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Filippo seguía el ritmo con los ojos cerrados; los golpes le agitaban todo el cuerpo.

—Más fuerte —pidió Vittoria, jadeando—. Más fuerte.

—Hago lo que puedo, hermana de mi corazón —dijo Filippo, o quiso decirlo, pero entonces comprobó que no tenía voz.

Notó la presión de las manos de Vittoria aferrando las suyas, olió su sudor y el suyo propio.

—Más fuerte.

—¡Juro que jamás volveré a comer mantequilla!

Pero tampoco pudo pronunciar esa chanza. Filippo trató de abrir los ojos; los párpados le pesaban como si fueran de plomo. Entre tanto se había percatado de que los golpes seguían un ritmo que procedía de fuera. Él conocía ese compás: era una palpitación que agitaba todas las fibras de su cuerpo y que causaba la sensación de que con cada golpe el alma se alejaba un paso más de todos los otros seres humanos y se adentraba en una oscuridad en la que quedaría atrapada para siempre.

—Más fuerte.

Era la palpitación que lo invadía cuando se acercaba a la Biblia del Diablo, era como el zumbido de un enjambre de avispas. Era el latido del corazón de Satanás.

—Más fuerte, Filippo.

—No puedo más.

—No aflojes, Filippo, no aflojes.

El vértigo se apoderó de él. De pronto fue como si su cuerpo quisiera informarle de que no se encontraba en la cocina de la casa del cardenal Scipione Caffarelli en Roma, sentado frente a Vittoria, sino que estaba tendido de espaldas con los miembros temblorosos. Las manos de Vittoria agarraron las suyas con más fuerza y lo alzaron, y de repente se dio cuenta de que no estaba sosteniendo la mano de mortero húmeda y resbaladiza de la mantequera, sino que sus manos reposaban sobre una piel tibia y empapada en sudor. Vittoria tironeó de ellas y las presionó contra algo diferente, algo blando y firme bajo lo cual palpó dos huesos duros, y el espanto se apoderó de él.

—Con más fuerza, Filippo. Tócalos. Así está bien, con más fuerza.

—Vittoria… —gimió—. ¡Dios mío…!

—No —dijo ella—. No tienes ningún Dios. No te has hecho la pregunta.

Él trató de quitársela de encima, procuró arrastrarse y escapar del cuerpo tendido sobre el suyo. Los ojos le ardían.

—¡Por favor!

—La pregunta, Parsifal —dijo Vittoria—. Haz la pregunta. ¿Sabes qué es el Santo Grial? El recipiente que contiene el saber divino. Haz la pregunta, Parsifal, o el grial permanecerá cerrado para ti.

—¡No! —gritó, y se incorporó.

Los muslos de Vittoria lo aprisionaban y sus rodillas le aplastaban las costillas. No percibía el peso de ella en el bajo vientre, pero sí que ella lo sostenía.

—¡La pregunta, Parsifal!

—¡NOOOO!

De pronto una llamarada de luz lo envolvió y comprendió que no tenía los ojos cerrados, sino abiertos. Había estado literalmente atrapado en la más absoluta negrura. Entonces recuperó la vista y vio a la mujer desnuda que estaba a horcajadas sobre él, su cuerpo perfecto, la melena rubia que le ocultaba el rostro. Ella se inclinó, la cortina de cabellos se dividió y la mujer sonrió.

—Señora Polyxena…

Repentinamente, su bello rostro se deformó como si fuese un reflejo en un estanque al que alguien hubiera arrojado una piedra y después de un instante terrible y aterrador se convirtió en el rostro que había visto en la Biblia del Diablo, la sonrisa maligna de entre cuyos labios asomaba una lengua bífida. Espantado, Filippo dio un respingo y la entrepierna de ella se encogió con un movimiento exquisito y doloroso que lo arrastró hasta el éxtasis. Sintió que las fuerzas abandonaban su cuerpo y su corazón se detenía. El horror era tan inmenso como el placer y entonces… despertó.

En su cabeza resonó un eco casi olvidado: «Quo vadis, Domine?». Era el eco de la voz de la señora de Pernstein.

Filippo respiraba entrecortadamente, sollozando. Entonces miró en torno. Estaba solo en la pequeña alcoba que le habían adjudicado. La vela apenas se había consumido, debía de haberse quedado dormido. El recuerdo de Vittoria, si bien había sido profanado por los acontecimientos del sueño, hizo que volviera a dudar por primera desde hacía días. ¿Es que de verdad todo estaba perdido y la mano del diablo era la única bajo la cual los seres humanos aún podían buscar refugio? ¿O todo estaba perdido solo cuando todo estaba realmente perdido? Vittoria había hecho una pregunta como esa. Filippo estaba seguro de que la respuesta residía en la Biblia del Diablo, al igual que la respuesta a la otra pregunta cuyo eco todavía resonaba en sus oídos.

Apoyó los pies en el suelo, pero la sensación de tocar un tejido húmedo lo detuvo. Con gesto vacilante y con un horror cada vez mayor, se levantó la sotana y clavó la vista en su entrepierna. La camisa estaba mojada y el aire convirtió los restos de la eyaculación en algo frío y pringoso que se pegó a su piel como el roce de un anfibio. Filippo se estremeció. Después se puso de pie de un brinco, se desprendió apresuradamente de la sotana, la arrojó sobre la cama, se quitó la camisa y soltó un quejido cuando la parte húmeda se deslizó por encima de su vientre y su pecho y el olor harinoso penetró en su nariz. Cuando quedó desnudo en la alcoba, su cuerpo pálido y flaco empezó a temblar de frío. Estrujó la camisa y luego la dejó caer, asqueado, cuando un pringue frío le cubrió la palma de las manos. Miró en derredor con expresión angustiada. Por fin arrancó la sábana del colchón de paja y se restregó el cuerpo, jadeando y gimiendo, hasta que su piel enrojeció y se cubrió de rozaduras, y tuvo la sensación de haberse arrancado el vello del pubis a manojos. Deslizó la mano entre sus piernas, la olió y apartó la cabeza. Después se dirigió a la tina de agua, trató de lavarse salpicando agua en todas direcciones como un loco, y por fin se echó a temblar de frío. Una vez más, echó mano de la sábana.

Pero por más que se lavó y se frotó y tiritó, lo peor de todo resultaba imposible de eliminar: la erección dura como una piedra que permaneció tras su eyaculación soñada y que seguía palpitando como si su virilidad aún oyera la llamada de la Biblia del Diablo.

Cuando lo convocaron una vez caída la noche, la erección había desaparecido, pero no así la mezcla de asco y deseo causada por la pesadillesca unión con un ser que hablaba con la voz de Vittoria, poseía el cuerpo de Polyxena y le sonreía con la lengua bífida de Satanás. Habría hecho cualquier cosa para desterrar el recuerdo de Vittoria del eco del sueño. Tanto antaño como en el presente, ella siempre le había parecido lo único bueno que determinaba su vida, y en ese momento era como si dicha certeza se viese manchada. Vagamente, se preguntó si esa era la esencia del poder que lo había atraído: manchar y ensuciar todo lo noble y lo bueno hasta que solo pareciera vulgar y estropeado. Entonces recordó a la muchacha y su madre en la catedral de aquella ciudad y supo que no hacía falta un poder exterior para que los seres humanos lo enfangaran todo.

En la antigua capilla ardían más velas que en una gran catedral. El calor y el olor a cera, sebo y aceite resultaba mareante; el incienso invadía el cerebro. Cientos de llamas danzaban y chisporroteaban, era como si un coro invisible entonara un cántico casi inaudible y como si el sonido surgiera de un abismo más allá de toda comprensión humana. El libro reposaba en el atril, cubierto por un paño resplandeciente y multicolor. Cuando Filippo entró, dos figuras se volvieron: una mujer delgada y otra rechoncha cuyos magníficos atuendos estaban arrugados y cuyas figuras titilaban bajo la luz de las velas. En cambio, la aparición ataviada de blanco que permanecía de pie entre ambas parecía flotar, como si sus pies no tocaran el suelo. Resultaba difícil reconocer los rostros y más aún posar la mirada en los rasgos de dos señoras mayores de alto rango cuando uno podía dirigirla a las dos gemas verdes y doradas que refulgían en el rostro blanco de la señora de Pernstein.

Una de las dos damas alzó la mano para persignarse, pero una mano blanca y perfecta se lo impidió.

—Aquí eso no es necesario, querida.

—Pero él es un sacerdote…

—En este recinto se trata de la redención, no de la marca de los esclavos de la cruz.

—Pero Jesucristo…

—… murió en medio del dolor. Vuestra meta no es la agonía de vuestra fe, condesa, sino el brillo de su poder inquebrantable, ¿verdad?

—Eh… desde luego… eh…

La mujer rechoncha bajó la mano derecha, visiblemente confusa.

Hablaba en bohemio con un deje casi tan pronunciado como el de Filippo. Ella también parecía haber aprendido la lengua tarde.

—Pasad, padre Caffarelli. Os presentaré a estas damas.

Filippo se dejó arrastrar por la atracción irradiada por los ojos verdes. Solo entonces notó que dos figuras inmóviles envueltas en hábitos y capuchas ocupaban un rincón de la capilla: bajo la luz de las velas parecían sombras sólidas. Filippo empezó a sudar. Como siempre, su anfitriona presentaba un aspecto impecable, mientras que los cabellos de sus dos visitantes femeninas parecían revueltos y estaban pegados a sus sienes, húmedos y apagados.

—¿Caffarelli? —preguntó la dama más delgada—. Vuestro nombre me resulta familiar.

—Mi hermano es el penitenciario mayor papal. —Filippo se obligó a contestar.

—¿De veras? Bien, puede ser. Mi marido ha hablado con los círculos más elevados de la Iglesia católica.

—Yo ya no tengo nada que ver con la Iglesia católica.

—Me alivia saberlo, querido.

—Permitid que os presente a Bibiana von Ruppa, Filippo, amigo mío…

La interlocutora de Filippo inclinó la cabeza.

—… y a la condesa Susana von Thurn.

La más gorda de ambas damas hizo una reverencia, aún confundida por la aparición de Filippo y el puesto poco claro que ocupaba. Filippo se dio cuenta de que Polyxena von Lobkowicz había escogido una táctica excelente para mistificar su persona y se preguntó con qué fin lo habían llamado a la capilla. Las dos figuras envueltas en hábitos de monjes no se movieron. Filippo sabía que en Pernstein no había monjes mendicantes ni de ninguna otra clase. Los hábitos solo podían ser un disfraz.

—Los esposos de las damas, Wilhelm von Ruppa y el conde Matthias von Thurn, pertenecen a los portavoces más importantes de los estamentos bohemios protestantes.

Filippo hizo una reverencia.

—Me siento honrado.

Bibiana von Ruppa le tendió una mano con un anillo para que lo besara. Filippo titubeó una fracción de segundo. De pronto una brisa fría recorrió la capilla y apagó un par de velas. Bibiana miró en torno con expresión asustada; los ojos de su anfitriona relumbraban en su rostro blanco que, bajo la luz de las velas, parecía de hielo. Cuando Bibiana se volvió hacia Filippo una vez más, este hacía tiempo que se había enderezado y contemplaba las damas con rostro inexpresivo. Bibiana bajó la mano lentamente; parecía insegura. Filippo notó la corriente de aire cuando la puerta a sus espaldas volvió a cerrarse sin hacer ruido. En las seis semanas de su estancia había descubierto la propensión de la señora de Pernstein por las puestas en escena dramáticas. Lo que todavía era un misterio era su increíble sexto sentido para saber cuándo dichas puestas en escena resultaban adecuadas. Quizá los monjes disfrazados formaban parte de una de ellas.

—Señoras —Filippo oyó que decía Polyxena con voz ronca—, ¿sabéis a qué me refería antes, cuando mencioné la redención?

—Desde luego. La redención de la vera fe cristiana del sometimiento a la superstición católica.

—La Iglesia católica ha llegado a su fin —dijo Polyxena, señalando a Filippo con una mano blanca—. El Papa es un hombre confuso y sus sustitutos más importantes ya se han convertido a la vera fe.

Filippo notó las miradas de las dos aristócratas posadas en él. «Una jugada brillante, señora Von Lobkowicz —volvió a pensar—. Mi sola presencia parece confirmar dicha afirmación». El padre Caffarelli, hermano del poderoso penitenciario mayor: si alguien estaba al corriente debía de ser él. Filippo comprendió que debía de dar la impresión de que solo había viajado de Roma hasta allí para subrayar las palabras de su anfitriona y reprimió una sonrisa tan irónica como aprobatoria. Al parecer, ella ignoraba cuánta razón tenía en realidad. El Papa no estaba confuso, sino irremediablemente enfrascado en sus dos proyectos: en aumentar la riqueza de su familia y en su propia autorrealización mediante la reforma de la fachada de la catedral, pero entre los creyentes el efecto era el mismo. Y quizá sus cardenales no se habían convertido a la vera fe (fuera la que fuese, pero que en todo caso no era el protestantismo), pero ya no guardaban mucha relación con las reglas de la Iglesia católica. Cuando se dio cuenta de adónde quería ir a parar Polyxena y qué era lo que ella denominaba la vera fe, se sintió conmocionado y un escalofrío le recorrió la espalda.

La vera fe era la no fe. La fe en que no existía nada bueno y que Dios había dado la espalda a Su creación. La fe en que el derecho del más poderoso determinaba el mundo. La fe en el credo del diablo.

Acaso los cardenales lo hubiesen denominado de otra manera, pero de hecho, el resultado era el mismo. Cuando comprendió que la mujer hasta la cual lo había conducido su búsqueda pretendía coger una manzana que estaba más que madura se quedó sin aliento. La manzana era el mundo. Lo único que faltaba para el dominio del diablo era que todos reconocieran abiertamente que Dios estaba muerto. Entonces el frío que lo atenazaba aumentó. ¿Acaso su búsqueda lo había conducido hasta un círculo todavía más profundo del infierno? «¡Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!».

La condesa Von Thurn tenía los ojos muy abiertos.

—¿Decís que todos los cardenales se han convertido al protestantismo?

Una sonrisa condescendiente atravesó el rostro blanco.

—¿Cuántos años creéis que tengo, queridísima?

—Eh… eh… no lo sé.

—Tocad mi mano.

Filippo observó cómo los dedos gordos y sonrosados de Susana von Thurn aleteaban por encima de la delgada mano de su anfitriona. En el dorso de la mano de la condesa ya aparecían las primeras imperfecciones, la piel de los nudillos estaba arrugada y bajo la luz de las velas algunas manchas causadas por la edad parecían suciedad. Era como si una campesina tocara la mano de una estatua de alabastro.

—Miradme a los ojos.

Susana von Thurn alzó la vista como un conejo.

—¿Cuán abrasadora es la pasión que aún arde en vuestras venas, queridísima?

—Eh…

Las manos de la estatua de alabastro se alzaron y tomaron la cara mofletuda de la condesa. Después el rostro blanco se inclinó hacia delante y los labios rojo sangre presionaron los trémulos de la condesa. Los ojos de Susana von Thurn se abrieron, sus ojos parpadearon y luego se cerraron, y todo su cuerpo pareció relajarse e inclinarse hacia su anfitriona. Filippo observó cómo ambos pares de labios se confundían y oyó el suave gemido de la condesa rechoncha. El aspecto de las dos mujeres besándose de manera cada vez más apasionada hizo que el calor invadiera su entrepierna. Dirigió una mirada de soslayo a Bibiana von Ruppa, de pie a su lado, completamente estupefacta y con los labios entreabiertos. Seguro que no lo sabía, pero se los relamía con la punta de la lengua. Polyxena se apartó de la condesa y esta se tambaleó. Tenía la boca manchada de carmín.

—¿Es que alguna vez habéis ardido de pasión, queridísima?

A Filippo la voz ronca le erizó la piel.

—Eso es… —empezó a decir Bibiana von Ruppa.

—Yo… —tartamudeó Susana von Thurn.

—Tengo cincuenta años —dijo la voz ronca—. ¿Cuántos tenéis vos?

Filippo se quedó de piedra. No había ningún motivo para que la mujer de blanco mintiera. Él había calculado que tendría treinta y tantos. Estaba estupefacto. Vittoria había muerto a los cuarenta y pocos; ni siquiera cuando aún gozaba de buena salud había parecido tan joven como la señora de Pernstein. ¿Cómo había…? ¿Qué había…? Un escalofrío le recorrió la espalda cuando se le ocurrió un motivo. Ciertas hojas de la Biblia del Diablo contenían recetas; básicamente, cada receta constaba de elementos sumamente venenosos. Entonces se le apareció la imagen de ese hombre demacrado que miraba en derredor temblando como un perro que ha recibido demasiadas patadas, ese hombre que de vez en cuando se deslizaba a través de la puerta y desaparecía en el interior del castillo. En cierta ocasión había observado cómo arreglaba el dedo torcido de un siervo. El hombre era un barbero. ¿Acaso Polyxena le había encargado que tratara de elaborar las recetas? Filippo se estremeció cuando comprendió que, pese a todos los estudios realizados durante las anteriores semanas, era posible que Polyxena supiera más del códice que él mismo.

—Cuarenta… cuarenta y seis —balbuceó Susana von Thurn.

—¿Cuál es vuestro secreto? —soltó Bibiana von Ruppa.

La mujer de blanco se volvió. Las figuras monjiles en el rincón se enderezaron; ella se encargó de que volvieran a quedarse inmóviles con un ademán. De pronto Filippo creyó saber quiénes se ocultaban bajo las capuchas y los hábitos: dos campesinos jóvenes, robustos y recién bañados dispuestos a ocuparse de las dos damas nobles y ahondar en el tema de la juventud y la pasión. Por algo Filippo estaba a merced de pesadillas como la de ese día: el ambiente del castillo prácticamente rezumaba una voluptuosidad metódica, manipuladora e implacable.

En vez de ordenar a los encapuchados que dieran un paso adelante, Polyxena retiró el paño de la Biblia del Diablo. Las dos damas se aproximaron. Filippo conocía la atracción que ejercía el libro con solo contemplarlo y tuvo que hacer un esfuerzo por mantenerse en segundo plano. Su miembro viril ya había percibido las palpitaciones en cuanto entró en la capilla, palpitaciones que entonces se extendieron por todo su cuerpo y, gracias a los repentinos movimientos de las dos mujeres, se percató de que a ellas les sucedía lo mismo. Querían sondear el secreto de la belleza y la juventud que parecía poseer su anfitriona y utilizarlo en su propio provecho. Lo deseaban con todas sus fuerzas. Puede que ellas mismas lo ignoraran, pero ya estaban dispuestas a cometer un pecado para lograrlo.

El libro las había atrapado. Todos tenían un punto flaco, y la Biblia del Diablo lo aprovechaba para ejercer su poder.

—¿Queréis conocer la vera fe? —susurró la voz ronca.

—Sí —contestaron ambas al unísono.

—¿Queréis ayudar a la vera fe a alcanzar el poder?

—Sí.

La mano blanca indicó a las figuras monjiles que se acercaran. Filippo se dispuso a abandonar la capilla: ocurriera lo que ocurriese, él no quería ser testigo de ello. Como hipnotizadas, Bibiana y Susana clavaron la vista en las figuras encapuchadas que se aproximaban en medio del resplandor titilante de las velas, alzando los brazos para empujar las capuchas hacia atrás. Filippo avanzó como a través de un fangal y tendió el brazo hacia la puerta como si se encontrara debajo del agua. Las capuchas se deslizaron hacia atrás revelando dos rostros femeninos brillantes y sudorosos. A primera vista casi parecían dos muchachas; la luz de las velas brillaba en las gotas de sudor, ocultaba arrugas y teñía de rubio algunos cabellos grises.

—Uršula von Fels —exclamó Bibiana von Ruppa, resollando.

—Condesa Anna-Katharina von Schlick —tartamudeó Susana von Thurn.

—Decídselo, amigas mías —susurró la voz ronca que parecía provenir de todas partes—. Mostradles el camino que conduce a la belleza de la vera fe.

La mirada de los ojos verdes de la señora de Pernstein se volvió hacia Filippo. Ella hizo un leve movimiento con la cabeza y la parálisis desapareció, vio que ella se acercaba y supo que debía abandonar la capilla. Para su sorpresa, ella lo acompañó y, mientras cerraba la puerta, oyó que una de las dos mujeres envueltas en el hábito de un monje, cuyos esposos, Leonhard Colonna von Fels y Andreas, conde de Schlick, que formaban parte de los representantes de los estamentos bohemios más influyentes, decía:

—Barreremos al Papa y a toda la enfermedad católica de la faz de la Tierra. Decídselo a vuestros maridos. La reunión de los estamentos debe estar a favor de la guerra…

La puerta se cerró. Filippo parpadeó para deshacerse del hechizo de la capilla iluminada por las velas. Su anfitriona, que también en medio de la penumbra del pasillo parecía una etérea aparición, sonrió.

—¿Y con qué resulta más fácil manejar a los hombres que con la nuevamente despertada belleza de sus mujeres?

—Con la expectativa de alcanzar el poder —dijo Filippo, haciendo un esfuerzo.

Oyó que ella reía.

—Tendrán que conformarse con lo primero. ¿Creéis que lo harán, amigo Filippo?

—Sí, los más débiles.

—Ya no hay hombres fuertes. Hoy en día, no.

Filippo inclinó la cabeza.

—Conducís al mundo a la guerra.

—Ese es el camino —dijo ella—. No me decepcionéis fingiendo desconcierto. Ese es el camino y yo lo recorreré.

Él volvió a inclinar la cabeza. Y entonces, con indecible horror, oyó que ella preguntaba:

—¿Y cuál es vuestro camino, amigo Filippo? Dejad de haceros la pregunta, pues ya lo habéis encontrado.

A medida que ella recorría el pasillo y desaparecía tras la esquina, él la contempló fijamente, estupefacto. Era como si ella se llevara la luz consigo y las sombras se acumularon en torno a los pies de Filippo, pero de pronto también le pareció que podía volver a respirar.

El guardián de la Biblia del Diablo
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