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Agnes había intentado aturdirse con el trabajo. Se había hecho cargo del cuidado de Leona quien, debido al viaje durante el gélido mes de enero primero sufrió unas fiebres abrasadoras y después cayó en una suerte de duermevela, en el que a veces se estremecía, se asfixiaba, tosía y soltaba palabras incoherentes o clavaba la vista en el cielorraso mientras las lágrimas se derramaban por sus ajadas mejillas. Agnes se había afanado en hacer averiguaciones en Brno acerca del destino de la hija adoptiva de Leona, pero sucedió lo que Andrej ya había pronosticado el año pasado: el vínculo comercial con Brno ya no existía y, a excepción de unas cuantas excusas frías por parte de Vilém Vlach, no había obtenido respuesta. Leona no estaba en su sano juicio y era incapaz de proporcionar informaciones sensatas. Todos los días parecía un poco más delgada, un poco más macilenta y un poco más transparente y el lecho en el que estaba tendida cada vez parecía más inmenso al tiempo que ella se hundía en el colchón. Era como si su decaimiento anunciara su inminente entierro.
Alguien más parecía alejarse con cada día que pasaba, sin que Agnes supiera cómo ponerle remedio. Al principio Alexandra se había turnado con su madre en el cuidado de la vieja niñera, pero después olvidó su deber con frecuencia cada vez mayor, hasta que Agnes se hizo cargo de todo, y al parecer su hija ni siquiera lo notó. Agnes presintió que estaba aguardando algo, pero cuando le preguntó si estaba aguardando que Wenzel volviera a aparecer (a partir de aquella fatal conversación en la casa de Andrej había evitado a la familia), Alexandra negó con la cabeza. Y ella obtuvo la misma respuesta cuando le preguntó a su madre acerca de la partida de Sebastian, solo que entonces una sombra de odio tan sincero recorrió los finos rasgos que Agnes no pudo dejar de sentir el mismo odio. Finalmente, Agnes le preguntó por Heinrich Wallenstein-Dobrowitz, pero Alexandra se limitó a lanzarle una mirada de desprecio y abandonó la habitación.
Cuando Sebastian se ausentaba, Agnes acudía a casa de Adam Augustyn, el jefe de los contables, y ambos ponían al día los libros de contabilidad. Se detestaba a sí misma por esas excursiones secretas, pero preveía que Sebastian no emprendería nada mientras no lograra apoderarse de los libros de la empresa, y hubiese hecho algo aún más despreciable para evitarlo. Desde cierto punto de vista, ella era una prisionera en su propia casa, con una hija que no comprendía, una anciana enferma que balbuceaba en medio del delirio y dos hijos pequeños de quienes debería ocuparse más para no perderlos también a ellos. Y pese a la proximidad de numerosas personas, cada ruido, cada paso, resonaba como en la desierta nave de una iglesia, porque el desierto ocupaba su corazón y el único que podía volver a llenarlo era una persona que no regresaría jamás.
«Siempre regresaré a tu lado».
«Me mentiste, Cyprian», pensó.
Oyó su silencio —el silencio elocuente en el que siempre caía cuando quería que uno descubriera algo por sí mismo, o cuando uno acababa de decir algo excepcionalmente estúpido— tanto en su interior como en su voz.
Cyprian.
En la quietud de la tarde, en la habitación en la que una anciana dormida se acercaba a la muerte, Agnes intentó pronunciar el nombre de él en voz alta. No lo logró. Suspiró y contempló el rostro apoyado en las almohadas que, hasta que se convirtió en adulta, siempre había estado más próximo a ella que el de su madre. Sabía por experiencia que Leona dormiría hasta el atardecer. El sol proyectaba un largo rectángulo claro en el suelo. Agnes se acercó a la ventana y miró hacia fuera. La primavera hacía brillar los tejados de Praga como si realmente fueran de oro y cada adoquín un diamante. Poder contemplar la belleza resultaba doloroso cuando en el interior de uno mismo solo había cenizas grises.
Fuera, en el pasillo, resonaban las voces que surgían de la agencia, entremezcladas con la voz chillona de Sebastian. Ella no les había ordenado a los contables y escribientes que sabotearan los esfuerzos de Sebastian, por temor a que enfadarlo hasta tal punto acabaría por llamar la atención de la corte sobre la familia. Sin embargo, los hombres lo hacían echando mano de numerosos trucos que a ella nunca se le hubiesen ocurrido, pero al mismo tiempo parecían tan solícitos como siempre. Seguro que Sebastian creía que trataba con una docena de los cretinos más grandes de Praga y solo por ese motivo nunca debía hacerse con la dirección de la empresa porque los hubiera despedido en el acto. De vez en cuando no podían evitar exponer transacciones comerciales, vínculos u otros eventos, pero ello ocurría rara vez. Sebastian Wilfing debía sentirse como un cerdo en busca de trufas en el bosque equivocado. La adecuada analogía casi despertó la sonrisa de Agnes.
La idea de enfrentarse a Sebastian era insoportable. Estrictamente hablando, con respecto a ella Sebastian era la cordialidad en persona. Ella conocía dicha cordialidad desde su primera estadía común en Praga, cuando la empresa Wiegant & Wilfing aún existía. La temía todavía más que sus ataques de ira, que siempre parecían necios.
Permaneció en el pasillo, titubeando, luego se volvió y entró en la alcoba de ella y de Cyprian. «Mi alcoba» se corrigió a sí misma, pero sabiendo que siempre sería la alcoba de ambos. Podía destrozar los arcones, arrojar la cama por la ventana, arrancar el revestimiento de las paredes y levantar el suelo y después cambiar toda la habitación, pero siempre sería la de ambos. Ya había jugado con la idea de mudarse a una de las otras habitaciones, pero le pareció que así traicionaba a Cyprian.
Cyprian.
La cama era grande y oscura; uno solamente se daba cuenta de que estaba solo cuando se despertaba en una cama en la que había lugar para una segunda persona y dicho lugar estaba vacío. Uno solo comprendía el significado de la soledad cuando despertaba de noche y oía el rumor de los ratones tras el revestimiento de las paredes porque la respiración del ser amado había enmudecido y otros ruidos ocupaban el primer plano. Agnes se estremeció y se apartó de la cama.
En el rincón pendía el crucifijo que ella había mandado colgar otra vez después de que cayera repentinamente, aquel día que oyó los pasos de Cyprian en la planta superior pese a que él no estaba allí. Alzó la vista y lo contempló. Tuvo que convencer a uno de los supersticiosos criados de que volviera a fijar la imagen de Cristo a la cruz y el crucifijo a la pared. En aquel entonces ella se negó —y en ese momento seguía negándose— a creer que algo relacionado con Cyprian, aunque fuese la fantasmagórica noticia de su muerte, jamás pudiera hacerle daño.
—Cyprian.
En la soledad de la alcoba logró susurrar su nombre.
—Te he amado tanto…
El Redentor de madera tallada la contemplaba con el rostro contraído de dolor. No era la primera vez que pensaba que habría preferido con mucho soportar el dolor de Él a cambio de no sufrir la pesadumbre que le corroía el alma.
«¿Conoces la historia de la hilandera que estaba junto a la cruz?».
¿Cyprian?
Agnes se volvió instintivamente: la voz de su marido había resonado con tanta fuerza en su cabeza como si hubiese estado a su lado.
¿Cyprian?
La voz interior permaneció muda.
«No pretendes asustarme, ¿verdad?», se preguntó y un instante después se sintió más angustiada que tonta y se desprendió de la sensación. Los muertos no regresan, ni siquiera como espíritus. En cuanto a eso, Cyprian era el mentiroso más grande de todos los tiempos.
«¿Conoces la historia de la hilandera que estaba junto a la cruz?».
Agnes se apartó del crucifijo que colgaba de la pared hasta que sus piernas chocaron contra el borde de la cama. De pronto se sentó.
—Cuéntamela —dijo.
«La hilandera que estaba junto a la cruz era la novia de un caballero vienés, perdido durante la peregrinación a Jerusalén. Ella lo aguardó un mes tras otro, junto al gran cruce de caminos, sentada a un lado de la vieja cruz de madera, hilando lana y confeccionando mantas que regalaba a todos cuantos regresaban de la peregrinación. Tras una larga espera llegó un compañero de armas de su amado y le informó de que el enemigo lo había tomado prisionero y que quizá ya había sido ajusticiado. Entonces ella dejó de hacer mantas y a cambio se confeccionó prendas resistentes, ordenó a su anciano criado que le comprara una cota de malla, un yelmo y una espada, y emprendió viaje para ir a liberar a su amado. Juró por la vieja cruz de madera a cuyos pies había estado sentada durante tanto tiempo que no regresaría hasta haber liberado a su amado o bien pudiese seguirlo a la muerte. Nunca más se supo nada de ninguno de los dos. Quizá lo ajusticiaron a él y ella naufragó durante la travesía en barco y se ahogó, pero a lo mejor todavía sigue buscándolo».
—A lo mejor —dijo Agnes.
«Personalmente —la voz de Cyprian repitió la historia que le había contado el día en el que ella comprendió que su amistad se había convertido en algo más importante— yo prefiero creer que lo encontró y que ambos envejecieron juntos».
—Sí —susurró ella—, yo también lo hubiese preferido.
Para su propia sorpresa, esa vez no derramó lágrimas; se inclinó hacia atrás en la cama y cerró los ojos. La sensación de que bastaría con estirar la mano para tocar el cuerpo de Cyprian tendido a su lado fue tan intensa que no osó moverse a fin de no destruir el sueño y Agnes sonrió en medio del silencio. Era como si cada uno de los acontecimientos que ella y Cyprian habían experimentado juntos volviera a surgir en su memoria. Todas las veces que ella notó su profundo temor de perderla y lo había abrazado en silencio, sabiendo que su aparente dependencia de la ingeniosidad de él en realidad solo era la otra cara de la relación que los unía. Que a partir de la primera vez que se encontraron, cuando ambos eran niños, ella le había hecho sentir su valía, mientras que su padre no se cansaba de decirle lo contrario. Que en realidad era él quien la necesitaba a ella para ser el hombre que siempre quiso ser. La había rescatado docenas de veces de un apuro o impedido que cometiera una estupidez. Ello se compensaba con su disposición a permitirle que emprendiera dichos rescates. Los platillos de la balanza estaban equilibrados.
Su sonrisa se desvaneció cuando comprendió que había olvidado todo eso. Tras recibir la noticia de su muerte se había comportado como si ella efectivamente hubiera dependido de él. Sintió frío. Él nunca la había abandonado, en realidad ella lo había traicionado.
«Juró por la vieja cruz de madera a cuyos pies había estado sentada durante tanto tiempo que no regresaría hasta haber liberado a su amado o bien pudiese seguirlo a la muerte».
En aquel entonces creyó que él le contaba la historia para distraerla del peligro que corrió después de escapar ciegamente de la casa de sus padres. No sabía si él mismo había comprendido el profundo significado albergado en la historia, pero entonces, tendida al sol en la blanda cama, Agnes al menos comprendió lo que significaba la historia de la hilandera junto a la cruz para ella y Cyprian.
Tragó saliva. ¿Cómo pudo haber sido tan ciega? El amor entre ella Cyprian era tan grande que no se había percatado de lo más obvio: que la fe forma parte del amor. La fe en que el amor era algo por lo cual había que luchar. La fe en que el amor era lo más importante. La fe en que el amor nunca moría.
Entonces abrió los ojos. Sebastian Wilfing estaba de pie ante la cama contemplándola fijamente y una mueca de odio le crispaba la cara.