5

El sueño había sido tan real que Agnes permaneció tendida en la oscuridad, jadeando, con los ojos abiertos y como paralizada de espanto. En realidad más bien se trató de un recuerdo vívido, pues carecía por completo de los aspectos absurdos e incoherentes típicos de un sueño. Invadida por el temor, Agnes se aferró a la idea de que, en realidad, las cosas se habían desarrollado de un modo muy distinto. ¿O tal vez no? ¿Qué era la realidad en esos minutos entre el sueño y la vigilia? ¿Acaso lo que hasta entonces había tomado por la realidad era el sueño?

Volvió a verse en la ruinosa casa del barrio de Malá Strana de Praga: una mujer alta y delgada que llevaba un caro vestido que llamaba la atención, no tanto por las alhajas como por el tejido, sencillo pero precioso, que el sastre había empleado para confeccionarlo. Sus cabellos formaban un moño del que ya se habían desprendido los primeros mechones cuando abandonó su hogar. Cyprian, que la conocía mejor que cualquier otra persona, solía decir que el aplomo y la voluntad de ser libre empezaban por la cabeza, y ella creía que —en efecto— empezaban en la cabeza: en sus cabellos, que se resistían obstinadamente a todo peinado que no fuera una cabellera suelta y rizada. Según Cyprian —quien debía de saberlo— con el resto de su persona ocurría prácticamente lo mismo en relación con el aplomo. Agnes se había encontrado a sí misma hacía mucho tiempo y buscara lo que buscase, su propio centro no formaba parte de dicha búsqueda: ya se encontraba en él. Aparte de eso, pertenecía a ese tipo de criatura femenina que impulsaba a las otras mujeres a dar un codazo a sus acompañantes porque estos le lanzaban miradas demasiado conspicuas, unas miradas que Agnes únicamente percibía a medias porque en su corazón solo había lugar para uno: Cyprian, el hombre que permanecía a su lado desde hacía veinte años. Y es que pese a que cualquiera le habría echado unos treinta años, en realidad acababa de cumplir cuarenta.

Agnes se apoyó contra la jamba de la puerta y aguzó el oído.

—Madre… —susurró Alexandra.

La hija de Agnes estaba sentada en la cama retorciéndose las manos, con los ojos muy abiertos y brillantes en medio de la oscuridad. La mujer embarazada tendida bajo las mantas soltó un gemido de temor. Agnes se maldijo por haber ido a ver a la embarazada pese al peligro, y aún más por haberse llevado a Alexandra con ella. Había considerado que a la quinceañera le haría bien abandonar el mundo protegido de su hogar y acompañarla durante esa visita. Era la manera de Agnes de ofrecer limosna a los necesitados: con voluntad enérgica de prestar ayuda, con un plato caliente y un consuelo práctico para la muchacha que, apenas mayor que Alexandra, ya se enfrentaba a morir en el parto o a una vida vergonzosa como madre de un hijo ilegítimo. Pero en ese momento existía el peligro de que la experiencia vital de su hija se viera ampliada de manera atroz y que los toscos lansquenetes de Passau la violaran y asesinaran. Agnes apretó los dientes para retener un gemido de terror, al igual que la embarazada.

Y de nuevo tuvo que ser más lista que todos los demás; claro que alguien menos impulsivo que ella primero habría reflexionado y habría hecho caso de las aterradas advertencias con respecto al ejército de lansquenetes. Pero el parto había de producirse al cabo de una o dos semanas y la muchachita, una pariente lejana de su cocinera, necesitaba su consuelo. Debido a su propia historia, Agnes respetaba a esa futura joven madre que había optado por tener el niño aunque se encontrara frente al abismo y aunque hubiera sido más sencillo recurrir a una abortera. Así que Agnes consideró que era su deber dirigirse cada dos días a Malá Strana, una caminata de apenas media hora desde el mundo acaudalado y resplandeciente asentado en torno a la Fuente de Oro hasta la lúgubre pobreza de los jornaleros y los muertos de hambre. Llevaba comida, bebidas, ropas en desuso; ayudaba a la embarazada a asearse, charlaba con ella, comentaba posibles nombres para el niño; lloraba y reía con ella y, sin embargo, siempre tenía la sensación de no hacer lo bastante para pagar su propia supuesta culpa frente al destino, que en su caso había sido tan benévolo…

En ese punto de sus pensamientos se maldijo por tercera vez por haber involucrado a Alexandra, su primogénita, la hija que se asemejaba tanto a ella en todo y que siempre, por más que adorara a sus hijos menores, siempre ocuparía un lugar especial en su corazón…

… Y al mismo tiempo se preguntó, presa de un temor helado, si no había llegado el momento en el que se viera obligada a pagar por veinte años de felicidad.

—Madre… —volvió a susurrar Alexandra.

—¡Chitón!

—Madre, la casa tiene una salida a la callejuela trasera. Si la cogemos entre las dos, tal vez podamos llevarla fuera y conducirla a un lugar seguro sin que nos descubran.

Agnes negó con la cabeza. Sintió una oleada de afecto por su hija, porque esta no había sugerido escabullirse sino salvar a la futura madre. Pero tras cinco embarazos, dos de los cuales habían acabado en un aborto espontáneo, Agnes era una experta y sabía que la joven no debía moverse. O bien le harían daño a ella y al bebé, o bien provocarían un parto prematuro, en medio de la callejuela, en invierno, mientras por todas partes merodeaban los lansquenetes en busca de nuevas víctimas con quienes ensañarse.

Agnes se llevó un dedo a los labios. Fuera resonaron las carcajadas de varios hombres tan borrachos que hubieran reído, aunque alguien hubiese defenestrado a su propia abuela. Agnes sintió náuseas. Apenas unos días antes hubiese estado dispuesta a creer que esos hombres —siempre que estuvieran sobrios— eran individuos medianamente civilizados y decentes, dispuestos a acompañar a una mujer hasta su casa en vez de hacer cola riendo para violarla en medio de la calle y después matarla. Pero no tardó en tener noticias de los actos de los lansquenetes: que habían quemado vivos a padres de familia que trataron de proteger a sus seres queridos; que habían ensartado a niños pequeños con sus picas y los habían arrojado al aire aún pataleando, aún con vida, aún chillando; que habían colgado cabeza abajo de una puerta a embarazadas a quienes les habían arrancado el hijo de las entrañas. El archiduque y príncipe obispo Leopoldo I había enrolado a los lansquenetes de Passau por orden del emperador Rodolfo, pero después fue postergando el asunto y los había dejado en la estacada. Esos hombres enfermos que vegetaban en sus tiendas medio muertos de hambre finalmente se habían levantado en armas y se habían abierto paso hasta Praga dedicados al saqueo; según ellos, para proteger al emperador. Las tropas protestantes de Praga habían impedido que cruzaran el río Moldava, pero de momento habían dejado Malá Strana en sus manos.

Agnes oyó el tintineo de vajillas y cristales que surgía de la callejuela y el sonido de los puñetazos con los que el grupo de soldados obligaba a algunos de los vecinos a correr de un lado a otro. Sabía que esa brutalidad no era nada e intuyó que los lansquenetes disfrutaban contemplando los dientes y las narices rotas. En unos minutos se producirían las primeras muertes, acompañadas por los gritos de las mujeres y las niñas que arrastraban fuera de sus casas. Tragó saliva y se preguntó qué podía hacer.

Entonces oyó que el cabecilla de los lansquenetes gritaba:

—¡Eh, palurdos! ¿Dónde están vuestras mujerzuelas? ¡Traedlas!

Un escalofrío le recorrió la espalda. Ninguno de aquellos martirizados de allí fuera entraría en la casa, pero eso solo significaba que los soldados la registrarían. Intercambió una mirada con la embarazada y sintió una punzada de angustia al ver el terror en sus ojos. La mirada de Alexandra expresaba el mismo terror, pero menos descontrolado; aún no estaba a punto de entrar en pánico. De pronto comprendió cuál era su única oportunidad.

La adolescente la contempló con los ojos muy abiertos, como si adivinara la intención de su madre, y abrió la boca. Agnes inclinó la cabeza, se tragó las lágrimas y se deslizó fuera de la habitación.

—Ahí viene una por propia voluntad —chilló uno de los lansquenetes sorprendido, tras callar un momento—. ¡Lo necesita, muchachos!

Agnes los contempló con expresión sosegada. No había contado con poder intimidarlos con la mirada y el corazón le palpitaba con tanta violencia que apenas podía respirar. Los hombres tendidos en el suelo, semiinconscientes tras la paliza recibida, le dirigieron una mirada de resignación.

—¡Una preciosa pollita! ¿Hay más como tú ahí dentro, preciosa?

Agnes asintió.

—Entonces tráelas, o iremos a por ellas.

Agnes pensó en Cyprian, su marido, y deseó poder decirle lo que pasaba, y al mismo tiempo se sintió agradecida porque veinte años atrás él le había explicado cómo podría escapar de una situación como la que se encontraba.

—Id a buscarlas vosotros mismos —dijo—, pero daos prisa si queréis encontrarlas aún calientes.

—¿Eh?

Agnes se tambaleó; no le costó el menor esfuerzo: los músculos apenas le respondían.

—Mi madre y mi abuela —dijo, fingiendo que le costaba hablar—. Se las ha llevado la peste, haced lo que queráis con ellas, ya no sentirán nada.

Los soldados se quedaron boquiabiertos e intercambiaron miradas.

—¿Han estirado la pata?

—Si os divierte violar a dos muertas —dijo Agnes, haciendo hincapié en lo que consideraba su triunfo—, entonces adelante. ¿Qué más da si revientan un par de pústulas mientras las violáis? —añadió, tambaleándose de nuevo …

… y entonces, absolutamente horrorizada, oyó que los hombres estallaban en carcajadas.

—¿Por qué habríamos de follarnos a las muertas si te tenemos a ti, preciosa?

—No te importará, ¿verdad? Puesto que estás apestada.

—¡Déjanos disfrutar antes de que la espiches!

—Os contagiaréis… —soltó Agnes.

—¿Y qué? De todos modos somos carne de horca, simple carroña.

Tres de ellos ya se acercaban a Agnes, el primero con la mano dentro del pantalón; Agnes vio que movía el puño y retrocedió. Las sonrisas se intensificaron y de pronto comprendió que hasta entonces, en realidad, no había dado crédito a todas esas historias sobre hombres quemados vivos y embarazadas abiertas en canal… y fue consciente de que había cometido un error. ¡Tal vez hubiese existido una posibilidad de escapar! En cambio se había entregado a los hombres y encima había llamado su atención sobre las dos mujeres que permanecían en el interior de la casa.

Cuando comprendió lo que acabaría ocurriendo inevitablemente un espanto indecible se apoderó de ella. Retrocedió otro paso y notó la puerta a sus espaldas; así que allí libraría la última batalla, en el umbral de una casa medio en ruinas… pues no cabía duda de que defendería la entrada hasta su último aliento. Atenazada por el temor de lo que le harían, rogó que Alexandra permaneciera en silencio y que no… «¡Señor, no dejes que esos miserables la…!».

El lansquenete que agitaba la mano dentro del pantalón tironeó de la cuerda que lo sujetaba con la otra mano y esbozó una sonrisa depravada.

—¡Prefiero que la peste acabe conmigo tendido sobre ti que colgado de una soga!

—Te comprendo, amiguito —dijo otra voz.

Los lansquenetes se volvieron y fue como si Agnes lo viera a través de los ojos de ellos: un hombre solitario de pie en medio de la callejuela. Era muy fornido, sus anchos hombros y su amplio torso hacían que pareciera más bajo de lo que era. En un mundo en el que los hombres pudientes solían tener las mejillas enrojecidas por el vino y unas grandes panzas hinchadas por la cerveza, el recién llegado descollaba por su figura atlética. Pese a ello, cualquiera podría haberlo subestimado de no fijarse en sus ojos, pues quienes entablaban un duelo de miradas con él se enfrentaban a una serenidad casi mortífera. Y es que, en efecto, sus oponentes no tardaban en comprender que el dueño de esos ojos siempre guardaba un as en la manga en cuanto las cosas se ponían feas, sin olvidar el hecho de que, en cualquier enfrentamiento, quien tenía una buena razón para luchar siempre llevaba las de ganar. Quien tuviera dos dedos de frente se daba cuenta de que ese hombre siempre estaba dispuesto a luchar por sus seres queridos.

—¿Quién es ese pedazo de mierda?

El corazón de Agnes pegó un brinco: el hombre era Cyprian.

—Tal como están las cosas, hay dos opciones —dijo Cyprian—. Si optáis por la primera, podréis retiraros ilesos: solo habréis de dejar vuestras armas y pagar una indemnización a esos señores que están tendidos en el suelo.

—¿Y si elegimos la segunda, listillo?

—Entonces desearéis haber sido más prudentes —respondió Cyprian, e indicó las ventanas de una casa situada un poco más allá. Los lansquenetes dirigieron la mirada hacia allí.

Presa del horror, Agnes vio que la sonrisa de Cyprian de pronto se borraba; nada se movió en la casa que había señalado.

—No han llegado los refuerzos, ¿verdad? —comentó uno de los lansquenetes, al tiempo que soltaba una risita y alzaba su mosquete.

Las miradas de Cyprian y Agnes se cruzaron y el corazón de ella dejó de latir.

El soldado disparó y la mujer vio que la bala golpeaba el pecho de Cyprian y él caía hacia atrás.

Agnes soltó un alarido y se abalanzó hacia Cyprian, olvidando el umbral que pensaba defender hasta el final.

Su propio grito la despertó y permaneció tendida en la oscuridad, jadeando.

No había sucedido así. En realidad, el cañón de un mosquete se había asomado a cada una de las ventanas de la casa, armas suficientes como para disparar tres veces a los lansquenetes. Y ante una de las ventanas había estado su hermano Andrej, el mejor amigo de Cyprian, sosteniendo un pañuelo en la mano alzada; todos sabían que en cuanto lo dejara caer los mosquetes entrarían en acción y los proyectiles despedazarían a los lansquenetes. Andrej le había guiñado un ojo. Los soldados se habían rendido.

Agnes tanteó a un lado de la cama buscando a Cyprian, pero no lo encontró. Se incorporó y abandonó el lecho, aún temblando, y se envolvió en un manto. El suelo estaba frío bajo sus pies y la casa a oscuras. De vez en cuando Cyprian bajaba al salón durante la noche, encendía el fuego de la chimenea, se sentaba ante las llamas y las contemplaba, como si después de tantos años todavía no estuviese convencido del todo de ser el amo y señor de la casa. A veces Agnes se despertaba y lo encontraba allí, iba a por una manta para cubrirlos a los dos y después se amaban en el suelo ante el fuego, con medio cuerpo congelado debido al frío reinante en la sala y el otro medio abrasado. Agnes cogió la manta de Cyprian y se deslizó hasta el salón.

Se sorprendió al ver que había velas encendidas. En vez de la gran mesa, un túmulo ocupaba el centro de la habitación, y ante él había una figura acurrucada. Encima del túmulo, tendido en su postrer lecho, descansaba el cuerpo frío y rígido de Cyprian como un deformado muñeco de cera.

El sueño había sido la realidad.

Agnes presionó los puños contra la boca y soltó un alarido.

Se incorporó bruscamente; aún oía el eco de su grito resonando en la habitación.

—¡Dios mío! —protestó Cyprian con voz adormilada—. Al final esto acabará conmigo.

Agnes se volvió y clavó la vista en la penumbra; fuera empezaba a clarear. Cyprian se asomó por encima de las mantas, medio divertido, medio dormido. Ella notó que los sollozos se abrían paso en su garganta antes de que un llanto incontrolado se adueñara de sí misma. Rodeó a Cyprian con los brazos y él la atrajo hacia sí; la mujer percibió la tibieza de su cuerpo, la frialdad del suyo propio, la fuerza de los brazos de él y su propio temblor.

—Vi que te disparaban… —tartamudeó y los dientes le castañeteaban—. ¡Y después te vi tendido en la sala, muerto!

—¿Otra vez ese sueño? —dijo Cyprian, meciéndola dulcemente—. Tienes unas pesadillas muy tozudas, querida; todo eso ocurrió hace más de un año y a ninguno de nosotros nos pasó nada, ni siquiera a los malditos lansquenetes. No deberías pensarlo ni en sueños: Andrej jamás habría permitido que yo saliera a buscarte solo.

Ella se aferró a Cyprian agitada por los sollozos. Él siguió meciéndola.

—No te preocupes por mí —dijo con voz suave—. Siempre regresaré a tu lado…

El guardián de la Biblia del Diablo
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