2
Al contemplar la obra resultaba evidente que había surgido de una ruina. Si uno se acercaba lo suficiente incluso podía captar el olor a orín y quemazón, a vetustas y húmedas cenizas, a polvo corrosivo en verano, a mampostería desgastada y restos de nieve en los rincones en un día de principios de abril como ese. Cada vez que acudía a ese lugar la misma sensación invadía a Alexandra: una mezcla de angustia, pesar y temor. Ella había nacido mucho tiempo después del incendio del establecimiento de la empresa Wiegant & Wilfing de Praga, y solo conocía la historia de oídas: el relato acerca de los misteriosos monjes que habían llegado con una misión mortífera y que habían asumido la responsabilidad de convertir todo Praga en un mar de llamas con el fin de acabar con una única alma que suponía el vínculo entre ellos y el tesoro. El tesoro había sido la Biblia del Diablo.
Pero las historias no encajaban del todo. A veces Alexandra pensaba que sus padres hablaban de ello de manera incoherente y que lo hacían adrede para que ella no dedujera lo sucedido, y todo el asunto se volvía especialmente impreciso cuando tío Andrej y Wenzel estaban presentes. Alexandra sospechaba que uno de ellos —o tal vez ambos— no debían enterarse de algo, algo que suponía el núcleo de la historia y el motivo por el cual la estructura de dicha historia giraba en torno a un enorme hueco, como una enredadera que hacía ya tiempo hubiera acabado con el árbol que la sostenía y que se limitaba a aferrarse al aire.
La casa había sido parcialmente reconstruida por obra de Sebastian Wilfing padre, que había sido el socio de su abuelo, Niklas Wiegant. El viejo Wilfing (a él tampoco llegó a conocerlo) había partido de la idea de que la sociedad formada por ambas empresas se limitaría a seguir existiendo igual que antes, con dos casas en Viena y una sucursal común en Praga. Que la responsabilidad de la empresa Wiegant de Praga pasara a la joven pareja recién casada formada por Agnes y Cyprian Khlesl no había molestado a Wilfing padre en lo más mínimo, pese a que en cierto momento había contado con convertirse en el suegro de Agnes.
Gracias a las viejas historias, Alexandra sabía que en el pasado su padre —con la ayuda de su tío el cardenal Melchior Khlesl— había alquilado la casa en la que todavía vivían, situada a pocos pasos del viejo edificio de la Königsgasse y que, como solía hacer, había participado en la reconstrucción de la ruina.
Pero entonces Sebastian Wilfing padre murió y su hijo Sebastian (a quien había conocido hacía un par de años durante una visita a Viena) había dejado claro que no solo no seguiría reconstruyendo la propiedad, sino que también pondría fin a todas las actividades comerciales en Praga. Aparte de eso, demostró que no pensaba mantener el contacto con un hato de víboras como los Khlesl, ni siquiera a cien millas de distancia, de noche y con el viento en contra. Antes de oír la voz de Sebastian hijo por primera vez, Alexandra no había comprendido por qué su madre, cada vez que repetía sus comentarios, añadía un berrido de cerdo y después soltaba una risita incontrolable. Pero cuando recibió el breve saludo de Sebastian, por primera vez oyó el berrido original: la voz de Sebastian Wilfing hijo recorría registros que uno hubiera aceptado en un cochinillo, y cuando trataba de reprimir su enfado se convertía en un chillido que hubiese hecho que, molesto, dicho cochinillo meneara la cabeza.
Sea como fuere, la ruina no llegó a reconstruirse y sus padres convirtieron el contrato de alquiler de su nuevo hogar en uno de compra. Lo único que quedó del viejo edificio fueron los vetustos y abandonados muros de cuyos flancos pendían los restos de la estructura como la desgarrada mortaja de un cuerpo momificado hacía tiempo. Entre tanto, era de suponer que adentrarse entre esas ruinas resultaba peligroso; su aspecto daba a entender que un golpe de viento podía derribarla, y el hecho de que aún permaneciera en pie parecía deberse menos a la solidez del edificio que a la suposición de que en aquel rincón de Praga el viento no soplaba.
Saltaba a la vista que Alexandra apenas tenía en cuenta dicho peligro cuando recorría las obras. La mayor precaución que había tomado consistía en no descender a las bodegas, que aún conservaban su estado original; habían sobrevivido al derrumbe de las paredes y solo hubiesen requerido un desescombro. La idea de quedarse atrapada allí abajo tras un desmoronamiento era algo que incluso intimidaba a una joven que había heredado la terquedad y la intrepidez de su padre y su madre.
Aparte de ello, la casa ejercía una extraña fascinación sobre Alexandra, como si sus ruinosas paredes no solo encerraran una historia narrada a medias, sino uno de los secretos de su propia existencia. Cada vez que como entonces debía abandonar Praga, su ciudad natal, durante un par de semanas —le aguardaba el viaje anual a Viena—, casi se sentía obligada a echarle un vistazo antes de partir.
Que ella no era la única en sentir esa cierta atracción no se le hubiera ocurrido ni en sueños si de pronto no hubiese visto acercarse a Wenzel von Langenfels, su desagradable primo.
Era demasiado tarde para retirarse al interior del edificio, él casi había alcanzado la puerta. Con aire decidido, ella se interpuso en su camino.
—¿Me estás espiando?
Wenzel tomó aire. Lo había sorprendido, pero al menos no era uno de los que daban un respingo teatral y se apoyaban contra el marco de la puerta cuando se asustaban.
—No —dijo él.
—¿Entonces qué haces aquí?
Él se encogió de hombros.
—Mi padre de vez en cuando viene aquí.
—¿Qué? Pero si esta es la vieja casa Wiegant & Wilfing. ¿Qué tiene que ver tu padre con ella?
—Ni idea. Pero acude aquí al menos una vez al año.
—Entonces estabas espiándolo a él, ¿verdad?
Wenzel volvió a encogerse de hombros.
—¿Qué hace cuando viene aquí? ¿Busca algo?
—Claro que busca algo.
—¿Acaso se dedica a cavar?
—Para buscar algo no hace falta cavar, manipular piedras, etcétera —contestó el muchacho, esbozando una sonrisa.
—No me digas… Y entonces qué busca: ¿el amor? —replicó ella con una sonrisa irónica.
Wenzel no pestañeó. Alexandra se dio cuenta de que acababa de soltar una grosería y se ruborizó hasta las orejas.
En realidad apreciaba a su tío Andrej; el hombre irradiaba una curiosa mezcla de tristeza y satisfacción, como alguien que hubiera perdido algo valioso, pero que había aceptado la pérdida porque a cambio había encontrado algo que para él era lo más importante del mundo. Parecía un hombre que había alcanzado una meta; uno podía confiar en que sabía de qué estaba hablando y hacía lo que quería hacer, y cerca de semejante persona no era necesario fingir y uno podía mostrarse tal cual era. Su padre era de naturaleza similar, carecía de la tristeza de Andrej, pero en cambio poseía una serenidad que le faltaba a su cuñado. En el pasado Andrej siempre se sentaba en el suelo para jugar con los niños. En cambio Cyprian permanecía en un rincón, observando, y Alexandra se tranquilizaba cuando veía su sonrisa y su breve inclinación de la cabeza y sabía que él la protegía. Alexandra adoraba a su padre y veneraba a su tío, el hermano de su madre. Por qué le resultaba tan difícil entenderse con su primo era un enigma, incluso para sí misma. Con respecto a Wenzel, y en un momento de comprensión íntima, suponía que el motivo por el cual no dejaba de lanzarle indirectas era que ella sentía celos del muchacho. Él representaba lo más importante del mundo para otra persona: su padre. Alexandra sabía que sus padres la amaban todo cuanto se podía amar a un hijo, pero también se tenían el uno al otro, y la dimensión de su amor mutuo siempre resultaba evidente. A veces Alexandra se sentía apartada en medio de toda esa calidez que le prodigaban. Ignoraba si a sus hermanos les ocurría lo mismo, aunque hubiese preferido morderse la lengua antes de preguntárselo. Lo que resultaba más insólito —y tal vez otro motivo importante de sus encontronazos con Wenzel— era que ella se guardaba su soledad en lo más hondo del corazón, mientras que su primo la irradiaba. Empezando por el hecho de que un extraño destino se había encargado de que no se pareciera a nadie. Todos decían que Alexandra era la viva imagen de su madre, sus hermanos se parecían a su padre y solo Wenzel parecía ser hijo de una persona a quien por lo visto nadie conocía. No encajaba en la familia, y ello constituía un motivo más por el cual él la irritaba.
Entonces el joven pasó a su lado y desapareció de su vista. Sorprendida, ella vio que una mujer cruzaba el húmedo empedrado y dirigía una mirada de soslayo a la casa. Alexandra la saludó con la cabeza e intentó sonreír. La mujer apretó los labios y siguió caminando; la muchacha no la conocía, era alguien que se dirigía a algún sitio en ese día gris del mes de marzo. Wenzel se asomó.
—¿Por qué te escondes?
—No quiero que mi padre sepa que estoy aquí.
—¿Por qué no?
—Supongo que esta casa tiene un significado especial para él. Si quisiera que yo lo supiese me lo habría contado.
—Y a pesar de ello quieres meter las narices donde no te llaman.
—¿Y tú?
Tal vez debido a que se arrepentía de su falta de tacto, Alexandra dijo en tono casi cordial:
—Suelo venir por aquí. Creo que a mi madre le daría un ataque si lo descubriera, ya sabes lo cerca que está nuestra casa. Pero ella casi nunca pasa por aquí, de algún modo siempre toma por otro camino.
—Es la tercera vez que vengo. No es sencillo…
Su sinceridad la impulsó a hacerle una sugerencia.
—¿Quieres que echemos un vistazo los dos juntos?
—No sé a qué debería echarle un vistazo —respondió él y, sorprendida, Alexandra constató que lamentaba su negativa.
»Mi padre tampoco busca nada en este lugar. Solo se queda unos momentos de pie con la vista baja. Después vuelve a marcharse.
Alexandra tuvo una intuición.
—Como si visitara el cementerio —dijo.
Wenzel la miró fijamente. Sorprendida de sí misma, ella oyó el eco de sus palabras y se encogió de hombros.
—¿Qué? ¿Vienes o no?
Vio que él dudaba un momento más y que de repente su rostro se iluminaba y le dirigía una amplia sonrisa. Era casi doloroso advertir lo mucho que él se alegraba de que por una vez Alexandra no le volviera la espalda y en ese instante la muchacha se arrepintió de todas las ocasiones del pasado que había desaprovechado para mostrarse cordial y amistosa con él. Ya hacía un par de años que ilusionados pretendientes llamaban a la puerta de la casa de sus padres, con la esperanza de obtener una promesa de un posible compromiso con la joven, y cada uno de ellos, incluso en sus mejores momentos, era infinitamente más tonto que su primo en los peores. Ni su padre ni su madre jamás la habían instado a escoger un pretendiente, ni siquiera cuando ello suponía perder una ventajosa relación comercial, algo por lo que ella les estaba más agradecida de lo que podía expresar con palabras. Siempre le parecía que su corazón aguardaba que llegara el indicado y confiaba en que entonces estallaría de amor, un estallido que la dejaría sin aliento.
—De acuerdo —dijo su primo—. Confío en que tú te encargues de matar a todos los dragones con los que nos topemos.
—¿No deberías ocuparte tú de eso?
—No quiero abrirme paso a codazos.
—Un exceso de cortesía está fuera de lugar.
—Tratar a alguien como tú como a una lombriz indefensa que se oculta tras la espalda del caballero servicial estaría aún más fuera de lugar —adujo él.
El muchacho cerró la boca, carraspeó y un rubor le tiñó las mejillas. Era evidente que su corazón acababa de aprovechar un instante en que su cerebro había bajado la guardia para irse de la lengua. Alexandra bajó la cabeza para que no notara que ella también se ruborizaba. Era una tontería y ella intentó no considerarlo así, pero él acababa de hacerle un cumplido tan grande como torpe.
La joven se volvió y tomó la iniciativa. No tenía ni idea de adónde debía conducir a Wenzel, pues de la casa apenas quedaba nada en pie excepto las paredes exteriores de la primera planta, media escalera y la bóveda que cubría la planta baja. El viejo Wilfing se había ocupado de la distribución del antiguo edificio: depósitos y almacenes grandes y pequeños a la altura de la calle, salones y habitaciones de los señores en la primera planta y alcobas de la servidumbre en el desván, de modo que la planta baja formaba un oscuro laberinto de habitaciones cuadradas que no contenían nada interesante. Lo más excitante que había descubierto en sus correrías era un cráneo humano en uno de los almacenes traseros… solo que en realidad no se trataba de un cráneo, sino de una redondeada botella de arcilla gris cubierta de manchas que uno de los trabajadores debía de haber dejado allí olvidada. Sin embargo, el estremecimiento que la recorrió al echarle el primer vistazo fue delicioso.
Notó que Wenzel se había detenido.
—¿Qué hay allí abajo?
—Las bodegas. Ven, sigamos.
—Echémosles un vistazo.
—¿Estás loco?
Él la contempló y Alexandra apretó los dientes: acababa de confesar un punto débil e incluso el tono agudo de su voz la había delatado. Él le lanzaría una sonrisa irónica y se burlaría de ella y ni siquiera podría tomárselo a mal: la joven siempre había aprovechado los puntos débiles de él para someterlo a burlas implacables. Pero Wenzel se limitó a decir:
—No me gustaría quedarme ahí abajo enterrado vivo el día que esta ruina se derrumbe.
Alexandra calló.
—Si aquí arriba alguna vez hubo algo interesante que encontrar, sin duda desapareció hace tiempo —prosiguió Wenzel—. Cualquiera puede entrar aquí, pero creo que allí abajo las cosas son distintas.
—¿Por qué? —preguntó ella a su pesar.
Suponía que él aprovecharía la oportunidad para decirle: «¡No eres la única miedica que no se atreve a bajar a una oscura bodega!».
—Porque allí abajo —dijo Wenzel, quien descendió un par de peldaños y se puso en cuclillas para poder asomarse a la bóveda— hay un cobertizo que impide seguir avanzando.
Alexandra se avergonzó al pensar que, pese a las numerosas ocasiones en que había visitado ese lugar, ni siquiera había tenido valor suficiente para adentrarse en la bóveda y ver el cobertizo. Siguió a Wenzel, esforzándose por reprimir la voz que en su interior la apremiaba a emprender la huida.
Él pareció percibir su temor y dijo:
—Me parece improbable que la casa se derrumbe precisamente hoy. Ha aguantado muchos años y hoy también lo hará.
—El diablo siempre ríe más fuerte cuando logra sorprendernos —dijo ella, consciente de que parecía asustada.
—Hoy hace demasiado frío para el diablo —replicó Wenzel.
El tabique se encontraba bastante alejado del pie de la escalera y la luz apenas penetraba hasta allí. Alexandra se volvió y se asombró al comprobar lo cerca que estaban los últimos peldaños; le había parecido que, como mínimo, habían penetrado unas cien yardas en la bodega; echó un vistazo hacia arriba y vio la superficie irregular de una bóveda de ladrillo que tenía algunos huecos y de cuyas grietas colgaban líquenes y musgos. Contra una de las paredes se amontonaba la nieve, el suelo era de tierra apisonada, aún medio congelada. Espiró y vio la nubecilla de vapor; aunque la bóveda debería haber servido de protección, allí abajo hacía mucho más frío que arriba, en la superficie.
—Esto no lo construyeron durante las obras —le dijo su primo.
—¿Cómo lo sabes?
Él le cogió la mano y la condujo hasta el tabique; tenía los dedos tan fríos como los de ella pero no parecía importarle. La joven tanteó la madera y notó que estaba hundida allí donde habían clavado los clavos.
—Los artesanos se hubieran llevado las maderas y los clavos. Son clavos de hierro, Alexandra, tienen valor.
—¿Quién si no los artesanos habrían cerrado el paso?
—Ni idea, quizá tus padres.
—¿Con qué fin? Hace una eternidad que abandonaron la reconstrucción. ¿Para qué hubieran cerrado el acceso a las bodegas mi madre y mi padre? Ni siquiera se ocupan de estas ruinas; al parecer consideran que pertenecen al cochinillo cuando quiera tomar posesión de ellas.
—¿Quién es el cochinillo?
—Sebastian Wilfing —contestó la muchacha, y notó que una risita se abría paso en su garganta.
Pese a la tenue iluminación, vio que él meneaba la cabeza y sonreía, y como si la risita le hubiese causado una asociación totalmente libre, de pronto se oyó decir a sí misma:
—Sabía que el autómata no era tuyo. —Al ver que Wenzel no le preguntaba a qué autómata se refería se dio cuenta de que había mencionado un tema incómodo—. Y tampoco creo que lo miraras para divertirte.
Resultaba muy difícil pronunciar esas palabras, pero la insólita situación en esa bodega gélida cada vez más inquietante la ayudó. Y en ese momento comprendió lo que acababa de revelar: que ella no ignoraba lo que un joven podía hacer a solas en un escondite al tiempo que observaba el indecente espectáculo ofrecido por un extraño mecanismo. ¿Qué demonios le estaba ocurriendo? En los últimos dos años no había hablado tanto con su primo como en los últimos minutos y con cada frase parecía revelar más acerca de sí misma de lo que deseaba. Sin embargo, Wenzel no reaccionó y Alexandra sospechó que para él resultaba aún más embarazoso que para ella.
—Mi padre dice que el emperador Rodolfo poseía docenas de autómatas —dijo Wenzel por fin—, cada uno más disparatado que el anterior.
—¿Y qué hacía con ellos?
—Cuando estaba de buen humor, se los mostraba a los diplomáticos extranjeros.
—¿A todos?
—Ese al que te has referido —dijo él, y al oír su voz ella creyó adivinar que sonreía— estaba destinado a los enviados del Vaticano.
Alexandra soltó una risita. Wenzel también.
—¿Qué hicieron los prelados? ¿Abandonaron el salón en un arrebato de indignación?
—No: le preguntaron por la dirección del artífice.
Alexandra soltó una carcajada. Allí abajo las risas sonaban extrañas y apagadas, como si estuvieran fuera de lugar. Ella guardó silencio, pero las risas bastaron para que la lobreguez se disipara ligeramente. Oyó que Wenzel tironeaba de las maderas del tabique y que algo chirriaba. De repente volvió a sentirse inquieta.
—¿Qué estás haciendo?
—Creo que puedo aflojar dos tablas —contestó él, jadeando—. Así podríamos deslizarnos dentro…
—¡Deja eso ahora mismo! ¡Al final harás que todo se derrumbe!
—No, seguro que no.
—Da igual, quiero que pares. Yo…
El chirrido se hizo más intenso y Wenzel dijo:
—Ya está.
Ella clavó la vista en el oscuro hueco que apareció en la superficie casi tan oscura como el tabique. Dos tablas desprendidas por la base se balanceaban de un lado a otro. Su primo las apartó como si fueran una cortina para introducir la cabeza en el hueco y, aunque de mala gana, ella se acercó. Vislumbró que el pasillo se extendía más allá, perforado por los huecos de las puertas de otros almacenes que en una casa habitada hubiesen albergado las provisiones de carne y vino. El olor que le golpeó el rostro era seco, mohoso y asfixiante. Le evocó al tufo que reinaba en los osarios de los conventos, donde reposaban los huesos de los difuntos en estantes, y un escalofrío le recorrió la espalda.
En medio del pasillo se veía una sombra imponente y Alexandra se aferró a algo, sin darse cuenta de que era el hombro de Wenzel.
—¡Eh! —rugió una voz desde el exterior. La muchacha clavó los dedos en la tela de la chaqueta de su primo y soltó un grito apagado—. ¡Salid de ahí inmediatamente!
Alexandra contempló el rostro del muchacho y le pareció que estaba tan asustado como ella.
—¿Es que no me habéis oído? ¡Malditos bribones!
Los labios de la joven formaron una pregunta aterrada.
—¿Quién es ese?
Wenzel se encogió de hombros.
—¡Déjalos en paz, maldita sea! —dijo una segunda voz—. Ya falta muy poco para que acabe nuestra ronda, ¿qué más da quién ande por aquí?
—Guardias —musitó el muchacho.
—Quizás están ahí abajo, en las bodegas —dijo la primera voz, y Alexandra pegó un respingo.
Los chicos oyeron pasos que se acercaban a la escalera de la bodega y Alexandra se percató de que el pánico amenazaba con apoderarse de ella. Ni siquiera se preguntó qué sería lo peor que podía ocurrir si la descubrían allí abajo (un enfrentamiento con su madre); el curioso ambiente reinante en la bodega la convenció de que en ningún caso debía permitir que los guardias la atraparan.
Wenzel la cogió de la mano para arrastrarla consigo y ella no se resistió. La empujó de espaldas a la pared, se puso a su lado sin soltarle la mano y ella no hizo el menor gesto para retirarla. Las sombras eran lo bastante densas como para que nadie que observara desde fuera los descubriera. Alexandra y Wenzel se contemplaron fijamente. El frío de la pared penetró en su cuerpo.
—Ya está bien —dijo la segunda voz—, si esos dos han de bajar ahí para meterse mano, el castigo ya ha sido suficiente.
—¡Salid de una vez! —gritó la primera voz—. ¡Maldita sea: si he de bajar a buscaros, que Dios se apiade de vosotros!
—¿Se puede saber qué te pasa hoy? ¿No te acuerdas de todas las veces que monté guardia mientras tú holgabas con tu amorcito en algún rincón? Una vez incluso estando de servicio, si mal no recuerdo. ¿Por qué no dejas que esos también se diviertan?
Alexandra vio que Wenzel arqueaba las cejas y desvió la vista. En la situación apremiante en la que se encontraban el embrollo era realmente demasiado.
—Ahora mi amorcito es mi esposa, así que mucho cuidado con lo que dices.
—Espera a que haga más calor y tráela aquí, entonces puede que vuelva a ser tu amorcito.
—¿Qué…?
Alexandra se imaginó con toda claridad que el primer guardia se volvía hacia su camarada con expresión irritada y luego hacía otro intento de ver qué ocurría en la oscuridad de la bodega.
—¡Salid de ahí, maldita sea! Además, ¿a ti qué te importa eso?
—No tengo inconveniente en volver a montar guardia —dijo el segundo guardia entre risas.
El primer hombre descendió unos peldaños de la escalera.
—De acuerdo —dijo el segundo—. La vieja con la que nos encontramos de camino dijo que un chico y una muchacha se habían ocultado aquí. Aparte de que solo siente envidia porque ya nadie quiere esconderse en una casa en ruinas para hacerle cosquillas en el coño, ¿has pensado en qué pasará si realmente encontramos a alguien?
Los pasos en la escalera se detuvieron y Alexandra no pudo evitarlo: tuvo que volver a mirar a Wenzel, en cuyo rostro se reflejaba su propia sorpresa.
—¿Recuerdas lo que pasó el año pasado, cuando Blažej y el viejo Lumir descubrieron al sobrino del conde de Martinitz debajo del puente mientras aún estaba refocilándose en el trasero del diácono de la iglesia de Santo Tomás? ¿Y no se dejaron sobornar y los enchironaron a ambos por sodomía?
Wenzel se quedó boquiabierto. Los pasos en la escalera no avanzaron. Alexandra sudaba, no de miedo, sino porque la expresión de Wenzel le provocó una carcajada que a duras penas logró reprimir.
—¡Joder! —dijo el guardia, apostado en la escalera.
—¡Nuestra ronda acabará enseguida, larguémonos!
El hombre que permanecía en la escalera no se movió. Luego gruñó unas palabras incomprensibles, los pasos volvieron a ascender los peldaños y los guardias se marcharon. Alexandra se apoyó contra la pared, incapaz de moverse.
—Vaya, vaya —dijo su primo después de un buen rato—. El sobrino del conde de Martinitz. ¿Quién lo hubiera creído?
Alexandra soltó una carcajada histérica y solo se tranquilizó cuando Wenzel le soltó la mano. Se secó las lágrimas de risa e inspiró profundamente; su primo volvió a colocar las tablas en su sitio y subió la escalera en silencio, seguido de Alexandra. De algún modo, el interés de ambos por seguir investigando la bóveda se había desvanecido.
Una vez que alcanzaron la planta baja la anterior timidez volvió a invadirlos. El primero en romper el silencio fue él.
—¿Has visto algo? Yo apenas logré vislumbrar una especie de sombra. ¿Qué era?
Ella negó con la cabeza y se sorprendió al comprobar que hablaba en tono muy sereno.
—No sé. Solo vi un montón de piedras caídas en medio del pasillo. Quizás en alguna ocasión los guardias se percataron de que la bodega era peligrosa y atrancaron la entrada.
—Vaya —dijo Wenzel, y se encogió de hombros—. Pues entonces hasta pronto.
—Sí, hasta pronto —respondió ella.
Ambos se pusieron en marcha como si hubieran recibido una señal secreta, cada uno por su lado. Alexandra decidió que no se volvería, pero al final lo hizo. Él también se había vuelto y la saludó con la mano. La joven bajó la cabeza, enfiló la Königsgasse y recorrió las escasas docenas de pasos que la separaban de su hogar. Al pensar en lo ocurrido le pareció increíble que estuviera tan cerca; en la vieja casona en ruinas se había sentido a cien millas de distancia de su hogar.
Se preguntó por qué no le había dicho la verdad a Wenzel. ¿Tal vez debido a que no estaba segura de lo que había visto?
¿Que durante un instante había estado convencida de que la sombra acurrucada no era un montón de piedras? ¿Que allí, en medio del pasillo, había un arcón grande y pesado rodeado de cadenas, como si contuviese un monstruo que nunca debía escapar?