17
A mitad de camino al puente los dos soldados salieron a su encuentro. Estaban solos y ambos se palmeaban los hombros, muertos de risa. Wenzel los esquivó, pero de todos modos ellos no le prestaron atención. Los siguió con la mirada. Vlach y Sebastian aún no podían haber regresado a la empresa. ¿Por qué les dijeron a los soldados que se marcharan? ¿Y adónde se habían dirigido? ¡No podía haberlos perdido, y menos en ese momento! Wenzel siguió su camino a la carrera.
El puente se elevaba desde las callejuelas a orillas del río formando un arco y luego lo atravesaba. Allí donde los muros de apoyo se elevaban como las murallas de una fortaleza se había acumulado toda suerte de desperdicios y el hedor era considerable. Maderas que los pescadores habían pescado del Moldava durante las riadas, mezcladas con algas podridas y paja mohosa, todo cubierto de légamo. Cabezas de peces incluso desdeñadas por las ratas, heno descuidadamente barrido dejado por los caballos que arrastraban carros… Vilém Vlach estaba en la orilla, observando cómo Sebastian, de rodillas, se lavaba la cara. Wenzel esperó que tragara la suficiente cantidad de agua podrida de la orilla y cayera muerto en el acto, pero el comerciante vienés no lo complació. Se levantó, resoplando y bufando y se secó la cara con la manga.
No había otra manera de apostarse cerca de ellos que sentarse en la barandilla del puente, pues abajo, junto al montón de desperdicios, hubiesen notado su presencia de inmediato. Echó un vistazo a un mendigo que ya estaba sentado allí medio desplomado, roncando y compitiendo en hedor con las emanaciones de los desperdicios acumulados un poco más abajo. Wenzel optó por sentarse a su lado. Aunque hablaban en voz baja, podía oír la conversación de los dos hombres perfectamente y podría haber escupido sobre sus cabezas.
—Los mataré a todos ellos, a esa zorra y sus mocosos —masculló Sebastian.
—Tranquilizaos. De momento la acusación no tiene una base firme, ¿verdad?
—El procurador del rey acabará conmigo. Creí que no resultaría muy difícil aportar los documentos que demuestran que Andrej y Cyprian destruyeron el negocio de Moravia voluntariamente y con el propósito de dañar a la corona, pero…
—… pero ahora solo disponéis de un par de cartas mías en las que me quejo de la tozudez de Andrej —dijo Vlach.
—¡Podríais haberos expresado con un poco más de claridad!
—¡Oh, lo siento! No sabía que en algún momento vos querríais utilizarlas como una cuerda para ahorcar a Khlesl & Langenfels.
—No discutamos. Sternberg tiene experiencia comercial y enseguida se dio cuenta de que entregándole los viejos libros de contabilidad solo intentaba darle largas. Exigió documentos pertinentes. Al parecer, al igual que un buen número de ciudadanos, el juez también simpatiza con los estamentos y aborrece al rey, sobre todo desde que corre el rumor de que el conde Von Thurn y los demás señores están pensando en crear un directorio al que uno también puede ser elegido si no pertenece a la nobleza. El único requisito es profesar la fe protestante.
—Y hoy en día uno se convierte con rapidez.
—Sobre todo en Bohemia, donde por cada católico hay dos protestantes.
—Al juez le agradaría jugarle una mala pasada al rey y a la Contrarreforma. Resulta difícil imaginar una mejor recomendación para los señores de la nobleza.
—Todavía hay otra posibilidad —dijo Sebastian después de un momento y en voz tan baja que Wenzel aguzó los oídos.
—Decídmela.
—He visto los asientos de los libros en los cuales se apoya todo el asunto. Incluso descubrí documentos que demuestran con toda claridad que hubo más comercio hacia y desde Moravia, pero en secreto y sin pagar los debidos impuestos aduaneros. He leído documentos en los que figura que las relaciones entre vos y Khlesl & Langenfels fueron afectadas adrede, con el fin de que la empresa pudiese cerrar los negocios con otros socios igual de engañosos que Cyprian y Andrej.
—Pero resulta que yo nunca he visto esos documentos.
—Vos también los habéis visto y podéis atestiguar su contenido. Pero el condenado jefe de los contables los hizo desaparecer y gracias a ellos Augustyn también nos tiene cogidos del gaznate.
De pronto el mendigo que estaba sentado junto a Wenzel pegó un respingo, soltó un ronquido y se deslizó lentamente hacia un lado. Un instante después estaba apoyado contra el hombro de Wenzel y este recordó un relato de su padre en el que había descrito el estado higiénico del emperador Rodolfo cuando este estaba sumido en una profunda melancolía. El emperador no podría haber olido mucho peor que el mendigo. Este abrió la boca, roncó, tomó aire y le soltó el aliento a la cara: un aliento capaz de horadar una piedra. Wenzel se tambaleó. El mendigo hizo un movimiento y apoyó la cabeza más firmemente en el hombro del joven. Durante un instante, este casi sintió compasión por Sebastian, que había recibido el pañal sucio en pleno rostro. Pero entonces olvidó que alguien que apestaba como una cloaca se apoyaba contra él. ¿Qué había dicho Sebastian?
—¿Qué habéis dicho? —siseó Vlach.
—Que yo tampoco los he visto —repitió Sebastian—. Solo considero que hemos de declarar que existen.
—Nos harán jurar sobre la Biblia. Lo que vos me proponéis supone cometer perjurio.
—Si ambos testificamos lo mismo nunca saldrá a la luz. Nadie les creerá a los Khlesl o a Langenfels y aún menos a Augustyn. Y no pueden presentar una prueba contraria porque el mocoso de Augustyn meó el libro de contabilidad y lo volvió ilegible. ¡Ja, ja!
—A los perjurios les cortan la lengua y la mano que apoyaron en la Biblia.
—¿Qué teméis, Vilém? Nunca saldrá a la luz.
—¿Acaso olvidáis el octavo mandamiento del Señor?
—Pienso en el primer mandamiento del comerciante que dice lo siguiente: si necesitas obtener una ventaja sobre tu competidor, entonces consíguela.
Un retumbo invadía los oídos de Wenzel, un retumbo como si todas las campanas de las iglesias de Praga tocaran a rebato. Estaba como paralizado. Sebastian había aprovechado las últimas semanas —en las que toda la familia se había quedado de piedra a causa de la muerte de Cyprian— para rodear su futuro con sus dedos de salchicha y luego cerrar el puño. ¿Qué debía hacer? ¿Qué podía hacer? ¿Irrumpir en el juicio y gritar: «¡Perjurio!»? ¿Quién le creería? Pero entonces sus pensamientos aterrados se aferraron a esa idea. ¿Por qué no? Solo necesitaba a alguien que lo apoyara, tal como Sebastian necesitaba una segunda persona para que su juramento en falso pareciera digno de crédito. ¡Adam Augustyn! Aun cuando su única declaración ante el juez tuviese escaso valor, junto con la de Wenzel adquiría más peso. Los testimonios de dos ciudadanos de Praga frente a los de dos extranjeros y un juez que se inclinaría por permitir que, para el procurador del rey, el resultado del proceso fuera negativo y que se las arreglaría para comunicárselo a los jurados en todas las maneras imaginables. Tenían una oportunidad.
Claro que a causa de ello Augustyn estaría acabado en Praga para siempre. Tanto si Sebastian destruía su futuro como si lo hacía el propio Augustyn apareciendo ante el juez como testigo y hablando de asuntos internos de la empresa, exactamente lo contrario de lo que uno esperaba de un contable: hiciera lo que hiciese, el hombre se encontraba ante una pared. Solo podía confiar en que, contra lo que era de esperar, la empresa Khlesl & Langenfels sobreviviera a todo el embrollo.
¿Y el futuro de Wenzel en la corte, como escribiente? ¿Si se enfrentaba a los intereses del rey?
¡Daba igual!
Había buscado algo que le ayudara a reconstruir el puente con su familia, el puente que él había destruido. Ese era el mejor regalo que podía ofrecerles.
Pero antes de que pudiera ponerse de pie vio que Vlach y Sebastian ya se aproximaban y el espanto lo invadió. Debían de haber interrumpido su conversación mientras a Wenzel todavía le retumbaban los oídos y empezaban a cruzar el puente. Era demasiado tarde para escapar, estaba allí sentado, a plena luz del día. Ambos hombres tendrían que verse afectados por una repentina ceguera para no reconocerlo en el acto. El mendigo apoyado contra su hombro chasqueó la lengua en sueños. Solo había una solución…
—Mañana —dijo Sebastian—. El juicio ya se ha aplazado.
—¿Estáis seguro de querer proceder de ese modo?
—Hace veinticinco años que aguardo este momento.
Wenzel empujó el hombro hacia delante y el mendigo se deslizó a un lado y permaneció recostado en su brazo, como un amante. Wenzel lo atrajo hacia sí antes de que pudiera despertar del todo, apretó su rostro hirsuto contra el suyo, estiró la otra mano y gritó en tono lastimero:
—¡Una limosna, señores, una limosna por caridad!
El olor corporal del mendigo hizo que su voz pareciera casi tan chillona como la de Sebastian. El mendigo casi había despertado y empezó a resistirse. Wenzel lo abrazó con la fuerza de la desesperación.
Tal como había esperado, Vlach y Sebastian apartaron la cabeza y trazaron una curva en torno a la supuesta pareja de mendigos. En unos instantes alcanzaron el centro del puente y desaparecieron entre la multitud sin mirar hacia atrás. Aliviado, Wenzel soltó al mendigo que cayó a un lado y lo contempló con mirada atónita. Y hasta se restregó los harapos, como si Wenzel lo hubiera ensuciado. Después su mirada se posó en la mano tendida del joven, que le dedicó una sonrisa de disculpa.
El mendigo le pegó un empellón, Wenzel cayó del puente de espaldas y aterrizó en medio de un montón de paja mohosa. El golpe lo dejó sin aliento, pero por lo demás no sufrió ningún daño. Tratando de recuperar el aliento, alzó la cabeza y clavó la vista en el mendigo.
—¡Es mi territorio! —gritó el mendigo, agitando el puño—. ¡Mi territorio!
Wenzel logró ponerse de pie y echó a correr hacia Malá Strana, a la casa de Adam Augustyn. Disponía de tiempo hasta mañana para convencer al contable de arruinarse totalmente en Praga.