7
El abad Wolfgang descendió por las escaleras a toda prisa. Toda sensación de triunfo lo había abandonado.
—Irrumpieron a través de la rampa por la que se arrojan al foso los desperdicios —dijo el portero, resollando—. Rompieran la verja y huyeron por el mismo camino.
Wolfgang jamás había sospechado que un día se vería forzado a cargar con algo más que la dirección de un convento católico, situado en el corazón de un páramo de fe protestante. Mientras se precipitaba por las escaleras bajando los peldaños de dos en dos recordó el primer día de su estancia en el convento de Braunau. Se le aparecieron imágenes de los hermanos abandonando la sala capitular tras haberle prestado el juramento de fidelidad; vio los rostros endurecidos de los hermanos que ocupaban puestos funcionariales; vio su propia expresión interrogativa al ver que, como era de esperar, los monjes no abandonaban la sala capitular con paso vacilante, sino que prácticamente huían de esta como si se esperara la llegada de leprosos. Vio las siete figuras envueltas en hábitos y capuchas negras entrando por la puerta y recordó que de pronto los latidos de su corazón se habían acelerado de miedo. Se vio a sí mismo, después de que los siete monjes prestaran su propio juramento de fidelidad, sentado en su celda, atónito, con la vista clavada en miles de inscripciones grabadas en las paredes, y oyó su eco resonando con intensidad cada vez mayor en su cabeza: Vade retro, Satanas!
Descubrió que el convento de Braunau albergaba su propio y horripilante secreto. Ese día el abad Wolfgang Selender, el mismo que docenas de veces había conseguido devolverles la fe a los más tibios, se convirtió en el guardián de dicho secreto: el combate diario por no perder su propia fe frente al oscuro tesoro oculto en las bóvedas había comenzado.
Voló escaleras abajo atenazado por el temor de haber fracasado en su tarea y que el secreto de Braunau pudiera cernirse sobre la humanidad.
Al pie de la escalera ardía una tea; la cogió e iluminó el pasillo.
La primera figura negra estaba tendida al borde del charco de luz, una sombra que más allá se confundía con la oscuridad. Los claros astiles de los proyectiles de ballesta estaban clavados en el cuerpo inmóvil.
—¡Dios mío! —graznó el maestro de novicios, que había alcanzado el pie de la escalera detrás de Wolfgang. A sus espaldas el portero descendió tropezando y jadeando, y lo único que pudo soltar fue un gemido aterrado.
Wolfgang apretó los dientes y pasó junto al muerto. Ya sabía con qué se encontraría, pero solo notó que había empezado a susurrar cuando los otros dos se unieron a sus oraciones.
—«Aunque fuese por el valle tenebroso, ningún mal temería, pues tú vienes conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan…».
Los otros cinco guardianes estaban tendidos ante la puerta de la celda, acribillados, apuñalados, asesinados. Ni siquiera habían disparado sus ballestas. La puerta de la celda estaba abierta y si Wolfgang hubiera estado solo se habría sentado en el suelo, pero a sus espaldas se encontraban los otros dos monjes, así que se controló. La oscuridad tras la puerta de la celda era como el abismo de negrura que se cerniría sobre el mundo. Protegerse resultaba inútil. Sabía perfectamente que habían forzado los arcones y que su contenido habría desaparecido. Su cerebro fue incapaz de ordenar a sus piernas que lo trasladaran hasta la puerta abierta.
Desde la escalera se acercaron más pasos y el abad se volvió. El cillerero estaba de pie entre los dos otros hermanos, pálido como la nieve.
—Al… al parecer, el alboroto ante la puerta solo fue una… una maniobra de distracción —balbuceó el cillerero—. Eran al menos una docena de hombres fuertemente armados; empezaron a disparar y a repartir mandobles incluso antes de que los guardianes comprendieran qué ocurría. No tuvieron ninguna oportunidad de defenderse, reverendo padre… ¡los hemos perdido a todos!
Wolfgang apretó los dientes. Al cruzar la mirada con él, el cillerero asintió con expresión angustiada.
—Ya es un milagro que el desdichado de allí arriba haya logrado salir al exterior… —dijo el cillerero y enmudeció.
—Que Dios se apiade de su alma —musitó Wolfgang—. Mea culpa, mea maxima culpa…
—Tú no eres culpable de nada, reverendo padre —dijo el portero.
—Hemos de perdonar —exclamó el jefe de los novicios.
Wolfgang tomó aire. ¿Qué quedaba de su vida, en adelante? ¿Qué quedaba de la fe, de la esperanza, del amor, una vez que habían fracasado? ¿Qué quedaba del mundo?
Antes, junto a la puerta del convento, había tenido la sensación de flotar cuando de repente se produjo el silencio y abrió la puerta. Pero en ese momento era como si tuviera que abrirse camino a través de un lodazal. Pasó por encima de los muertos con gran cautela; intuía que hubiera soltado un grito de haber rozado siquiera a uno de ellos con el pie. Abrió la puerta de la celda cuanto pudo, pero apenas logró desplazarla: incluso muertos, los guardianes procuraban proteger su secreto. Estiró la mano en la que sostenía la tea y desapareció en el interior de la mazmorra.
El cillerero, el jefe de los novicios y el portero clavaron la vista en la puerta de la cual surgía un tenue rayo de luz. La antorcha que sostenían titilaba y chisporroteaba mientras los tres intercambiaban breves y avergonzadas miradas; cada uno pensaba que debería haber seguido al abad a la mazmorra y se sentían abochornados por no haber tenido el valor de hacerlo. Los muertos y sus negros hábitos casi se confundían con la oscuridad e incluso su sangre parecía negra bajo la luz de las antorchas.
Por fin el abad salió de la celda; tenía los ojos empañados. Volvió a pasar por encima de los muertos con el mismo cuidado que antes y se acercó a los demás. Los tres monjes tenían la boca seca y el corazón en un puño. El cillerero no notó que se retorcía los dedos, mientras que el portero aferraba su rosario con ambas manos y tironeaba de él como si quisiera romperlo.
El abad Wolfgang bajó la cabeza y se echó a llorar, la mano en la que sostenía la antorcha cayó, la tea soltó un chasquido y se apagó. La segunda antorcha volvió a chisporrotear y en medio de la repentina penumbra los tres monjes vieron motivos coloreados ante sus ojos. El jefe de los novicios estiró el brazo y se apoyó contra la pared.
—Algo debe de haberlos interrumpido —susurró el abad—. Dios debe de haberlos detenido. La sacaron del arcón, pero la dejaron allí. —El abad los contempló mientras las lágrimas se derramaban por sus mejillas—. La Biblia del Diablo aún está allí —musitó—. Estamos salvados.