11

—Se ha detenido —siseó el hombre de la narizota—. Maldición, lo ha olido.

—Mierda —masculló su acompañante, un calvo.

—Te lo advertí: no enciendas el fuego. Pero no, tuviste que…

—Cierra el pico. ¿Qué está haciendo el bellaco?

El narizotas se asomó al exterior del hueco situado a media altura de una enorme roca hasta que avistó el camino entre los troncos de los árboles. Un jinete se encontraba en medio del camino, con la cabeza ladeada.

—Aguza los oídos —dijo el narizotas.

—Pero a esta distancia no puede oírnos, ¿verdad?

—No, no puede —contestó el narizotas, aunque no del todo convencido.

—¡Joder! ¿Por qué regresa el bellaco?

—Y yo qué sé. Ojalá no hubieras encendido el fuego.

—Ayer me pasé todo el día olisqueando el asado que preparaban esos dos hijos de la gran puta. Y nosotros tuvimos que conformarnos con queso duro y gachas de avena. ¡Tenía un hambre de mil demonios, hombre!

—Al menos podrías haber aprovechado para meterte las gachas en la cabeza, así tendrías algo en la mollera.

—¡Cierra el pico!

El narizotas volvió a deslizarse dentro del escondite.

—¡Sigue cabalgando! —susurró.

Lentamente, el calvo cogió su ballesta y el narizotas alzó las cejas. El calvo le dirigió una mirada pensativa.

—Dijeron que se trataba del cardenal, ¿verdad? Antes de que el tendero nos descubra y nos meta bronca acabaré con él.

Tendido en el suelo, el calvo apoyó un pie en la estribera y tensó la cuerda de la ballesta. La madera se curvó y soltó un chasquido tan sonoro como un disparo de mosquete. Los dos hombres contuvieron el aliento. Las aves no interrumpieron su canto y de pronto una gota de sudor brilló en la frente del narizotas. El calvo siguió tensando la ballesta y la madera volvió a crujir. La cuerda estaba tan estirada que casi pudo engancharla en el gatillo. Los brazos del calvo temblaban debido al esfuerzo, los labios del narizotas formaron una «o» al tiempo que su compinche seguía tirando. La cuerda quedó sujeta detrás del gatillo y se produjo otro chasquido. El narizotas parpadeó: ignoraba el ruido que hacía una ballesta al tensarse. El calvo espiró lentamente y apartó la mano de la cuerda tensa. Las articulaciones de los dedos soltaron un crujido y el narizotas se sobresaltó.

—¿Cuál es la situación? —murmuró el calvo en medio del repentino silencio.

El narizotas volvió a asomarse. Vio que Cyprian se acercaba lentamente y oyó que canturreaba en voz baja.

—El muy imbécil no se ha dado cuenta de nada.

—Te digo que todo eso que nos dijeron de ese individuo es una exageración. Es igual a todos los demás.

—¡Chitón!

—¿Qué pasa?

—Ya no lo veo. Está detrás de los árboles. Cállate, así oiremos si vuelve a detenerse.

El narizotas trató de atisbar por entre el tupido bosque, al tiempo que su compinche permanecía tendido de espaldas junto a él, aguzando los oídos con la boca abierta. Oyeron los lentos golpes de los cascos que se aproximaban sin prisa, acompañados del canturreo de Cyprian. El calvo asintió con la cabeza y el narizotas sonrió. Entonces los pasos se apagaron, la sonrisa del narizotas se esfumó y el calvo puso los ojos en blanco con expresión furibunda.

—¿Y ahora qué? —preguntó el calvo, articulando las palabras sin llegar a pronunciarlas.

El narizotas se encogió de hombros. El calvo se tendió boca abajo, se asomó y alzó la ballesta. Los pájaros gorjeaban y trinaban. El caballo permaneció inmóvil y los dos hombres se miraron.

Después oyeron un suave y prolongado chapoteo, seguido de un gemido de alivio. El jinete invisible carraspeó, escupió, tosió e hizo todo lo habitual tras haberse aliviado y sentirse mejor, antes de volver a montar soltando un gruñido. El caballo dio unos pasos para retomar el mismo trote lento y rítmico anterior. El narizotas se dio cuenta de que había contenido el aliento durante todo ese tiempo y lo soltó con un siseo.

—Ha echado una meada —susurró el calvo en tono incrédulo y volvió a ponerse a cubierto—. Ojalá se le caiga el rabo.

El narizotas atisbó el camino entre los troncos de los árboles, pero no vio nada y procuró encontrar un ángulo visual mejor. El caballo avanzaba con tanta lentitud que se preguntó si el jinete no se disponía a desmontar y seguir haciendo sus necesidades. Por algún motivo, la idea le hizo gracia y resopló. El calvo lo miró con aire interrogativo. El narizotas meneó la cabeza y reprimió la risa.

Entonces se dio cuenta de que si se inclinaba hacia delante en el ángulo correcto podía divisar el camino entre dos ramas. Entornó los ojos y el jinete se acercó a ese punto. El narizotas le hizo una señal al calvo y este volvió a asomarse, descubrió el hueco y alzó la ballesta. Se lamió un dedo para comprobar de dónde soplaba el viento, desplazó la ballesta ligeramente a la izquierda y apuntó al hueco. El narizotas ya había observado la mortífera precisión con que su compinche manejaba el arma. Cyprian Khlesl estaría muerto antes de que acertara a descubrir el significado del chasquido de la cuerda.

El calvo apoyó el pulgar en el gatillo y ambos oyeron los lentos pasos del caballo.

—Adiós, tendero —musitó el calvo—. Nunca regresarás de este viaje.

El guardián de la Biblia del Diablo
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