21
Durante el regreso de Braunau a Praga Andrej había estado inusitadamente silencioso. Había supuesto que reencontrarse con los lugares en los que su destino había cambiado de curso de forma tan drástica no resultaría fácil, pero lo que realmente lo acongojaba era pensar hasta qué punto lo había afectado esa misión, pues era verdad que, durante un instante, el impulso de asesinar al abad Wolfgang Selender se había adueñado de él. Cualquiera hubiese confiado en que veinte años sería tiempo suficiente para contemplar el pasado con mayor serenidad y supuso que su vulnerabilidad se debía a que durante esos veinte años no había tratado de analizarlo ni de enfrentarse a él. También estaba enfadado consigo mismo por no haber tenido el valor de hacerlo y, de mala gana, admitió que dicha incapacidad recorría toda su vida. Cyprian tenía razón cuando le hizo reproches por no poner a Wenzel al corriente respecto de su origen, porque juntos podrían haber superado la pena y el dolor. Varias veces Andrej había fingido dormir y se había retirado a su rincón del carruaje para que los demás no notaran que tenía los ojos llenos de lágrimas…, aunque sospechó que Cyprian era consciente de su estado de ánimo. De todos modos, el viejo cardenal era demasiado sagaz como para no saber que algo había atravesado el abismo de toda una generación afectando profundamente a Andrej y estrujándole el corazón… y revelado un dolor que, por muy oculto que estuviese, seguía siendo tan agudo como el primer día.
Entraron en la ciudad a través de la puerta de Viena y, gracias al escudo cardenalicio, los guardias no los molestaron. Andrej apenas prestó atención al camino y solo despertó de sus cavilaciones cuando Cyprian dijo:
—No es necesario que nos conduzcas a todos hasta la puerta de nuestras casas, tío Melchior, pero si quieres hacerlo, aquí deberíamos haber enfilado hacia el Mercado del Carbón para llegar a la mía. Puedo decir a la servidumbre que nos prepare una abundante cena…
—Hemos de dirigirnos a otra parte —lo atajó el cardenal, y el mero hecho de haber interrumpido a Cyprian hizo que Andrej se desprendiera de sus lúgubres ideas. Pero ello no significaba que los pensamientos acerca de aquello que el cardenal había insinuado en Braunau fuesen menos siniestros.
—¿Adónde?
—A mi casa.
—¿A Malá Strana? —preguntó Andrej, intentando bromear—. Eso está muy cerca de mi casa…
El cardenal indicó hacia el exterior de la ventanilla del carruaje.
—No a Malá Strana. No me refería al palacio ministerial, sino a mi casa. Hemos llegado —indicó, y pidió al cochero que se detuviera.
Andrej miró hacia fuera, angustiado. El cardenal abrió la puertecilla y se apeó apoyándose en el hombro de Andrej.
—Lamento haceros esto —dijo, presionando el hombro de Andrej—. Pero es necesario; venid, hemos de darnos prisa.
Andrej dejó pasar a Cyprian y fue el último en apearse del carruaje. Normalmente ya le resultaba difícil acudir a ese lugar y en las escasas ocasiones en que lo hacía se le rompía el corazón. En su estado de ánimo volvía a oler el humo, percibía el calor de las llamas, los débiles movimientos del niño enfermo de muerte que llevaba en brazos, oía los rugidos y los estallidos y el estrépito de las vigas astilladas. Había un punto en el empedrado que no estaba marcado, pero que podría volver a encontrar hasta en plena oscuridad incluso cuando fuera un anciano ciego. Clavó la vista en ese punto y entonces notó que Cyprian lo contemplaba de soslayo.
—¿Qué significa «tu casa»?
El cardenal, que se desperezó y estiró las piernas soltando un quejido y después emprendió la marcha, se volvió.
—Que la he comprado, ¿qué si no?
—¿Cuándo?
—Poco antes de la muerte del emperador Rodolfo.
—¿Por qué?
—Porque sabía que la necesitaría cuando el emperador muriera. ¡Y ahora venid de una vez!
Andrej volvió en sí y siguió al cardenal, al tiempo que lanzaba una mirada y una sonrisa torcida a Cyprian.
—En Viena alguien debe de haberse alegrado mucho.
—¡Espero que hayas conseguido un buen precio de ese bicho asqueroso! —exclamó Cyprian, y abrió la puerta de la casa de su tío.
—Por supuesto —contestó el cardenal sin alzar la vista—. Dejé que creyera que el propio emperador era quien deseaba la casa. Él se quedó tan entusiasmado por las supuestas oportunidades que ello le suponía que me la vendió por casi nada.
—Desde aquí se ve mejor —dijo Cyprian de pronto en voz muy alta—. No: debéis volveros. ¡Madre mía!
El cardenal se detuvo y lo miró con irritación; después pareció interpretar la muda advertencia que expresaba el rostro de su sobrino y que hizo que regresara a su lado pese a su nerviosismo. Andrej, que conocía a Cyprian lo suficiente como para sospechar lo que había descubierto, se colocó a su lado y dirigió la vista en la dirección que le señalaba, dando la espalda a su meta anterior.
—Es un sueño, ¿verdad? —dijo Cyprian, señalando la casa de enfrente.
—¿Para qué quieres otra casa en la zona? —preguntó Andrej, improvisando—. Solo puedes dormir en una cama.
—¡No, ni mucho menos! ¡La semana tiene siete noches!
El cardenal gruñó unas palabras y apretó los puños. Cyprian carraspeó.
—No veo qué tiene de particular —dijo el cardenal y puso los ojos en blanco—. Bueno, la fuente está casi delante de la puerta de entrada y…
Mientras Melchior Khlesl se esforzaba por hallar otras supuestas ventajas a la casa que señalaba Cyprian como si fuese un comprador interesado, hasta el extremo de que los presuntos habitantes del inmueble —si se hubiesen asomado a la ventana y los observaran— quizás habrían ocultado una porra bajo la camisa y preguntado a los tres hombres por qué diablos hacían comentarios sobre su propiedad, Cyprian susurró:
—He visto a dos, pero también podrían ser más.
—¿Guardias?
—Ni idea.
—¡Maldita sea! —siseó el cardenal—. Si hemos llegado demasiado tarde…
—Venid conmigo, os mostraré los planos —dijo Cyprian alzando la voz y se dirigió al Kohlmarkt, el Mercado del Carbón. Una vez que se encontraron fuera del alcance de la vista y se detuvieron, Andrej dijo:
—Puedo acercarme desde atrás, por la callejuela de los Dominicos y la de Plattner. Pero necesitaré un par de minutos.
—¿Por qué le compraste la vieja ruina a Sebastian Wilfing? —preguntó Cyprian.
El cardenal lo fulminó con la mirada.
—Para ocultar algo en su interior.
—No me lo digas: lo sé.
El cardenal asintió.
—Cada veinte años compruebo que lo que más te gustaría sería engañarte a ti mismo con tus secretismos —gruñó Cyprian.
—Por suerte soy demasiado astuto incluso para mí mismo —replicó el cardenal—. Si conocéis el camino, Andrej, echad a correr. Si alguien anda husmeando por ahí no debemos perder tiempo.
Andrej asintió y echó a correr calle abajo hacia el Kohlmarkt, giró a la derecha y trotó hasta la boca de la callejuela de los Dominicos. Poder moverse suponía una liberación, pues le permitía pensar en otra cosa que no fuera una figura delicada y muerta tendida en el empedrado iluminado por las llamas, y en cambio enfrentarse a un peligro real. Oyó el eco de sus pasos apresurados en las estrechas callejuelas casi desiertas. Era poco antes de vísperas y reinaba la penumbra, un momento ideal para emprender actividades secretas. Más temprano había demasiada luz y las plazas estaban demasiado concurridas; más tarde la guardia nocturna hacía sus recorridos. A esa hora, poco antes de que cerraran las puertas de la ciudad, los ciudadanos ya se encontraban en sus casas y los guardias aún permanecían en el cuartel. A unas docenas de pasos de distancia del lugar donde Cyprian les había mostrado la casa, Andrej atravesó la pequeña plaza y luego se adentró en la callejuela de los Dominicos, echó un breve vistazo a un lado y vio que Cyprian y el cardenal estaban de pie ante el carruaje cuyo cochero, por motivos incomprensibles, parecía tener dificultades para maniobrar y, agitando las riendas y soltando palabrotas, acercaba el carruaje a la casa en ruinas. Por casualidad, Cyprian y el cardenal ocupaban un lugar donde un supuesto observador que lo atisbara desde la ruina no los vería.
Ante la callejuela de Plattner se abría otro pasaje más pequeño y sin nombre que solo servía para acceder a la parte posterior de los edificios situados en la cara noroeste de la pequeña plaza. Andrej la enfiló resollando, giró hacia otra estrecha callejuela, avanzó más lentamente y procuró controlar su respiración. En el otro extremo de la calleja vio la salida a la plaza, enmarcada a la derecha por la esquina de una casa elevada, mientras que a la izquierda se encontraba la pared medio derrumbada de la antigua empresa Wiegant & Wilfing, de la cual colgaban retazos de arpillera y restos de andamios. Reflexionó un instante y después optó por el efecto sorpresa.