5
Heinrich estaba sentado en la habitación en la que la abadesa del convento de Frauenthal solía hablar con las visitas. Se esforzaba por controlar la voz airada que le susurraba que hiciera pedazos el pequeño recinto, abriera la puerta a patadas, corriera rugiendo a través de los ruinosos pasillos del convento y matara a tiros al par de monjas que aún se encontraban en ese montón de escombros, al tiempo que su inquietud por quizás haber sido demasiado imprudente iba en aumento.
Tras una espera que le pareció eterna se abrió el cerrojo de la enrejada puertecilla de madera y previó que alguien se encontraba detrás. De pronto se le ocurrió que la situación se asemejaba a la de un confesionario. Debería haber aumentado su cólera, pero en realidad incrementó su inquietud. De manera absurda, de repente se sintió cohibido frente a la imaginaria invitación a confesar sus pecados.
—El Señor sea contigo —dijo una voz femenina detrás de la reja.
—Y con tu espíritu, madre superiora —respondió Heinrich—. Estoy muy preocupado.
—¿Qué te preocupa?
—Hace escasos días pasé por aquí. Viajaba en compañía de mi hermana y de su vieja doncella.
—Lo recuerdo —dijo la abadesa.
A Heinrich le pareció que le hablaba con frialdad. Claro: a la vieja vaca un hombre acompañando a una mujer debía de parecerle algo sospechoso. Heinrich procuró fingir un sentimiento que no experimentaba en absoluto.
—La anciana prácticamente nos crio a mí y a mi hermana. Sabréis, madre superiora, que la vida no resulta fácil cuando tu madre ha muerto y tu padre es un alto funcionario del imperio que siempre está de viaje…
—Desde luego —lo interrumpió la voz fría.
—La buena anciana cayó enferma durante el viaje desde Praga hasta aquí. Esa mañana, cuando nos disponíamos a partir, estaba tendida como muerta en el lecho, pero aún respiraba.
—Ha recuperado el conocimiento.
Durante un momento, en Heinrich se mezclaron la desilusión de que la vieja se hubiera recuperado y la alegría anticipada ante la idea de que por fin podría poner fin a su obra.
—Gracias a Dios. Debíamos seguir viaje con urgencia y por eso la dejamos al cuidado de vuestro hospicio; ahora he dejado a mi hermana en casa de unos parientes y he regresado para llevarme a…
—La anciana Ljuba —dijo la abadesa.
—Leona —dijo Heinrich, y con malicia, pensó: «Esta vieja solterona jamás logrará engañarme».
—Sí, desde luego.
Heinrich se arriesgó a soltar un suspiro muy teatral y luego guardó silencio.
—Dios os lo pagará.
—Aguarda ante la puerta del convento.
Heinrich estaba convencido de que la monja lo dejaría aguardando en el exterior solo por maldad, pero para su sorpresa la abadesa regresó tras escasos minutos. Tras el delgado paño de seda que llevaba por encima del velo que le cubría la cabeza y el pecho, su rostro permanecía invisible y aunque había estado preparado, ello irritó a Heinrich. Se sentía inseguro al hablar con alguien cuyo rostro permanecía invisible al tiempo que esa persona podía verlo perfectamente a él. Hizo una reverencia y ella le indicó que la siguiera inclinando la cabeza.
Se sorprendió al comprobar que primero lo conducía a la iglesia. Cuando se arrodilló ante el altar, él la imitó a cierta distancia. Había que fingir respeto por las costumbres de sus anfitriones cuando uno quería obtener algo de ellos. Ignoraba qué estaba rezando, no la oyó susurrar ni vio el movimiento de sus labios detrás del paño de seda. Contempló el gran agujero en el tejado, los montones de escombros en las naves laterales y el suelo de piedra reventado por las heladas y la lluvia. Finalmente, ella se persignó y se puso de pie.
—He rezado por el alma de Leona —dijo ella.
—Yo he rezado por las almas de todas las santas hermanas de este convento.
Ella no reaccionó. En vez de ello volvió a conducirlo fuera de la iglesia, hasta el hospicio. De pronto Heinrich sintió un picor en las manos y se imaginó cómo lo mitigaría cuando se encontrara a una distancia lo bastante grande del convento, volviera a rodear el delgado cuello de la anciana y lo presionara… esa vez con menor violencia para que no perdiera el conocimiento, solo para que el aire no penetrara en sus pulmones y ella fuese testigo de su propia y lenta asfixia…
Entonces se dio cuenta de que la abadesa había dicho algo.
—Perdonadme, madre superiora. Estaba distraído.
—En cuanto despertó, Leona dijo que ansiaba reunirse con sus seres queridos.
—Me encargaré de ello, madre superiora.
Pasaron junto a la entrada del hospicio y, sorprendido, Heinrich siguió a la abadesa en torno a la esquina del edificio. ¿Acaso la vieja ya estaba tan recuperada como para pasear por el huerto del convento? Diablos: al parecer su intento de asesinato había sido una auténtica chapuza.
—Dios ya se ha encargado de ello —dijo la abadesa.
Heinrich tardó unos instantes en comprender lo que estaba viendo. Se encontraba ante un pequeño cementerio sembrado de cruces de madera. No todas llevaban una inscripción y Heinrich clavó la mirada en el camposanto.
—Ella recuperó el conocimiento —dijo la madre superiora—, pero Dios no tardó en llamarla a su lado. Seguro que sabía que tú querías llevarla a su hogar.
Heinrich se apartó del cementerio y, atónito, clavó la mirada en el blanco velo de seda.
—Es el cementerio destinado a las visitas que mueren en nuestro hospicio y cuyos restos mortales nadie reclama —explicó la madre superiora—. Los tiempos son duros y los viajes se cobran sacrificios.
Heinrich estaba absolutamente seguro de que le mentía. Estaba convencido, tan convencido de que Leona seguía con vida como de que el sol salía todas las mañanas y que la abadesa jugaba una partida amañada con él. Presa del desconcierto, incluso olvidó que lo que más le habría gustado era matarla. Percibió la mirada de ella por debajo del paño de seda.
—Lamento que te afecte tanto —dijo ella.
Heinrich carraspeó y luego volvió a carraspear. Notó que su cuerpo se tensaba a medida que aumentaba su convicción de que dos viejas habían logrado engañarlo. ¿Qué le había contado Leona de él como para que la abadesa estuviese dispuesta a seguirle el jueguecito? Estaba seguro de que bastaría con echar abajo unas cuantas puertas para encontrar a la vieja en algún escondrijo en el interior del convento, pero ¿qué harían las otras monjas mientras tanto? ¿Lo recibiría un contingente de soldados del preboste o del obispo más próximo si arrastraba a la vieja fuera del convento por los pelos? Quizás en ese preciso momento alguien ya estaba de camino con el fin de alarmar al administrador del convento. ¿Sería por eso que esa falsaria de mierda lo había retenido en la iglesia durante tanto tiempo? Tenía la sensación de que el aire en torno a él empezaba a vibrar.
—Os agradezco vuestra ayuda, madre superiora —se oyó decir a sí mismo.
Ella lo acompañó hasta la puerta en silencio; Heinrich casi podría haber admirado su coraje. El puñado de ancianas que se deslizaban por esa ruina envueltas en sus hábitos de monja no habría supuesto una ayuda para ella si él hubiese decidido matarla a golpes con los puños. Si había interpretado esa charada, entonces también sabía cuán peligroso era él y, sin embargo, mantuvo en pie el espectáculo que ambos interpretaron desde un principio. La tentación era casi irresistible, pero él se limitó a trotar a su lado.
—Que Dios se apiade de ti, hijo mío —dijo ella a modo de despedida y después cerró la puerta detrás de él.
Heinrich se acercó a su caballo, al que había dejado atado en el exterior del convento. Quería abandonar ese lugar lo antes posible. Notó que el vello de la nuca se le erizaba y se sintió curiosamente ligero. Era la primera vez que uno de sus planes fracasaba, un escalofrío le recorrió la espalda y tenía la boca seca. Apenas lograba recordar haber experimentado una ira semejante.