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Ante la casa había soldados apostados que les cerraron el paso. Agnes vaciló, luego ella y Andrej se plantaron ante el jefe. Adam Augustyn dudó un momento y después se unió a ellos.
—El juicio ha acabado —dijo Agnes—. Todas las acusaciones resultaron infundadas. Por favor, enviad a uno de vuestros hombres a la sala de audiencias, entonces el secretario del juzgado confirmará lo que os he dicho.
El jefe de los soldados la contempló con rostro inexpresivo. Él y sus hombres llevaban ropas distintas, pero estaban bien armados. Todos llevaban un chal del mismo color en torno a las caderas y Agnes se espantó al ver los colores amarillo y negro: los colores imperiales de la casa Habsburgo.
—Por encargo del rey Fernando de Bohemia y con el permiso explícito de Su Majestad el emperador —dijo el soldado con voz áspera—, los bienes y la casa del cardenal Melchior Khlesl, culpable de alta traición, fueron confiscados. Hasta que no se aclaren las acusaciones contra el cardenal, los bienes de su familia también quedan confiscados. Os ruego que os marchéis de aquí.
—Una parte de la empresa se llama Langenfels —se oyó decir Agnes a sí misma.
—Por favor marchaos de aquí.
—El emperador debería avergonzarse —murmuró Agnes.
El soldado cogió su arma con más fuerza. Agnes notó que la cogían del brazo y la arrastraban. Su triunfo sobre Sebastian solo había sido el preámbulo de una absoluta derrota. Notó que su cuerpo palpitaba, como si su corazón bombeara odio con cada latido. Comprendió que si en ese momento Sebastian estuviese frente a ella y ella poseyera un arma, lo habría matado sin dudar ni un instante. Se echó a temblar; sabía muy bien lo que significaba el palpitar: era el ritmo de los latidos del corazón del Mal.