25
Tras llegar a Praga, Filippo sabía que, de momento, su viaje había acabado. Se encontraba en el gran puente y miró en derredor, contemplando el castillo posado en las altas rocas, los tejados y las fachadas de Malá Strana y las docenas de torres que se elevaban entre los edificios de la Ciudad Vieja, y comprendió que había hallado el oscuro mellizo de Roma, su ciudad natal. Y no se trataba de que Roma no poseyera bastantes aspectos oscuros —más numerosos que los luminosos, si uno se lo tomaba al pie de la letra—, pero en sí, la ciudad presentaba un aspecto luminoso. En cambio, Praga parecía más sombría que Roma, parecía albergar más secretos, poseer callejuelas y rincones ocultos más profundos y tenebrosos. En la Roma nocturna de la superchería y los trasgos, legiones de fantasmas deambulaban con tambores y fanfarrias a través de las callejuelas, de camino a la muerte en tierras remotas, cinco mil despedidas frustradas por cada legión, que sujetaba sus almas al hogar y a su camaradería más allá de la muerte. En cambio en las plazas de Praga vagaban suspirantes fantasmas de amantes desairados, traidores ahorcados y alquimistas llevados por el diablo, solitarios trasgos que se adelantaban a solitarios Golem.
En Viena habían informado a Filippo de que el obispo, cardenal Melchior Khlesl, se encontraba en Praga. El viaje al norte a principios de adviento había resultado difícil. Filippo se había sentido como uno de esos trasgos abandonados mientras recorría los caminos helados a través del interminable crepúsculo. Si no hubiese estado viajando hacía meses, quizá no habría tenido fuerzas para llevar a cabo esa última etapa del viaje. Si no hubiera hecho tanto tiempo que recorría esos caminos en solitario, tan desierto que ciertas noches llegó a creer que él mismo solo era un fantasma condenado a recorrer el mundo debido a sus dudas hasta que un alma caritativa se apiadara de él, tal vez habría abandonado. Pero un vacío en el alma puede impulsar a una persona a seguir su camino, tanto o más que un corazón henchido de fe y confianza.
Al llegar al palacio arzobispal situado ante las puertas del castillo, Filippo descubrió que le vedaban el paso. Estaba preparado para ello; en Viena le ocurrió exactamente lo mismo. Pero existía una palabra mágica, y si bien cada vez le causaba dolor de estómago, también la empleó allí.
—Soy el padre Filippo Caffarelli, hermano del cardenal Scipione de Roma, arzobispo de Bolonia, penitenciario mayor y cardenal nepote del Santo Padre —declaró, y pensó en Vittoria y en el rechazo que los había unido a ambos frente a su hermano mayor.
Ese día Filippo recurrió al nombre del cardenal para demostrar su propia legitimidad. Una persona podía reflexionar largamente sobre quién era cuando se veía obligado a echar mano del nombre del hombre a quien más odiaba para que lo trataran con respeto. Por supuesto que el hombre a quien más odiaba lo ignoraba por completo, y en el improbable caso de que hubiese llegado a sus gordos oídos que su hermanito Filippo había abandonado su puesto de Santa Maria in Palmis sin permiso y que a partir de entonces había desaparecido, como mucho hubiera soltado un par de apresuradas palabras distanciándose de él, a fin de no desacreditarse debido a la conducta de Filippo. Lo único que preocupaba a Filippo era la certeza de que cada vez que se ocultaba tras el nombre de Scipione, Vittoria se revolvía en su tumba.
—Traigo un mensaje urgente y secreto del Santo Padre, en nombre del cardenal —dijo.
Como siempre, la palabra mágica surtió efecto. Quien aún dudara de que el poderoso cardenal Caffarelli hubiera enviado a un espantapájaros como Filippo, en última instancia se convencía gracias a las palabras «urgente» y «secreto». Los agentes solían viajar sin llamar la atención y algo que llamara menos la atención que un desharrapado clérigo resultaba casi inimaginable.
El arzobispo Jan Lohelius se encontraba presa de una excitación tan improbablemente cristiana como escasamente adventista. La puerta de su escritorio estaba abierta, escribientes entraban y salían a toda prisa, un secretario se había arremangado a pesar de las corrientes de aire y supervisaba a media docena de copistas que duplicaban documentos. Los amanuenses estaban tan cubiertos de manchas de tinta negra que presentaban el aspecto de mineros en un pozo de carbón. Un lacayo condujo a Filippo hasta el umbral y luego intentó en vano llamar la atención. El arzobispo Lohelius reinaba en medio del trajín como un general cuyo frente se hubiera desmoronado por completo, cuyas tropas disueltas pululaban en medio del campo de batalla y luchaban entre ellas en vez de contra el enemigo y quien, en vez de actuar, se quejaba ante el dios de la guerra preguntando por qué le habían enviado semejante prueba, precisamente a él. En su entorno era considerado un hombre decidido, algo atribuible a la circunstancia de que solo se rodeaba de escribientes y secretarios de la Orden de los Cruzados que llevaban la cruz roja, que le eran absolutamente leales y que también se veían afectados por el trajín de su Gran Maestre cuando se trataba de tomar decisiones, pero evitando que se notara. La indecisión de Lohelius al principio de su carrera —en aquel entonces era el abad del convento de Strahov— cuando le ofrecieron el puesto de obispo auxiliar de Praga y decidió rechazarlo, no lo había afectado de manera negativa y con el tiempo acabó olvidándose, y su pequeño ejército de fieles hermanos se encargaba de ocultar que esta característica suya no había mejorado, en parte gracias a la energía del arzobispo, Gran Maestre de la Orden, vicario general de la orden de los premonstratenses y abad de Strahov (aún lo era).
Por fin la mirada del arzobispo se posó en el recién llegado y su acompañante, y el hombre que estaba de pie al lado de Filippo se enderezó.
—¡Padre Philipp Kasparelius de Roma, reverendo padre! —gritó, con la autosuficiencia de los lacayos que han comprendido mal un nombre, pero que saben que da igual, pues para imponerlo basta con repetir el equivocado a menudo y a voz en cuello.
El arzobispo lanzó una mirada perpleja a Filippo.
—¡Con un mensaje secreto del Papa! —proclamó el lacayo, alzando la voz aún más.
Un cambio desconcertante se produjo en el rostro de Lohelius hasta adoptar una expresión similar a la de quien estando a punto de morir ahogado de repente le tienden un palo salvador. El arzobispo se apresuró a estrechar la mano de Filippo y lo condujo hasta una ventana.
—¡Por fin, amigo mío, por fin! —dijo Lohelius—. No os imagináis con cuánta ansiedad aguardaba vuestra llegada. O al menos un mensaje. Pero que el papa Pablo me envíe un hombre de su confianza… —añadió Lohelius y, alegremente sorprendido, meneó la cabeza.
—No comprendo tu idioma, por desgracia —respondió Filippo en latín, a pesar de que sus conocimientos lingüísticos eran mucho más amplios de lo que pretendía.
—¡Oh! Vaya… —murmuró el obispo y, sin el menor esfuerzo, pasó a la lengua del antiguo Imperio romano, convertido con el tiempo en el idioma universal de la Iglesia católica—. Supongo que el Santo Padre te ha puesto al corriente de la situación, ¿verdad?
Filippo titubeó: el giro era inesperado.
—¿El cierre de iglesias? —preguntó el arzobispo Lohelius.
Filippo tenía la sensación de que debía seguirle el juego si pretendía llegar más allá con el arzobispo.
—El Santo Padre consideró que tú tendrías una visión más amplia del asunto —dijo.
Lohelius asintió con expresión resignada.
—Sí, la tengo, la tengo, en efecto. Pero es un asunto complicado. En el norte de Bohemia hay dos lugares en los que hace poco han erigido iglesias protestantes: Klostergrab y Braunau. El rey quiere que ambas se cierren. En Braunau prescindieron de la decisión papal y de Klostergrab recibimos una respuesta impertinente. Pero existe correspondencia procedente de Braunau, del abad de los benedictinos, diciendo que los ánimos están a punto de estallar y que no puede garantizar la seguridad del convento si se somete a los protestantes a una presión excesiva. Así que el rey Fernando ordenó que primero nos ocupáramos de Klostergrab de manera definitiva, porque respondieron de manera tan impertinente y porque confía en que sirva para intimidar a los herejes de Braunau. Eso significa que yo, como arzobispo de Bohemia, debo ordenar el derribo de la iglesia de Klostergrab.
Filippo se encogió de hombros, el estado de la cuestión no podría haberle resultado más indiferente. El arzobispo malinterpretó su gesto.
—Correcto —dijo—, correcto. ¿Qué hemos de hacer? El rey no lo pone fácil. Klostergrab pertenece al arzobispado de Praga, así que mi responsabilidad es doble. Formalmente, Braunau pertenece al rey, por eso él puede pasarle la responsabilidad a la Liga Católica a la que Bohemia se ha unido en todos los aspectos de la Contrarreforma. He obtenido indicios claros de la parte correspondiente: dicen que si mando derribar las iglesias los estamentos bohemios no lo aceptarán sin luchar.
—¿Qué acción podrían emprender los estamentos?
—Podrían quejarse de mí ante el emperador —respondió Lohelius, soltando un quejido—. O podrían atacarme por sorpresa y tirarme por una ventana, siguiendo la costumbre de este lugar cuando quieren demostrar que están disconformes con la política de alguien. La última vez que sucedió algo así las víctimas fueron siete concejales de Praga. Los husitas atacaron el Ayuntamiento y después el populacho ensartó las cabezas de los siete infelices. Eso ocurrió hace doscientos años. Puedo imaginar que muchos de los habitantes de los estamentos protestantes piensan que vuelve a ser hora de defenestrar a alguien.
El obispo miró por la ventana, dirigió la vista al empedrado situado varios metros más abajo y se secó las gotas de sudor de la frente.
—No creo que el rey y el emperador permitieran algo semejante sin declarar la guerra a los estamentos.
—Sí, para colmo de males. Y lo peor es que antes igualmente me reventaré el cráneo contra el empedrado —dijo Lohelius con conmovedora sinceridad, y volvió a enjugarse la frente.
De pronto una sonrisa le iluminó el rostro, se apartó de la ventana y extendió los brazos como si pretendiera abrazar a Filippo.
—¡Pero ahora la preocupación no tiene fundamento! ¿Cuál es el mensaje del Santo Padre?
Filippo reflexionó un momento. Sospechaba que no llegaría a nada con el arzobispo si este no era eximido de la responsabilidad de lo que debía ocurrir con las dos iglesias, y también era consciente de que quien lo descargara de tal responsabilidad contaría con su agradecimiento… y a Filippo el agradecimiento de Lohelius podía resultarle de gran utilidad. Por fin reflexionó acerca de la decisión que tomaría el papa Pablo. No cabía duda de que el mensaje de Lohelius ya se hallaba en el Vaticano hacía cierto tiempo y que el Papa lo contemplaba fijamente, se mordía las uñas y prestaba oídos a los consejos de sus íntimos. En algún momento enviaría una indicación, y si para entonces Filippo todavía se encontraba en Praga y la orden era completamente distinta de lo que Filippo estaba a punto de decir, alguien desconfiaría y mandaría que lo buscaran. Allí en Praga estaba totalmente solo, no podía contar con la ayuda de nadie. Nadie intercedería por él si lo arrestaban, iniciaban investigaciones, descubrían que era un sacerdote renegado y lo freían en aceite hirviendo por usurpación de funciones. Pero Filippo también sabía quién era el consejero predilecto del Papa y cuál sería la decisión que merecería su aprobación. La fe era algo que había que sufrir: «¿Habéis perdido vuestra Iglesia porque vuestra fe en el poder del catolicismo era demasiado débil, o porque vuestra fe en el poder de la herejía protestante era demasiado fuerte?». Filippo sabía cuál sería el consejo del cardenal Scipione Caffarelli.
—Quema los templos herejes, reverendo padre —dijo Filippo, y durante un instante vertiginoso y absolutamente aterrador creyó saber qué sentimientos experimentaba una persona como su hermano cuando daba una orden.
Lohelius cerró los ojos.
—Gracias —susurró—, gracias. Eso confirma mi propio criterio. Ahora mi conciencia está tranquila.
—Que la paz sea contigo, reverendo padre.
Lohelius le tendió la mano y Filippo la contempló sin saber qué hacer; estaba extendida con la palma hacia arriba, no pretendía estrechar la suya: esperaba que depositara algo en ella.
El arzobispo frunció el ceño.
—¿No hay un documento? —preguntó en tono sorprendido.
—La orden solo me fue transmitida verbalmente —se oyó decir Filippo.
Las miradas de ambos se encontraron. Filippo bajó la vista para que el arzobispo no adivinara sus pensamientos, pero de un modo retorcido este ya los había descubierto.
—Si esto acaba en una catástrofe no existirá ninguna prueba de que la orden procedió de la Santa Sede y quien cargará con la responsabilidad ante la historia seré yo.
«¡Mierda!», pensó Filippo. Entonces se le ocurrió una idea.
Alzó el dedo en el que llevaba un anillo, lo único que su padre le había dado por su propia voluntad, claro que con la advertencia de que antes de utilizarlo lo consultara a él o al menos a su hermano Scipione. En consecuencia, Filippo jamás había hecho uso de él.
—He sido presentado erróneamente, reverendo padre —dijo—. Mi nombre es Filippo Caffarelli.
El arzobispo se sobresaltó. Filippo asintió con la cabeza.
—Exacto —dijo—. ¿Por qué crees que el Papa me ha enviado, reverendo padre? El cardenal nepote es mi hermano.
Lohelius le ofreció una sonrisa inquieta.
—Haz que uno de tus escribientes redacte un documento que declare de dónde procede la orden. Lo refrendaré con el sello de mi hermano.
La sonrisa de Lohelius se volvió más amplia y de pronto Filippo supo cómo debía proceder.
Poco después, mientras observaba al escribiente este dejaba gotear lacre sobre el documento redactado a toda prisa —un documento que ni siquiera valía para limpiarse el trasero, porque la tinta no haría más que manchar y el borde afilado del sello arañaría— se dirigió al arzobispo y, en tono casual, dijo:
—Podrías ser útil a mi hermano en otro asunto, uno con el cual quiere darle una alegría al Santo Padre.
—Con mucho gusto —contestó Lohelius.
El escribiente se puso de pie y dio un paso atrás. Por su parte, Filippo tomó asiento, lustró aparatosamente su anillo de sello, alzó la mano para presionarlo contra el lacre blando… y vaciló.
—Pero puede que no resulte sencillo, según dice mi hermano. Perdóname, reverendo padre.
El arzobispo clavó la mirada en la mano de Filippo, flotando por encima del lacre que empezaba a solidificarse, e hizo un gesto negligente.
—¡Y aunque así sea! —dijo—. Estoy en deuda con Su Eminencia. Sella, mi buen amigo, sella.
Filippo presionó el anillo sobre el lacre, vagamente consciente de que era la primera vez que lo hacía… y con el fin de engañar. De repente quiso sonreír: no se le ocurría nada más apropiado.
—La principal ocupación del Santo Padre consiste casi exclusivamente en volver a poner orden en el archivo secreto —dijo Filippo, y sopló sobre el sello para enfriarlo. La mirada del arzobispo parecía capaz de abrir un agujero en el pergamino—. Hace veinte años un valioso fragmento del archivo fue regalado. Para el Santo Padre supondría una gran felicidad que se lo prestaran durante un tiempo, con el fin de confeccionar una copia para el archivo.
—¿Qué documento tan raro es ese? —preguntó Lohelius al tiempo que tendía la mano para coger el pergamino.
Filippo se lo entregó… y lo retiró en el último instante para volver a soplar el lacre. La mano del arzobispo se crispó.
—Por aquel entonces, el papa Inocencio se lo regaló al obispo de Wiener Neustadt, que hoy es el cardenal y ministro imperial…
—… ¡Melchior Khlesl! —exclamó Lohelius, sorprendido, y por un instante olvidó el documento.
—He oído que se encuentra aquí, en Praga. Tal vez puedas ayudarme…
El documento se acercó una vez más a la mano arzobispal. Filippo estaba dispuesto a encontrar una cagada de mosca que exigiría más limpieza con el fin de volver a postergar la entrega, pero ya no resultaba necesario animar a Lohelius.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¿Acaso ese fragmento tan valioso es un gigantesco códice?
El pergamino se agitó entre los dedos de Filippo y Lohelius lo tomó sin ni siquiera mirarlo.
—Es muy sencillo —dijo—. Cuando el emperador Rodolfo murió, el cardenal Melchior hizo trasladar el libro fuera del gabinete de las maravillas; nos pidió ayuda a mí y al canciller Lobkowicz, afirmando que ese volumen era único y que temía que en medio de la confusión y las rencillas por la sucesión del emperador pudiera resultar destruido —añadió, y su rostro se ensombreció—. Tenía razón. Uno de los siervos de Rodolfo, un enano repugnante, ya intentó hacerse con el libro antes que nosotros, pero él y sus compinches se pelearon y todos se asesinaron entre ellos. En todo caso, dejamos el códice a buen recaudo.
El arzobispo sonrió, echó un vistazo al documento que había tomado de la mano de Filippo y por fin se lo entregó a su secretario.
—¿Puedes dármelo? —preguntó Filippo en tono admirablemente indiferente.
—No lo tengo —dijo el arzobispo—, pero te daré una recomendación para el canciller Lobkowicz. Fue él quien se encargó de trasladar el libro.