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Sin dejar de correr, Andrej apoyó el mosquete contra su mejilla y apuntó. El retroceso del disparo lo hizo tambalear y durante unos instantes el humo de la pólvora lo cegó. El jinete ante el que Cyprian permanecía de rodillas se encogió bruscamente y el caballo bailoteó en círculo. Vio que el hombre se presionaba el hombro. La pistola se deslizó de su mano. Andrej no se dio cuenta de que había soltado un alarido triunfal. Arrojó el mosquete a un lado y siguió corriendo. Tampoco advirtió que dos de los atacantes habían logrado cortar las correas que sujetaban el arcón y lo rodeaban con largas cuerdas que colgaban de las sillas de montar de sus caballos, ni el intento desesperado del abad Wolfgang de alcanzar el arcón, ni que el último de los soldados que aún montaba a caballo cayó en la nieve cuando un disparo derribó a su cabalgadura. Solo veía a Cyprian Khlesl de rodillas en el suelo, con la cabeza colgando, y a su verdugo en el caballo… Y como si todos ellos se encontraran bajo el agua, notó que la pistola —que rebotó contra la silla de montar del herido— giraba en el aire de manera casi elegante, humeando.
Cyprian cayó a un lado.
Los dos hombres que estaban junto al arcón montaron, soltaron un agudo silbido y los animales empezaron a galopar arrastrando el cofre, que rebotaba y chocaba contra el suelo sujetado a las largas cuerdas. El objeto golpeó contra el abad, lo lanzó a un lado y abrió un surco entre un grupo de monjes a medida que los hombres galopaban hacia el sur arrastrando la carga que se agitaba de un lado al otro.
Ambos debieron de disparar al mismo tiempo, Andrej y el hombre a caballo. A veces el destino acontece en una fracción de segundo.
Cyprian cayó al río y desapareció entre los grises remolinos.
Alguien se interpuso en el camino de Andrej blandiendo una espada. Él se agachó y esquivó la embestida sin darse cuenta, se limitó a alzar a su adversario y dejarlo caer al suelo detrás de sí. De pronto sostenía la espada en la mano. Los primeros atacantes abandonaron su botín y galoparon tras sus dos compinches y el arcón. Media docena de figuras yacían en la nieve, inmóviles y desparramadas por la escena; no todos eran monjes o guardias de corps del cardenal. Lo peor se lo habían llevado los caballos, muchos se encabritaban relinchando o pataleaban, heridos de bala o resbalando en la nieve, retorciéndose con las patas rotas.
Andrej oyó que alguien gritaba.
—¡ESTÁS MUERTO!
Notó que le ardía la garganta y comprendió que quien había gritado era él.
El hombre de cabellos largos montado en su caballo pegó un respingo; había mantenido la vista clavada en el río, como si estuviese en trance. Andrej hizo girar la espada por encima de la cabeza. El hombre dirigió la mirada hacia él y despegó la mano del hombro. Andrej vio que allí su atavío estaba hecho jirones, pero casi no vio sangre y supo que Dios no solo se había encargado de que ambas armas dispararan al mismo tiempo, sino también de que la bala de Andrej solo rozara el blanco. El caballo del hombre se encabritó. Cuarenta metros aún separaban a ambos hombres; Andrej jadeaba pero no aminoró la velocidad.
El jinete alzó la mano derecha, formó una pistola con el pulgar y el índice y apuntó a Andrej, bajó el pulgar y sonrió. Después hizo girar su caballo y galopó tras sus hombres soltando un agudo grito de guerra.
Andrej tropezó y cayó de rodillas. Chapoteando a ciegas se abrió paso entre la nieve y el fango, después perdió pie y cayó al agua, que lo envolvió en un abrazo gélido y trató de arrastrarlo al fondo. Empapado y escupiendo, luchó por volver a alcanzar la orilla. En el lugar donde Cyprian había caído resplandecía una mancha roja. Andrej logró ponerse de pie y se adentró en la corriente. El frío era tan intenso que le quitó el aliento y le causó un latigazo de dolor. Mucho más allá, río abajo, le pareció ver un cuerpo flotando en el agua que giró una vez sobre sí mismo, la mancha clara de un rostro que hubiera reconocido a mil pies de distancia y que luego se hundió definitivamente. Volvió a arrastrarse hasta la orilla y echó a correr hasta que creyó haber alcanzado el lugar, pero allí solo había nieve, fango y el apresurado fluir del río. No obstante, entró al agua tropezando y se sumergió, perdió pie, notó que unas manos lo aferraban y volvían a arrastrarlo hasta la orilla.
Temblaba de frío y sus piernas se negaban a sostenerlo. Se deslizó de las manos de los monjes que lo habían rescatado de las aguas, se desplomó en la nieve y se echó a llorar.
Cyprian estaba muerto.