18
Heinrich se abría paso a tientas a lo largo del oscuro pasillo; existía el peligro de tropezar debido a los agujeros del suelo, de lastimarse la espinilla con uno de los montones de piedras o de golpearse la cabeza contra una de las vigas que colgaban del techo. Su misión se veía dificultada porque debía llevarla a cabo sin hacer ruido. Ni siquiera podía maldecir en voz alta a las seis monjas cistercienses que esa noche lo habían acogido a él y a las dos mujeres en ese ruinoso convento cerca de Alemania. Para ser exactos, no podía pronunciar ni una sola palabra.
Y encima ni siquiera sabía si Alexandra y la maldita anciana dormían en jergones separados o si ambas se habían acurrucado en uno solo debido al frío reinante en el viejo convento. Si ambas ocupaban el mismo jergón, no tendría la menor oportunidad.
Por fin percibió el resplandor de la vela que ardía en un antiguo dormitorio de mujeres del hospicio del convento y se arrastró hacia allí. Hacía tiempo que las últimas puertas de madera habían sido pasto de las llamas y si retirar las vigas portantes no hubiese supuesto el derrumbamiento de los muros, estas también habrían sido utilizadas para calentarse. En ese inmenso convento similar a una muela hueca solo quedaban las piedras y el frío, un convento cuyos inicios centenarios fueron miserables pero esperanzados, pero que hacía tiempo había vuelto a caer en la miseria. Luchas por el poder, incendios y saqueos durante las guerras husitas lo habían destruido, pero las cistercienses siempre habían vuelto a levantarlo. No obstante, hacía una generación la lucha entre católicos y protestantes también lo había alcanzado y las luchas por la fe dieron paso a la impiedad y la depravación hasta que el convento se volvió más semejante a un burdel que a otra cosa. En el presente ya ni siquiera poseía ese brillo. Heinrich, que conocía la historia del convento porque era una parada natural en el camino entre Praga y Brno, se había preguntado en varias oportunidades si cuarenta años antes las seis viejas cornejas que vegetaban allí habían pertenecido a aquellas que se recogían el hábito y abrían las piernas. Un vistazo a los ajados y arrugados rostros había desprovisto dicha fantasía de todo encanto.
Se asomó por la esquina con mucho cuidado. El diablo estaba de su parte: entre Alexandra y la anciana había varios jergones desocupados. La vela estaba apoyada en el suelo entre estos. Muy bien. Si hacía demasiado ruido, quien echara un vistazo al otro jergón se vería deslumbrado por la luz de la vela.
Alexandra no debía notar nada, bajo ningún concepto. Si despertaba a la mañana siguiente y la anciana yacía muerta en su jergón, debía parecer que había fallecido de muerte natural.
Heinrich respiraba con la boca abierta, sin hacer ruido. La perspectiva de asesinar a la anciana no lo excitaba y en cierto sentido ello le alegró. Se vería obligado a proceder con rapidez y no podría disfrutar del acto; debía conservar la frialdad. Se deslizó hasta su jergón, se acurrucó ante este y la contempló fijamente. No era que le importara matarla sin motivo, pero quería saber si había interpretado correctamente las miradas de soslayo que ella le dirigió cuando no se creía observada.
Alzó la mano para presionarla contra su boca y ella abrió los ojos. No estaba dormida y ni siquiera parpadeó al verlo junto a su jergón. Sorprendido e invadido por la ira se dio cuenta de que la había subestimado. Leona lo había estado esperando. Y al mismo tiempo supo que no gritaría: prefería morir antes de poner en peligro a Alexandra.
—¿Sabes quién soy? —musitó él.
—El diablo —susurró ella.
La había visto un par de veces en Pernstein, cuando ella se había visto obligada a contestar a las preguntas de Diana, siempre con la absurda esperanza de que en esa ocasión pudiera llevarse a su hija adoptiva idiota a casa. Heinrich se había mantenido alejado de ella, pero creía que entre tanto conocía lo bastante bien a Diana como para saber que había llamado la atención de la anciana sobre él. A veces urdía intrigas simplemente por amor a las intrigas y jugar con él, Heinrich, siempre le daba placer. Además, él había sospechado desde el primer instante que Leona sabía perfectamente quién era. Ni siquiera tuvo que mirarla a la cara mientras ambos representaban la comedia y fingían ser dos personas que acababan de conocerse. Cuando Alexandra mencionó el nombre de Leona y él comprendió que tendría que ceder ante sus exigencias si no quería despertar sus sospechas, supo que tarde o temprano habría arribado a precisamente esa escena. Le había dicho a Alexandra que sabía cómo tratar a Leona y ese día lo demostraría, solo que Alexandra nunca sabría qué había querido decir en realidad.
Le presionó la mano sobre la boca y la nariz. Ella alzó las manos y le aferró las muñecas, pero las secas garras de ave no poseían suficiente fuerza para apartar las de él.
—Si pudieras hablar —susurró él y le lanzó una sonrisa al rostro desorbitado—, ahora jurarías que no me delatarás. Sin embargo, no puedo correr ese riesgo. Todavía necesito a Alexandra, ¿comprendes?
Ella trató de incorporarse y él se tendió encima de ella, pero no logró inmovilizarla solo con el peso de su cuerpo. Entonces se excitó, pero la sensación no procedía de su entrepierna, como de costumbre, sino de su corazón. Puede que con sus jueguitos Diana le hubiese endilgado ese problema, pero lo resolvería con éxito. Aunque ella se le adelantara un paso, él la seguía. No podía desprenderse de él.
La anciana puso los ojos en blanco, solo era cuestión de instantes. Y él no había hecho más ruido que el aleteo de una mariposa.
—¿Leona? —oyó que decía la voz adormilada de Alexandra—. ¿Qué pasa? ¿Quién es… Henyk?
Él reaccionó sin reflexionar.
—¡Dios mío, estás despierta! —dijo, jadeando—. Justo me disponía a… Pero creí que podía ayudarle. ¿No oíste sus quejidos? Los oí desde el otro dormitorio… —añadió, se incorporó y palmeó el rostro arrugado—. ¡Cielo santo, creo que está…!
Alexandra estaba de pie a su lado y casi lo empujó a un lado por las prisas y zarandeó el hombro de la anciana.
—¡Leona! ¡Leona, por amor de Dios!
Satisfecho, Heinrich vio que la mandíbula inferior de la anciana caía. Entonces le apoyó dos dedos en el cuello… y se puso furibundo al constatar que su corazón seguía latiendo.
Alexandra debió de captar su cambio de expresión.
—¿Qué pasa?
—Aún está con vida —soltó él—. Gracias a Dios, aún está con vida.
Las palabras eran como un veneno y se mordió los nudillos para no golpear a la desfallecida con los puños. Se hizo sangre, pero no notó el dolor.
—¿Qué ha sucedido?
—No lo sé —contestó él, improvisando sobre la marcha, pero eso siempre se le daba bien—. Unos ruidos me despertaron. Al principio ignoraba qué… Pero después me di cuenta de que ella se quejaba —añadió, la miró a los ojos y confió que había logrado ocultar sus auténticos sentimientos—. Creí que la que se quejaba eras tú, que tenías dolores o sufrías una pesadilla y acudí en cuanto pude. Pero no eras tú sino ella —añadió, y le rodeó los hombros con el brazo—. Me alegro mucho de que te encuentres bien. En cuanto a ella, ¡Dios mío, pobrecilla!
Alexandra también palmeó suavemente la cara de Leona, la zarandeó y por fin se sentó en el otro jergón.
—Es como en la casa de mis padres. Pasó muchos días tendida de esa manera. Madre temía que moriría.
—Los esfuerzos del viaje… No debimos llevarla con nosotros.
Sus palabras surtieron el efecto deseado. Alexandra bajó la cabeza. Había sido idea suya.
—¿Qué podemos hacer por ella? —preguntó, y le quitó los cabellos de la frente a Leona, que respiraba entrecortadamente.
Alexandra le masajeó el torso flaco.
—Debemos dejarla aquí.
—¿Qué? ¿En esta ruina? ¡Las hermanas apenas son más jóvenes que ella! Aquí no hay nada. ¿Quién cuidará de ella?
—Dejaremos un poco dinero.
—No puedo abandonarla así, sin más. ¿Y si despierta y no sabe dónde está o qué le ocurrió? Se llevaría un susto de muerte.
Alexandra atrajo a Leona hacia sí y apoyó el torso de la anciana en sus muslos. La cabeza de la anciana rodó hacia un lado. La ira nubló los ojos de Heinrich. ¿Por qué no pudo seguir presionándole la boca unos instantes más? Había faltado tan poco…
—Si la llevamos con nosotros será su fin —dijo y reprimió una risa airada que se abría paso en su garganta, porque Alexandra jamás sabría cuán en serio hablaba—. Sigamos viaje a Pernstein. Dentro de un par de días regresaré aquí y comprobaré cómo se encuentra. Si está en condiciones de viajar, la llevaré a Pernstein.
«Solo que no estará en condiciones de viajar —pensó—. Por desgracia, regresaré a Pernstein con la noticia de que la pobre anciana ha muerto en el convento». Una vez que hubiese logrado separarla de Alexandra ya no podría causarle daño y si efectivamente se recuperaba durante un par de días y los seguía a ambos hasta Pernstein, allí no lograría acercarse a Alexandra (en caso de que ella aún siguiera viva: con respecto a eso los planes de Heinrich todavía eran imprecisos), pero él nunca había dejado atrás asuntos sin resolver, se tratara de quién se tratase: de un enano de la corte escapado por error de una masacre o de una anciana que había cometido el error de rebelarse contra un poder superior.
—Yo me ocuparé de ella —dijo él—. No te preocupes. Sigamos viaje. Hablaré con las monjas y les indicaré que cuiden de ella.
Cuando él se puso de pie, la joven le dirigió una mirada vacilante. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. De pronto unas ganas intensas se apoderaron de Heinrich. Los cabellos de Alexandra estaban pegoteados, tenía la tez pálida y sus ojos habían perdido el brillo. Todavía era una belleza, pero ese aire etéreo y ensimismado que siempre le fue propio y que en Diana era mil veces más intenso (y que no poseía ninguna otra mujer que él hubiese conocido jamás) se había visto afectado por las preocupaciones de las últimas semanas y el viaje apresurado. Vio que un arañazo le atravesaba la mejilla y percibía el olor de sus ropas que se habían mojado, vuelto a secar y vuelto a mojar una vez más. No recordaba haber percibido el olor corporal de Diana. Tomó aire y se obligó a acariciarle la cara con suavidad. De repente creyó ver que guardaba cierta semejanza con la prostituta del caro burdel de Praga, antes de que él comenzara a matarla a golpes: el olor a sudor, los ojos enrojecidos por el llanto, la tez pálida. Sus dedos se agitaron, ella presionó la mejilla contra la palma de la mano de él.
—Es lo mejor —dijo Heinrich.
Ella asintió en silencio.