en mi casa, de pronto comprendí que ella realmente había conseguido el poder de impulsar el imperio a la guerra. Antes había dudado de ello. Y tuve que detenerla.
—Puede que vuestro conocimiento haya llegado demasiado tarde.
—Solo podemos luchar contra el Mal… y albergar esperanzas. Nunca es demasiado tarde para la esperanza.
Melchior le devolvió el pergamino, pero la mujer del canciller imperial no lo aceptó.
—Habría podido impedir todo eso si hubiera sido lo bastante fuerte —dijo Polyxena.
—Es imposible convencer a alguien para que renuncie al Mal. Es un paso que cada uno ha de dar por sí mismo… o perecer.
—Sabéis de lo que estáis hablando, desde luego.
—No —contestó él, suspirando—. No, no lo sé. Dediqué media vida a luchar contra la tentación de la Biblia del Diablo y ni una sola vez encontré el valor de enfrentarme a ella en persona.
—¿Acaso queréis decir que vos mismo considerasteis que vuestra fe no era lo bastante firme?
—Querida mía —dijo Melchior con una sonrisa e indicó la imagen de la Virgen María petrificada de dolor que se elevaba a espaldas de Polyxena—, alguien que está convencido de que su fe es lo bastante firme ya se encuentra a mitad de camino de la oscuridad.
Ella lo contempló, luego se volvió, se arrodilló en el banco ante la capilla y empezó a rezar. Melchior la contempló unos momentos desde atrás, recordó su belleza y halló otra belleza muy diferente, pero el mismo dolor. Se persignó en silencio y abandonó la capilla.