6
Wenzel solo notó la presencia de Wilhelm Slavata cuando este le pegó un codazo amistoso.
—¿Duermes, Ladislaus?
Wenzel lo miró fijamente. Si el administrador real no se hubiera puesto de puntillas y tratado de ver la hoja apoyada en el atril de Wenzel habría notado la expresión del rostro de su escribiente y es de suponer que le habría preguntado en su acostumbrado tono cordial si había visto un fantasma.
—¿Qué es eso que tienes ahí?
Wenzel sostuvo el aliento y procuró serenarse.
—Acaba de llegar, Excelencia —soltó, resollando.
Slavata lo contempló de soslayo. El funcionario debía de haber experimentado tantas actitudes excéntricas en todos esos años al servicio del emperador y del rey que la conducta de Wenzel no lo sorprendió.
—¿Algo importante?
—No lo sé, Excelencia.
—¿Para qué te dejo ordenar detalladamente los mensajes si tú no…?
—¡Es importante, Excelencia!
—Déjame ver.
Wenzel cogió la hoja y se la tendió. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir el temblor de sus manos.
Durante los primeros días tras la detención de Andrej había contado con que lo despedirían de su puesto y lo echarían de un puntapié en el trasero. Le resultaba inimaginable que un escribiente cuyo padre estaba en el calabozo por estafar a la corona pudiera permanecer en la cancillería. Estaba tan nervioso que Philipp Fabricius de vez en cuando se divertía aporreando su escritorio con la palma de la mano. Cada vez, el estrépito lo había hecho pegar un brinco, pero los demás escribientes también se sobresaltaron y, tras amenazar a Philipp y decirle que la siguiente vez le tatuarían las palabras «Esta es la cara» en el trasero con tinta y la punta de un cuchillo, había dejado de hacerlo.
De momento, había esquivado la fatalidad y entre tanto Wenzel supuso que estaba más o menos a salvo. Los demás escribientes no sentían el menor interés por el apellido de un comerciante cualquiera encerrado en el calabozo y a Wilhelm Slavata… pues a Wilhelm Slavata —que siempre confundía el nombre de Wenzel y lo llamaba Ladislaus— ni se le ocurría que su escribiente más joven no se llamaba Ladislaus Kolowrat. Hasta poco antes de Navidad, Kolowrat había sido escribiente en la chancillería y durante una ausencia prolongada de Slavata fue enviado a la cancillería de Viena y, como no tuvo oportunidad de despedirse de él, el cerebro del procurador real parecía negarse a aceptar que se había marchado. Así que Wenzel se convirtió en Ladislaus… y de momento estaba a salvo de ser despedido. De hecho, se apresuró a dejar de insistir que se llamaba Wenzel, no Ladislaus.
Slavata arqueó las cejas.
—¿Khlesl & Langenfels? —preguntó, arrastrando las palabras—. ¿Por qué me suena conocido?
—Supongo que debido al cardenal Khlesl, Excelencia, que…
—¡Silencio! Me refiero al apellido Langenfels.
Wenzel echó una mirada cautelosa en derredor. Los otros escribientes estaban inclinados sobre sus atriles.
—Hace poco un hombre de ese apellido fue detenido —dijo—. Pero que yo sepa, la acusación no tiene una base firme y…
—Correcto. El bribón que estafó a la corona por un dineral. Dinero de los impuestos.
—Al que solo imputan de…
—¿Y qué significa esto de aquí?
—Quizá se trate de una broma de mal gusto, Excelencia —balbuceó Wenzel.
—La alta traición no es ninguna broma.
Wenzel calló y observó al administrador al tiempo que este leía el mensaje por segunda vez. Durante un buen rato Wenzel lo había contemplado fijamente con expresión incrédula y ya sabía el contenido de memoria. Recordó los juguetes y los objetos artísticos arrojados al foso como si fueran desperdicios, donde él los había encontrado tras la muerte del emperador Rodolfo. Seguro que existían listas de inventario de la época en que la colección estaba completa. Y también estaba seguro de que el emperador Matías, de quien se decía que desde la destitución del cardenal Khlesl pasaba los días sumido en la melancolía, tampoco recordaría que en el pasado había hecho arrojar tantas cosas al foso. Y debido a ello, lo que ponía en el mensaje debía de parecerle bastante plausible, tanto al rey Fernando como a su procurador.
—Uno también puede montar la base de su negocio de esta manera —gruñó Slavata—. Todo sale a la luz del día y ante el juicio divino, Ladislaus, este mensaje lo demuestra.
—Claro que hay que ser muy cauteloso con el contenido de un mensaje anónimo.
—Sí, hay que examinarlo, desde luego. ¿Acaso creíste que haríamos caso omiso de un indicio, después de que —Slavata echó un vistazo al mensaje—… un tal Cyprian Khlesl junto con su esposa y ese Langenfels robaran piezas valiosas del gabinete de curiosidades tras la muerte del emperador Rodolfo? Si eran piezas valiosas, hoy la corona podría haberlas convertido en dinero. Hemos de armarnos antes de que los protestantes se nos adelanten y eso cuesta dinero. Apuesto a que en aquel entonces el cardenal Khlesl también estaba metido en el asunto. A fin de cuentas —Slavata volvió a consultar el texto—, es el tío de ese Cyprian Khlesl. Es extraño que tras la detención del cardenal la empresa no nos llamara la atención, dado que los nombres son iguales.
—Sí, es extraño —dijo Wenzel, que había hecho desaparecer disimuladamente dos solicitudes acerca del establecimiento de nuevas relaciones comerciales más allá del imperio, que aún permanecían en la cancillería desde los tiempos en que todo estaba en orden.
Slavata palmeó los hombros de Wenzel.
—Bien hecho, Ladislaus —dijo—. Has hecho lo correcto al llamar mi atención sobre este escrito. Encárgate de que el asunto sea investigado, pero sin llamar la atención. No sea que ese Cyprian Khlesl se entere y se largue o borre las huellas de su robo.
—Creo que Cyprian Khlesl murió a principios de este año —dijo Wenzel, haciendo un último intento…
—Alguien debe de haberlo heredado —declaró Slavata en tono alegre.
—Me ocuparé de ello de inmediato —dijo Wenzel, y cogió su sombrero.
—Buen muchacho.
Wenzel no dudó ni un instante de que el escrito anónimo había sido redactado por Sebastian Wilfing. La acusación carecía de fundamento, desde luego, pero ese tampoco había sido el propósito. Solo sirvió para llamar la atención sobre Agnes y Alexandra Khlesl, una vez que la detención de Andrej por lo visto todavía no había hecho que los corregidores llegaran a la conclusión deseada. Lo peor del asunto era que, sin querer, el gordo había tocado un tema que hacía seis años efectivamente supuso un robo, uno en el que al final el ladrón también sufrió otro robo: la desaparición de la copia de la Biblia del Diablo del gabinete de curiosidades. Y el apellido Khlesl estaba estrechamente vinculado con el asunto.
Wenzel echó a correr ladera abajo y su manto se agitaba a sus espaldas como una bandera. Agnes y Alexandra debían ser informadas cuanto antes de lo ocurrido. Se había negado a cumplir con los planes de su padre (durante un tiempo había intentado llamar a Andrej señor Von Langenfels, también mentalmente, pero había fracasado) y consideraba que había hecho bien. Pero no estaba dispuesto a permanecer de brazos cruzados mientras un codicioso y vengativo buitre del pasado sumía a la familia —de la que había pasado a formar parte de manera involuntaria— en la más absoluta ruina.
Solo aminoró el paso cuando se aproximó a la casa de Alexandra y buscó un golfillo que pudiese llevarle un mensaje a la joven dueña de la casa pidiendo que se encontrara con él en el lugar acostumbrado. En ningún caso quería toparse con Sebastian Wilfing.
Wenzel no sospechaba que Wilhelm Slavata, mientras él todavía recorría Malá Strana a toda prisa, había olvidado que «Ladislaus Kolowrat» se encargaría del asunto. El procurador real llevó el escrito a su propio despacho, lo depositó en el escritorio, volvió a salir para preguntarle a Philipp Fabricius acerca del progreso de la copia de un documento, regresó y volvió a encontrarse con el anónimo. Durante unos instantes le pareció que el asunto ya estaba en marcha, pero después optó por asegurarse y se asomó a la puerta del despacho.
—¡Philipp Fabricius!
—¿Sí, Excelencia?
—Lleva esto al corregidor. Que se encargue de ello.