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Cyprian abandonó el recinto cojeando. Tenía el lado derecho del cuerpo entumecido, pero era un entumecimiento helado y doloroso. Al respirar era como si le clavaran un cuchillo. Heinrich estaba de pie en el otro extremo del improvisado campo de batalla. Se había quitado la camisa, su torso parecía esculpido, como el de la estatua de un atleta. Cyprian miró en derredor. El combate no se desarrollaba ante la torre del homenaje para el disfrute de unos posibles espectadores. La media docena de personas presentes parecían tener demasiado miedo del joven como para osar escabullirse. Casi todas eran mujeres ancianas.
Cyprian se detuvo porque durante un instante las náuseas fueron tan intensas que creyó que vomitaría. El ataque pasó y Cyprian trató de tomar aire. Las costillas rotas le causaban estertores que le erizaban los cabellos y lo cubrían de sudor. Se enderezó con lentitud y comprobó que era más sencillo de lo que había pensado. Había endurecido sus músculos en cuanto las heridas de los disparos cicatrizaron lo bastante como para poder moverse y de momento sostenían los huesos rotos y volvían más soportable el dolor, pero Cyprian no se hacía ilusiones. Sabía que cualquier movimiento rápido le causaría un dolor infernal. Volvió a mirar en derredor. Alexandra no aparecía por ninguna parte y, en vano, intentó reprimir su temor. Su única oportunidad consistía en permanecer sereno. La única ventaja con la que contaba era que su adversario estaba medio cegado por el odio y la rabia. Eso… y la certeza de que luchaba por algo, en ese caso por su propia supervivencia y la de Alexandra. Heinrich solo luchaba contra algo: la sospecha de que, pese a todo, él era el más débil.
Cyprian tomó aire y rugió:
—¡Alexandra!
De manera involuntaria, Heinrich dirigió la mirada al puente de madera que comunicaba el edificio principal con la torre del homenaje y Cyprian lo imitó. Allí no se veía a nadie, pero eso no tenía por qué significar algo. La barandilla del puente era alta; Alexandra podía estar tendida en los tablones, maniatada. Vio una figura inmóvil que yacía en el suelo debajo del puente y supo que alguien se había precipitado. No pudo comprobar si se trataba de un aliado o de un enemigo. Cyprian se obligó a sonreír.
Heinrich soltó un rugido de ira y después echó a correr con los hombros bajos, como un toro lanzado al ataque. Cyprian sabía que no era lo bastante veloz como para esquivarlo en el último momento. Dio un paso a un lado para no ser empujado de espaldas hacia las llamas y luego se preparó para el impacto y confió en no desmayarse de dolor.
Fue como si le hubiesen disparado por segunda vez, como si su flanco izquierdo se destrozara. Uno aferrado al otro, ambos hombres cayeron al suelo, Heinrich encima de Cyprian. Cyprian se dio el lujo de soltar un grito, los extremos de los huesos se rozaron, perforaron sus carnes y volvieron a unirse. La vista se le nubló y durante un momento fue completamente incapaz de moverse. Aquello no debía pasar por segunda vez, de lo contrario estaba acabado.
Heinrich rodó a un lado y Cyprian también. Volvió a soltar otro grito de dolor; Heinrich se apoyaba en las manos y las rodillas y sacudía la cabeza. Cyprian había aprovechado el momento del impacto y, mientras caía, había golpeado la frente contra la de Heinrich; el dolor que le invadía el cráneo no era nada, comparado con el dolor que le atenazaba las costillas. Heinrich parecía más afectado: gruñó y trató de ponerse de pie.
La mayoría de los combates se deciden incluso antes de que los contrincantes lleguen a las manos. En general, de pronto uno de los combatientes pierde la confianza y entonces siempre acaba siendo vencido. Y casi todos los combates librados entre dos adversarios igualmente decididos también se deciden en los primeros instantes. Un hombre forzudo puede postergar su derrota final si logra permanecer en pie, pero solo es cuestión de tiempo.
Cyprian sabía que le había dado a Heinrich de manera inesperada. El joven creyó que Cyprian intentaría esquivar el impacto. Era de suponer que todos los demás lo hubiesen hecho. En lugar de eso, Cyprian había dejado que el otro lo embistiera y aprovechado el impulso para contraatacar mientras caía al suelo. Heinrich encogió las piernas y volvió a sacudir la cabeza para recuperar la visión. Había llegado el momento de preparar el final del combate.
Cyprian lo aferró de los cabellos, lo levantó y le pegó un puñetazo en la cara. Era un golpe preciso, realizado haciendo caso omiso del dolor en las costillas, que lanzó a Heinrich hacia atrás y le rompió la nariz. Heinrich aterrizó sobre el trasero y la sangre se derramó por su mentón. Soltó un alarido, se volvió y se llevó las manos a la cara al tiempo que trataba de ponerse de pie. Cuando casi lo había logrado, Cyprian le pegó una patada en el culo y Heinrich chocó de cabeza contra un montón de tablas.
De algún modo logró ponerse en pie, lanzó un puñetazo a ciegas en dirección a Cyprian y no acertó. Las lágrimas lo enceguecían y su rostro era una máscara sangrienta. Cyprian retrocedió un paso y Heinrich lo siguió, tropezando y procurando asestarle otro puñetazo, pero tampoco lo logró y soltó un rugido. Se estremeció, recordó cómo se combatía y alzó ambos puños. Cyprian le dio un certero puñetazo en la nariz hinchada.
Heinrich cayó de rodillas aullando como un lobo. Aún tenía la suficiente presencia de ánimo para lanzarse hacia atrás, pero Cyprian renunció a pegarle otro puntapié. Si su adversario lograba atraparle el pie estaba acabado. Por fin Heinrich se alejó rodando y volvió a levantarse en medio de un remolino de gotas de sudor y sangre. El polvo gris del suelo le cubría los cabellos y tenía la cara tan deformada que ni su madre lo hubiera reconocido.
—¡Te matarééé! —chilló, escupiendo sangre y saliva.
Tenía los ojos hinchados y casi cerrados. Se volvió y echó a correr hacia la hoguera. Cyprian intentó interponerse pero Heinrich zigzagueó y se abalanzó sobre el atril en el cual reposaba la Biblia del Diablo. Un abanico de gotas de sangre salpicó el cuero blanco y Heinrich tironeó de algo situado por debajo, pero estaba atascado.
Cyprian se acercó. Heinrich le lanzó un golpe, Cyprian se agachó y la punzada de dolor en las costillas lo hizo resollar, pero aprovechó la oportunidad para asestarle un puñetazo en el estómago a Heinrich y este se encogió. Logró pegarle un codazo en la sien a Cyprian, pero era un golpe sin fuerza. Cyprian le asestó una patada en el pie y su adversario cayó al suelo y volvió a rodar a un lado, pero mucho más lentamente que antes. Sin necesidad de comprobarlo, Cyprian supo que Heinrich había buscado un puñal o una pistola debajo del atril, pero no intentó apoderarse del arma. Tropezó detrás de Heinrich, aguardó hasta que este se incorporó y le asestó un golpe en la cabeza con ambos puños. Heinrich giró sobre sí mismo y cayó boca abajo. Una vez más, trató de incorporarse.
Ese era el momento. Otro golpe en la cabeza sería suficiente. Incluso una patada en el cuerpo tendría el efecto necesario. Ninguna de las dos cosas lo mataría, pero lo dejarían definitivamente fuera de combate.
Heinrich soltó un gemido. Estaba de rodillas, pero su torso se bamboleaba de un lado al otro; tenía los ojos casi cerrados y braceaba, impotente.
Invadido por el asco, Cyprian comprobó que no podía hacerlo. Había luchado por su vida y la de Alexandra, pero ello no hacía que se sintiera mejor. Debería sentirse triunfante, pero ante el rostro destrozado solo se sentía como un animal brutal. Debería sentirse justificado teniendo en cuenta el destino que Heinrich les había pronosticado a él y a Alexandra, que le había roto las costillas para obtener una ventaja y que a pesar de ello había escondido un arma. Pero lo único que lamentaba era haberse visto obligado a descender al nivel de Heinrich y sentir compasión por un hombre que era un miserable cobarde y que en el fondo de su corazón lo sabía perfectamente. Cyprian bajó los brazos.
Heinrich logró apoyar un pie en el suelo y trató de levantarse, pero solo cayó de lado. Volvió a gemir y se encogió.
Entonces desde el puente resonó el estallido del disparo de una ballesta y se oyó un grito agudo.