29
Lo primero que vieron al forzar la puerta del recinto que albergaba el mecanismo del puente levadizo fue a Isolde. Estaba sentada encima de la inmensa máquina, canturreando. Leona se abrió paso junto a Cyprian y Agnes para estrecharla entre los brazos, sollozando; Isolde le dio unas palmaditas en la espalda y la cabeza, procurando consolarla. Reía y la saliva le manchaba la barbilla. Sin dejar de reír, se secó las babas y alzó la mano húmeda con gesto triunfal.
Entonces Cyprian alzó la vista y dijo:
—¡Dios mío!
La sangre goteaba sobre la máquina. En el suelo estaba tendido el palo que servía para quitar los soportes del mecanismo; el extremo más grueso estaba ensangrentado. El soporte estaba roto y jamás volvería a ser utilizado. Cyprian dirigió la mirada a la puerta abierta situada en el rincón y, a media altura, vio la impresión sangrienta de la palma de una mano, como si alguien a punto de perder el conocimiento hubiese intentado arrastrarse a través de la puerta. Pero su perseguidor le había pisado los talones.
Cyprian miró a Isolde, que, balbuceando y riendo, trataba de tranquilizar a Leona; luego miró el palo con la punta ensangrentada: no había sido un perseguidor sino una perseguidora.
—Ese es un camino de fuga secreto —dijo Wenzel con voz débil—. Isolde me lo mostró. Cuando corrí en busca de Alexandra se quedó allí dentro en alguna parte.
Él y Andrej alzaron la vista, horrorizados.
Heinrich había descubierto el pasadizo mientras reflexionaba cómo podría escapar de la torre… o ya lo conocía de antemano. Daba igual. Había entrado en el pasadizo e Isolde lo había esperado dentro con el pesado palo en la mano. No podía haberlo dejado inconsciente con el primer golpe; él intentó regresar al recinto de la máquina, ya medio aturdido. Ella lo siguió y le asestó otro golpe.
Cyprian no lograba imaginar cómo esa delicada joven había logrado depositar al desmayado encima del mecanismo, pero lo había hecho. Le había quitado las botas y sujetado sus pies y sus muñecas en los lugares indicados. Después volvió a blandir el palo por tercera vez, quitó los soportes y la máquina entró en acción.
Heinrich colgaba del techo con los miembros estirados. Las sogas que iban desde sus muñecas hasta los contrapesos crujían, las que sujetaban sus tobillos estaban tensas y temblaban. Tenía los ojos cerrados, la lengua asomada entre los labios y el rostro negro. La sangre brotaba de su nariz y su boca. A la altura de la entrepierna el pantalón estaba empapado en sangre, y la sangre se derramaba por encima de sus pies desnudos como en una imagen del Crucificado. Los músculos del torso estaban contraídos de dolor, los brazos retorcidos como cabos de un barco, a la altura de los hombros las articulaciones rotas habían perforado la piel y sus brazos se habían vuelto muy largos.
Agnes se cubrió la boca con la mano y tosió. Alexandra se echó a temblar.
—¡Todavía está vivo, válgame Dios! —graznó el camarlengo.
Heinrich abrió los ojos y su mirada se posó en Alexandra y después en Cyprian. Movió los labios con la vista clavada en este último. Su cara había perdido todo rastro de humanidad. Algo se movió y era como si sus brazos se retorcieran aún más. Un gran chorro de sangre brotó de la herida de su hombro izquierdo y de pronto esta se abrió todavía más. Heinrich soltó un sonido apagado que de algún modo resultaba más atroz que el más agudo alarido de dolor. No despegaba la mirada de Cyprian. Alexandra estalló en sollozos histéricos.
—Salid fuera —dijo Cyprian en voz baja, y cogió el mosquete de uno de los soldados que también había entrado en el recinto y contemplaba el cuerpo destrozado colgado del techo. El mosquete estaba cargado. Cyprian lo alzó, apuntando a la cabeza de Heinrich.
—¡Dios mío! —sollozó Alexandra.
—Salid fuera, todos —ordenó Cyprian y apuntó. Heinrich no parpadeó. Quizás asintió con la cabeza, tal vez sus labios pronunciaron lo siguiente: «Has ganado».
Cyprian apretó el gatillo.
El disparo retumbó en el estrecho recinto como una explosión. En el techo, detrás de la cabeza de Heinrich, de pronto apareció una mancha de sangre y sesos. Su cabeza cayó hacia delante, las cuerdas volvieron a tensarse y, como si la última resistencia de los martirizados tendones y músculos hubiera desaparecido, la máquina finalmente cumplió con su objetivo y los contrapesos golpearon contra el suelo.
Cyprian y Andrej fueron los últimos en abandonar el recinto. Alexandra estaba tendida en el suelo delante de la torre, gritando. Agnes lloraba, al tiempo que intentaba consolar a su hija. Wenzel estaba sentado junto a Alexandra sosteniéndose las costillas: mientras aún se encontraban en la torre uno de los soldados le arrancó el proyectil del cuerpo sin la menor ceremonia y dijo:
—Las cicatrices te vuelven más interesante, muchacho.
Cyprian y Andrej intercambiaron una mirada, después ambos se volvieron hacia la máquina y a la indecible cosa que había caído del techo y yacía en un mar de sangre. Andrej cerró la puerta y ambos se acercaron a Agnes. Ella se puso de pie y Cyprian le sonrió.
—Dije que siempre volvería a tu lado, ¿no?
Agnes empezó a sollozar una vez más, con la cabeza gacha y los hombros agitados. Cyprian la atrajo hacia sí y la abrazó. Con la otra mano abrazó a Andrej, y entonces, siempre abrazados, los tres lloraron.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó Agnes por fin, y tocó la camisa de Cyprian. Se oyó un crujido.
—Filippo, el sacerdote muerto, las llevaba bajo la sotana —dijo Cyprian bajando la voz—. Son hojas arrancadas de un libro. Hojas bastante grandes. Si les echas un vistazo comprobarás que, entre otras cosas, en ellas aparecen las reglas benedictinas, si bien no en su extensión original.
Andrej se sobresaltó.
—Tranquilo —dijo Cyprian—. Filippo nos engañó a todos. Debió de arrancar las páginas del códice. Su propósito era que creyéramos que el original era la copia. Con ello nos salvó la vida a todos.
—¿Y dónde está la copia?
—Ni idea. Heinrich la escondió en alguna parte. Te aseguro que no la buscaré.
—¿Qué haremos con…? —dijo Agnes, e indicó el inmenso libro tendido en el suelo junto a la hoguera apagada. Los soldados del camarlengo trazaban un desconfiado círculo en torno al libro.
—Dietrichstein debía volver a llevarlo a Praga, pero donde estará mejor a resguardo es en el castillo, puesto que todo el mundo cree que es una copia, y deberíamos dejar que lo sigan creyendo.
—Sí, pero ¿y eso? —preguntó Andrej, señalando el pecho de Cyprian.
La sonrisa de este se apagó.
—Ahora los guardianes de la Biblia del Diablo somos nosotros, ¿o acaso no lo somos? —preguntó.