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Ella corría.
Oyó que sus perseguidores se acercaban y sabía que le darían alcance, sin embargo, siguió corriendo. Por improbable que resultara, durante los últimos segundos de su vida las personas todavía confiaban en escapar.
Las ramas azotaban su cuerpo desnudo, las espinas se le clavaban en la piel y arrancaban jirones, se golpeaba contra los troncos de los árboles y se cubría de magulladuras. El aire gélido de febrero la flagelaba, la nieve por encima de la cual corría era como heladas esquirlas de cristal bajo sus pies. Ella no prestó atención a nada de todo eso, ni siquiera lo percibía, y en caso de que acusara el frío lo despreciaba, porque sabía que el sufrimiento que la esperaba cuando la capturaran sería infinitamente peor.
Y la capturarían.
El aire ardía en su garganta como si inspirara ácido, su corazón palpitaba como un caballo desbocado, los escalofríos que le recorrían el cuerpo se alternaban con oleadas de calor, las náuseas casi la asfixiaban pero no se detuvo. Hacía tiempo que sus pies desnudos estaban en carne viva. Oyó el relincho de los caballos, pero gozaba de una ventaja, aunque no era consciente de ello: corría a través del bosque y los perseguidores debían esforzarse por hacer avanzar a sus caballos.
No había pensado en ello, solo había pensado que no quería sufrir, que no quería morir, que no quería ver cómo su vida se derramaba en esa tina, que no quería que la sujetaran por encima de ese mar de sangre con el cuchillo aún clavado en la garganta para que la herida permaneciera abierta y morir agitándose y pataleando, la última imagen grabada a fuego la de su propio rostro reflejado en el mar de sangre hedionda, al tiempo que las sombras ya se disponían a arrastrarla a la oscuridad, sin confesión, no redimida, eternamente convertida en la propiedad del diablo en cuya herramienta la había convertido la muerte.
Porque en realidad eso era lo que eran sus perseguidores: los esbirros de Lucifer.
Ella había aprovechado un momento de distracción, cuando todos ellos agarraron el cadáver aún tembloroso de su antecesora y lo depositaron en el tablón inclinado que desembocaba en los establos.
Sabía que había sido en vano, que los esbirros la atraparían, pero siguió corriendo.
¡Un claro en el bosque! Oyó el sonido de cencerros y el balido de las cabras por encima del zumbido en sus oídos. Tropezó y un rayo de esperanza la invadió: donde había animales tal vez habría personas, zagales, pastores, campesinos…
Oyó el zumbido. De pronto se hallaba tendida en el suelo con la vista clavada en el mosaico formado por las agujas de las coníferas, las ramitas y las hojas otoñales. Solo después notó el golpe en la espalda, pero no sintió dolor. Trató de tomar aire, pero los pulmones no le respondían; intentó apoyarse en un brazo y una punzada ardiente le recorrió la espalda. Soltó un gemido, pero aún no podía respirar. Oyó las pisadas de los caballos y sus relinchos. Procuró mirar por encima del hombro, pero estaba como paralizada, su cuerpo se asemejaba a un leño petrificado atravesado por una estaca candente. Oyó las pisadas de las botas que recorrían el suelo del bosque y se acercaban. Clavó la vista en un par de ojos y de repente fue consciente de que no se trataba de una fantasía, que los ojos estaban allí, que pertenecían a una persona que se ocultaba entre los matorrales a menos de cinco pasos de distancia y que le devolvía la mirada. Quiso abrir la boca para pedir auxilio, pero la estaca candente se lo impedía y advirtió que las sombras se acercaban desde el borde de su campo visual. Entonces la volvieron boca arriba, una violenta sacudida de dolor y fuego, y vio que sus perseguidores le habían dado alcance. Vio la punta del proyectil de ballesta que surgía de su cuerpo, vio el rostro de Lucifer, vio que reía y vio danzar al diablo presa de la alegría ante el mal ajeno.
Había temido lo peor, pero en ese momento descubrió que no sabía lo que «peor» podía significar.