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—¡Debéis informar al preboste! ¡Por amor de Dios! —dijo Leona.
Su voz aún parecía un graznido y tenía el cuello cubierto de rozaduras debido al intento de asfixiarla. La abadesa negó con la cabeza.
—No tiene sentido —dijo, y suspiró—. Este convento ya no goza del menor crédito. Antes de que yo llegara aquí era un antro de vicio y perversión y la antigua abadesa encabezaba las orgías. Si relato esta historia nadie me creerá ni una palabra.
—¡Pero vos y las hermanas lleváis una vida temerosa de Dios!
—Sí, ahora —dijo la abadesa—. De viejas. Y ahora nos dan alcance los pecados que profanaron este santo lugar. Los molinos de Dios muelen lentamente.
—Hace tiempo que Dios ha perdonado los pecados cometidos aquí.
—Pero los representantes de Dios entre los seres humanos no perdonan ni olvidan.
—Yo sola no puedo lograr nada. Ese diablo tiene a mi Isolde y ahora también tiene a Alejandra en su poder. Soy una anciana. Quería buscar ayuda en Praga, pero allí la desgracia era aún mayor…
—Lo siento —dijo la abadesa, e indicó la entrada del hospicio con la mano—. Puedes quedarte unas noches más aquí si temes que él te aguarda en el exterior.
—Él no me aguarda —contestó Leona—. Cabalga de regreso a su cueva diabólica y allí descargará su ira sobre quienes no tienen la culpa de nada. Si no me ayudáis, madre superiora, no me queda más remedio que dirigirme allí.
La abadesa apretó los labios y calló.
—Nadie perdonará los pecados que pesan sobre este convento si vos no os perdonáis a vos misma —dijo Leona.
El rostro de la abadesa se crispó.
—Que Dios sea contigo, hija mía —dijo, y luego se alejó.