23

De hecho, lo que había de ocurrir era lo siguiente: Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz debía presentarse en el palacio del canciller del reino, preguntar dónde se encontraba el canciller, averiguar que el señor no se encontraba en casa, preguntar por la señora, comprobar que ella también estaba ausente, pedir permiso para dejar un mensaje, que se lo dieran, entregar un sobre cerrado y lacrado al lacayo para que lo mandara por la paloma mensajera y despedirse. Ignoraba si un miembro de la servidumbre estaba al corriente y también cómo la dueña de la casa (y de su alma) impedía que alguno de sus mensajes fuese enviado por error al canciller del reino, a Viena, en vez de al castillo de Pernstein, pero era evidente que ella había tomado precauciones para evitar cualquier error, porque de lo contrario hacía tiempo que el canciller le habría hecho un par de preguntas. Pero esa noche estaba demasiado excitado para aguantar tantas monsergas. Cuando el lacayo le abrió la puerta, se abrió paso y obligó al hombre a acompañarlo al desván donde se encontraban las jaulas de las palomas.

—Señor, eso es… —empezó a decir el criado, intimidado por la furibunda determinación de Heinrich.

—¿Cuáles son las palomas que siempre llevan mis mensajes?

—Eeeh…

—¿Cuáles son, maldita sea? Y tráeme tinta y algo para escribir, date prisa.

—Eeeh…

Heinrich se volvió y lo agarró del jubón.

—¡Si no sabes cuáles son, imbécil, entonces ve a buscar a alguien que lo sepa!

—En… enseguida, señor.

Heinrich se dispuso a pegarle un puntapié, pero el lacayo ya se las había arreglado para deslizarse escaleras abajo.

—¡Y no olvides la tinta! —gritó a sus espaldas.

Solo había un palomar y volvió a preguntarse cómo se las arreglaba Diana para que no hubiera confusiones y, en un arrebato de amargura, Heinrich comprendió que sabía tan poco sobre sus tejemanejes como el lacayo. ¿Cuál era la palabra que se pronunció al principio de su sociedad? ¿Siervo? Fue reemplazada por «socio», pero pensándolo bien, él solo era un recadero.

—Pero el recadero se folló a la señora… —susurró con una sonrisa irónica; sin embargo, el comentario solo le proporcionó un placer insípido.

¿Y qué estaba haciendo allí, con el mensaje que Diana había esperado recibir todo ese tiempo? ¿Acaso se lo murmuraba al oído mientras ella lo arrojaba sobre la cama y le arrancaba la ropa? No: estaba sentado ante un palomar, en un desván hediondo, obligado a gritarle a los criados para que estos al menos facilitaran que él le enviara un mensaje. Lo peor era que esa noche volvería a entrar en uno de los burdeles junto a la muralla y se endeudaría aún más para satisfacer el deseo que lo vencía en cuanto pensaba en Diana. Y que ya no podría volver al establecimiento donde se encontraban las muchachas más bonitas de Praga, porque la había fastidiado. En respuesta a su demanda, el dueño le había presentado dos muchachas, una rubia y una morena. Obligó a la rubia a pintarse la cara de blanco, después obligó a ambas a toquetearse mientras él las observaba, temblando y gimiendo. De pronto no pudo soportarlo más y, cegado por la furia, se había abalanzado sobre las prostitutas, había agarrado a la morena y comenzó a abofetearla. La rubia trató de escapar, pero él se lo impidió y gritó: «¿Es esto lo quieres, Diana? ¡Dímelo y le arrancaré el corazón! ¡Dímelo y beberé su sangre! ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡Dímelo y haré lo que tú quieras, pero deja que vuelva a poseerte!».

Después se abalanzó sobre la morena, le separó los muslos, la penetró y eyaculó en el acto; luego clavó la mirada en su rostro, sus labios hinchados y su nariz sangrante, y comprobó que no guardaba el menor parecido con Alexandra Khlesl… Alzó los puños y la habría matado a golpes si no lo hubieran detenido. La rubia había ido a la planta baja en busca de ayuda y al cabo de un instante Heinrich volvió a encontrarse en la callejuela medio desnudo, con la amenaza de que si volvía por allí lo castrarían. Había regresado a casa con pasos tambaleantes, se dejó caer en la cama y, entre sollozos y gritos de rabia, se había satisfecho a sí mismo en un vano intento de darle el rostro de Alexandra a la prostituta apaleada.

El olor a plumas secas y excrementos que surgía del palomar, mezclado con el efluvio a madera, ladrillos y especias del viejo desván, le aclaró las ideas y redujo las palpitaciones de su corazón. No había nada más terrenal que ese olor, le evocaba la tarea de mantener limpio el palomar, los rayos de sol que penetraban a través de los huecos del techo, la tibieza de una noche estival en un amplio granero cuando el calor lo adormilaba, el ir y venir de las palomas que revoloteaban, se posaban en sus hombros o le picoteaban las manos. Recordó que a veces existía una solución sencilla para las situaciones difíciles: acabar con ellas. De repente Heinrich se vio a sí mismo poniéndose de pie, abandonando la casa y alejándose en medio del atardecer, marchándose de Praga y dirigiéndose a un lugar donde un nuevo comienzo resultara posible. ¿Cómo pudo haber caído tan bajo como para permanecer tendido en la callejuela, con la nariz ensangrentada y expuesto a las amenazas del dueño de un prostíbulo?

El olor de las palomas lo agobiaba y tuvo que toser. El ruido asustó a las aves, que retrocedieron y, arrullando y aleteando, se apiñaron en el fondo del palomar; Heinrich casi creyó percibir su pavor histérico. Esbozó una mueca y mostró los dientes, luego deslizó los dedos por los barrotes de la jaula; las aves aleteaban de un lado a otro y, aterrorizadas, se abalanzaban las unas sobre las otras. Heinrich comprobó que las despreciaba.

—Salid —musitó, lleno de odio—. Salid para que pueda devoraros —gruñó, y volvió a deslizar los dedos por los barrotes—. Salid, apestosos montones de plumas, ¡dejad que os arranque la cabeza con los dientes, soy un gato y tengo hambre!

Formó garras con las manos y soltó un bufido felino; las asustadas palomas se arremolinaron y las plumas volaron. Heinrich vio que, totalmente despavoridas, se cagaban unas en las otras.

—¡Ja, ja, ja! —soltó, y volvió a deslizar los dedos sobre los barrotes—. ¡Os devoraré!

Entonces se dio cuenta de que ya no estaba solo. Carraspeó, se enderezó y, sin volverse, exclamó:

—¿Dónde estabas, pedazo de haragán…?

Ella lo contempló en silencio, con el rostro inexpresivo. Él la miró fijamente y notó que el rubor le cubría la cara. No había traído tinta. Heinrich abrió y cerró la boca; solo la había visto con el rostro maquillado de blanco, pero esa vez no llevaba afeites. Recordó las sombras que había creído vislumbrar debajo del maquillaje, pero su tez era inmaculada, más bella de lo que jamás podía haber sido con el rostro maquillado; oyó un aullido de perro y advirtió que quién lo había soltado era él.

—¿Hay un mensaje? —preguntó ella.

—Yo… yo no sabía… no sabía…

—No, no lo sabíais —replicó ella secamente.

Heinrich captó su desprecio y se retorció.

—Yo… —dijo, indicando las jaulas de las palomas con el pulgar. Tenía muy presente que no existía una explicación que volviera su conducta menos ridícula y bajó la cabeza.

—¿Cuál es el mensaje?

—Si… si hubiese sabido que vos estabais aquí…

—¿El mensaje?

—¡Sois tan bella! —soltó él.

Estaba de pie al final de la escalera, envuelta en su atuendo blanco, las manos plegadas en el regazo, como un ángel que hubiese bajado a la Tierra. El arrebato sentimental de él la afectaba tanto como el aleteo de una mariposa a una montaña. Heinrich hizo un intento desesperado de recuperar el control y se apresuró a dar un paso hacia ella, pero la dama ni siquiera parpadeó.

—Diana —tartamudeó Heinrich con voz ronca—. Estáis en todos mis pensamientos, en todas las fibras de mi cuerpo… Diana… —añadió, se atragantó y se detuvo ante ella.

—¿El mensaje?

—El cardenal ha averiguado que la copia de la Biblia del Diablo que estaba en el gabinete de curiosidades no se encuentra en la casa en ruinas —exclamó—. ¡Ha llegado el momento!

Ella pareció reflexionar y su mirada lo rozó como si él fuera un insecto. «Tiene el códice metido en la sangre —pensó Heinrich por centésima vez—, igual que ella está metida en la mía».

—Ya sabéis lo que debéis hacer —sentenció ella finalmente.

—Sí. Pero…

La dama aguardó.

—Pero… yo quiero… puedo… —balbuceó, y ya no pudo seguir pensando.

Jadeó, la aferró de los hombros, la abrazó, presionó los labios contra los suyos, trató de entreabrirlos con la lengua y aumentó la presión hasta que se volvió dolorosa. Ella no le devolvió el beso: era como si intentara besar un cadáver que aún no se hubiera enfriado y, soltando un gemido, la soltó.

—Aquí imperan otras reglas —dijo ella lentamente y sin secarse la saliva de la cara—. Si volvéis a hacer eso, haré que os echen a latigazos.

—¡Pero… pero… estoy ardiendo, Diana, estoy ardiendo!

—El mensaje ha llegado —replicó la dama justo antes de dar media vuelta y bajar las escaleras sin dignarse a mirarlo.

—¿Qué pasa con el cardenal? —gritó Heinrich a sus espaldas—. ¿Qué pasa con Cyprian Khlesl?

—Haced lo que debéis hacer —dijo ella.

Era como si hubiera dicho: «Matadlo». Era como si hubiera dicho: «Con respecto a Cyprian Khlesl, si vos y él os encontrarais en una oscura callejuela, apostaría por él».

Heinrich tropezó hasta el palomar, temblando de ira. Abrió la jaula con dedos trémulos, agarró una paloma, la arrastró fuera, la miró fijamente… y, aullando como un demente, cerró el puño hasta oír el crujido de los huesos; los ojos de la paloma se empañaron y su cabeza cayó a un lado.

La sangre que repentinamente le manchó los dedos hizo que recuperara el juicio. Miró en torno, resollando y durante un momento completamente desorientado. Después se abalanzó escaleras abajo, recorrió el pasillo y salió a la calle como perseguido por los demonios. Solo al pie del Hradčany, casi en las callejuelas de Malá Strana, notó las miradas que le lanzaban los transeúntes. Bajó la vista, contempló su puño y vio que todavía aferraba el cadáver de la paloma. Abrió los dedos manchados de sangre y lo dejó caer. Nadie osó dirigirle la palabra y él se alejó, más parecido a un diablo que a un ser humano, atenazado por un deseo asesino.

El guardián de la Biblia del Diablo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
TOC.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita_bibliografica.xhtml
leyenda.xhtml
dramatis_personae.xhtml
figuras_historicas.xhtml
cita_evangelio.xhtml
1612.xhtml
1612_001.xhtml
1612_002.xhtml
1612_003.xhtml
1612_004.xhtml
1612_005.xhtml
1612_006.xhtml
1612_007.xhtml
1612_008.xhtml
1612_009.xhtml
1612_010.xhtml
1612_011.xhtml
1617.xhtml
1617_001.xhtml
1617_002.xhtml
1617_003.xhtml
1617_004.xhtml
1617_005.xhtml
1617_006.xhtml
1617_007.xhtml
1617_008.xhtml
1617_009.xhtml
1617_010.xhtml
1617_011.xhtml
1617_012.xhtml
1617_013.xhtml
1617_014.xhtml
1617_015.xhtml
1617_016.xhtml
1617_017.xhtml
1617_018.xhtml
1617_019.xhtml
1617_020.xhtml
1617_021.xhtml
1617_022.xhtml
1617_023.xhtml
1617_024.xhtml
1617_025.xhtml
1617_026.xhtml
1618_1.xhtml
1618_1_001.xhtml
1618_1_002.xhtml
1618_1_003.xhtml
1618_1_004.xhtml
1618_1_005.xhtml
1618_1_006.xhtml
1618_1_007.xhtml
1618_1_008.xhtml
1618_1_009.xhtml
1618_1_010.xhtml
1618_1_011.xhtml
1618_1_012.xhtml
1618_1_013.xhtml
1618_1_014.xhtml
1618_1_015.xhtml
1618_1_016.xhtml
1618_1_017.xhtml
1618_1_018.xhtml
1618_1_019.xhtml
1618_1_020.xhtml
1618_1_021.xhtml
1618_1_022.xhtml
1618_1_023.xhtml
1618_1_024.xhtml
1618_1_025.xhtml
1618_1_026.xhtml
1618_2.xhtml
1618_2_001.xhtml
1618_2_002.xhtml
1618_2_003.xhtml
1618_2_004.xhtml
1618_2_005.xhtml
1618_2_006.xhtml
1618_2_007.xhtml
1618_2_008.xhtml
1618_2_009.xhtml
1618_2_010.xhtml
1618_2_011.xhtml
1618_2_012.xhtml
1618_2_013.xhtml
1618_2_014.xhtml
1618_2_015.xhtml
1618_2_016.xhtml
1618_2_017.xhtml
1618_2_018.xhtml
1618_2_019.xhtml
1618_2_020.xhtml
1618_2_021.xhtml
1618_2_022.xhtml
1618_2_023.xhtml
1618_2_024.xhtml
1618_2_025.xhtml
1618_2_026.xhtml
1618_2_027.xhtml
1618_2_028.xhtml
1618_2_029.xhtml
1618_3.xhtml
1618_3_001.xhtml
1618_3_002.xhtml
1618_3_003.xhtml
1618_3_004.xhtml
1618_3_005.xhtml
1618_3_006.xhtml
1618_3_007.xhtml
1618_3_008.xhtml
1618_3_009.xhtml
1618_3_010.xhtml
1618_3_011.xhtml
1618_3_012.xhtml
1618_3_013.xhtml
1618_3_014.xhtml
1618_3_015.xhtml
1618_3_016.xhtml
1618_3_017.xhtml
1618_3_018.xhtml
1618_3_019.xhtml
1618_3_020.xhtml
1618_3_021.xhtml
1618_3_022.xhtml
1618_3_023.xhtml
1618_3_024.xhtml
1618_3_025.xhtml
1618_3_026.xhtml
1618_3_027.xhtml
1618_3_028.xhtml
1618_3_029.xhtml
epilogo.xhtml
epilogo_001.xhtml
epilogo_002.xhtml
epilogo_003.xhtml
apendice.xhtml
Biblia_del_Diablo.xhtml
camino_a_la_guerra.xhtml
colofon.xhtml
agradecimientos.xhtml
fuentes.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml