24
Wenzel estaba seguro de que había caminado al menos dos veces alrededor de la torre, pero no sabía a qué altura se encontraba; cuando de repente su mano derecha perdió el contacto con el muro avanzó un paso más y chocó contra una pared.
La escalera acababa allí.
Se detuvo, bañado en sudor. Jadeaba pero no se tomó un descanso. Retrocedió tanteando con las manos estiradas hasta alcanzar uno de los pequeños nichos, tocó madera, encontró un picaporte, lo agitó… y el corazón le dio un vuelco porque la puerta estaba cerrada y atascada. Le pegó unas patadas y notó que una madera podrida cedía. Volvió a patearla. Las maderas de la puerta eran delgadas y lo único que las sostenía eran unas oxidadas bandas de hierro.
Retrocedió unos pasos hasta la pared frente a los nichos, echó a correr y se lanzó con todo su peso contra la puerta, la puerta se rompió y, junto con la puerta, se precipitó dentro de la habitación situada por detrás y cayó contra algo que de inmediato lo envolvió en una explosión de polvo y moho. Cayó al suelo tosiendo y agitando los brazos, trató de tomar aire y solo inspiró más polvo. Gargajeó y escupió hasta deshacerse del polvo. La puerta había estado oculta detrás de un viejísimo gobelino que él había arrancado de la pared.
Miró en torno. La habitación estaba llena de sombras. ¿Hacia dónde debía dirigirse? En todas las paredes había troneras; debía de encontrarse en una suerte de cuarto de guardia. Por encima de los cuartos de guardia solía haber una sala y por encima de esta, el dormitorio de las mujeres que vivían en el castillo. Desde allí, uno solo accedería a la sala en caso de un ataque inminente…
¡Allí! Wenzel vio una estrecha abertura en un rincón del recinto. La escalerilla de acceso estaba tendida junto a la abertura. Entonces supo cómo Isolde había logrado subir y bajar durante sus excursiones secretas a través del interior de la vieja torre. Wenzel corrió hacia la escalerilla, la enderezó y solo entonces se dio cuenta de qué eran las numerosas sombras que ocupaban el lugar y se quedó estupefacto.
Dos plantas más arriba por fin se encontró a la misma altura que el puente y tropezó hacia fuera. Junto a la barandilla yacía un bulto multicolor y se asustó al ver que eran las ropas de una persona. Supo que era Alexandra incluso antes de ver su oscura y rizada melena. Muerto de miedo, se lanzó hacia ella. Ella se había deslizado contra la barandilla, tenía la cara roja y crispada, y la mirada de sus ojos llenos de lágrimas se clavó en la suya. Él dejó caer la ballesta que había encontrado en el antiguo cuarto de guardia repleto de viejas armas y armaduras, y la apartó cuando se arrodilló a su lado.
—¿Alexandra? ¿Estás herida? ¿Estás…?
Cuando vio la cuerda que le rodeaba el cuello soltó un grito. Tenía las manos detrás de la espalda, sin duda maniatadas. Debía de haberse desplomado junto a la barandilla y, dado que tenía las manos atadas, ya no pudo volver a ponerse de pie. La cuerda comenzaba a estrangularla.
—¡Dios mío, Alexandra!
Se puso de pie y tiró del nudo que fijaba la cuerda a la viga del tejado, pero estaba demasiado tensa. Su mirada se posó en un cuchillo que alguien debía de haber clavado en la barandilla. Lo arrancó y cortó la cuerda. Alexandra se desplomó. Arrojó el cuchillo a un lado y tiró del segundo nudo alrededor del cuello de ella. La cuerda se aflojó y Alexandra tomó aire y cayó hacia delante. Él la sostuvo. Ella tosía y gargajeaba, luego empezó a sollozar y él la abrazó.
—Ella le dijo que me destripara viva —balbuceó—. Lo miré a los ojos y durante un momento estaba segura de que lo haría. Pero entonces solo clavó el cuchillo… el cuchillo…
Los sollozos le impidieron seguir hablando.
—Hemos de largarnos de aquí —dijo él en tono insistente—. Hay un camino a través del interior de los muros de la torre. Yo… —añadió, tirando de ella.
Alexandra se esforzó por ponerse de pie y después puso los ojos como platos con expresión espantada.
Wenzel se volvió. Una mujer vestida de blanco estaba al principio del puente. Tenía los cabellos revueltos pero su vestido estaba tan inmaculado como si acabara de ponérselo. Su rostro era un caótico paisaje rojo y blanco, como si se hubiera maquillado a toda prisa. Algo se traslucía bajo el maquillaje como una quemadura, pero incluso en ese estado su belleza aún resplandecía en medio de la devastación como el reflejo luminoso de un diamante.
Entonces Wenzel vio que sostenía la ballesta que él había arrojado a un lado. El proyectil apuntaba a Alexandra y la mujer de blanco bajó el pulgar.
Wenzel cogió a Alexandra y la hizo girar: era la única oportunidad.
No oyó el estampido y no notó el golpe. Ni siquiera notó que el proyectil lo lanzaba contra Alexandra y caía hacia delante. Oyó el grito de Alexandra, luego todo se volvió oscuro.
En el puente se libraba un combate. Era como si alguien luchara con un ángel. Después la vista de Cyprian se aclaró y el corazón le dio un vuelco. Podía imaginarse quién era el ángel; conocía perfectamente a la otra figura: era Alexandra.
Era Alexandra, y el ángel blanco trataba de arrojarla al abismo.
Cyprian dio un paso hacia la entrada del castillo, aunque sabía que llegaría demasiado tarde.
A sus espaldas sonó un disparo y Cyprian tropezó. El combate en el puente se detuvo, vio un rostro blanco que se asomaba al abismo y se volvió.
Dos ancianas sostenían la Biblia del Diablo. Junto a la más alta una pistola recién disparada estaba tendida en el suelo. Cyprian estaba seguro de que era el arma con la que Heinrich había querido decidir el duelo a su favor. Las mujeres sostenían el pesado libro en posición encorvada, pero no cabía duda de que lograrían arrojarlo a las llamas que ardían a su lado.
—¡No! —gritó una voz áspera desde el puente.
—¡Suelta a mi hija, de lo contrario esta cosa arderá! —gritó la más alta de las dos mujeres. Cyprian no dio crédito a sus oídos al reconocer la voz de Agnes.
Alexandra soltó un chillido aterrado. No cayó al abismo solo porque su adversaria la sujetaba.
—¡Deja la Biblia en el suelo o la zorra caerá! —gritó el ángel blanco.
Las fuerzas abandonaron a Cyprian y se sentó en el suelo polvoriento. En medio del repentino silencio solo se oía el chisporroteo de las llamas y una risa seca y suave.