8
El castillo de Pernstein se elevaba de los bosques circundantes como un puño que alguien hubiera lanzado hacia arriba desde las profundidades de la Tierra y alzado contra el cielo, contra el país y contra el mundo en general. Los muros eran altos e inexpugnables, extravagantes saledizos asomaban en todas direcciones, un adarve cubierto de un techo de oscura madera rodeaba todo el contorno del edificio principal del castillo. La torre del homenaje estaba separada, solo unida al edificio principal mediante un puente de madera. Daba igual que la muralla estrechamente pegada a los edificios se alzara casi en la cima de la colina, pero que a su vez fuese de escasa altura, pues causaba una impresión burlona: se podía superar la muralla, pero para superar la propia pared de roca que suponía el castillo que se elevaba por detrás había que ser un titán. Alguien, quizás el viejo Ladislaus von Pernstein, había intentado renovar el revoque, pero en muchos lugares este ya había vuelto a desprenderse. Los ladrillos rojos parduscos relucían a través de los desconchones como antiguas heridas que jamás cicatrizarían. Era evidente que el colosal edificio antaño había causado una gran impresión. Si uno entraba al patio a través de la puerta, un patio estrecho y oscuro como el fondo de un pozo, notaba que todo el monstruoso castillo estaba dedicado a la defensa. Semejantes edificios se enfrentaban obstinadamente al mundo y desde detrás de las murallas no dejaban pasar nada del exterior al interior, y se engendrara allí dentro lo que se engendrara provenía de un corazón tenebroso y de un abismo profundo y frío.
Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz encogió los hombros cuando él y su caballo penetraron en la sombra del patio del castillo. Levantó la cabeza y contempló el nublado cielo del atardecer; las murallas, los saledizos y los aleros formaban un estrafalario marco.
Si bien ya no había restos de nieve en el patio, el frío invernal persistía. Hacía meses que no había visitado el castillo y durante los cuatro años anteriores, desde que lo vio por primera vez, solo de manera esporádica. Y de haber sido por él, la frecuencia podría haber sido aún menor. Todo el castillo parecía rechazarlo y cada hálito gélido que barría los rincones o las escaleras parecía gritarle que, hiciera lo que hiciese, nunca pertenecería por completo a ese lugar.
Nunca poseería totalmente a Diana.
En cambio, tenía muy presente que él le pertenecía en cuerpo y alma.
No estaba seguro desde cuándo: ¿acaso cuando ella entró en la sala de espera del palacio Lobkowicz y aceptó que él le ofreciese su amistad? Solo había supuesto una lisonja frente a alguien que ocupaba una posición superior y al mismo tiempo un descarado intento de seducirla. No podía haber sospechado que el resultado sería ese. ¿Tal vez más adelante, cuando ella le exigió que volviera a poseerla? ¿O aún más adelante, cuando lo instó a hacer uso de los instrumentos apoyados en el brasero? Ella había presionado su cuerpo desnudo contra la espalda de él, con los dedos de una mano en torno a su miembro viril, con los de la otra acariciándose a sí misma y mirando por encima del hombro de Heinrich al tiempo que él, al principio vacilando pero luego con creciente excitación, cedió a sus exigencias. ¿Fueron los gritos apagados por la mordaza y el jadeo junto a su oreja, la mano diestra que lo masturbaba por encima del cuerpo retorcido y martirizado de la puta? ¿O quizás el hecho de haber tomado conciencia de que ella había sido capaz de adivinar sus más íntimos deseos, consistentes en humillar, causar dolor, ser el amo de la vida y la muerte? ¿Tal vez su muda confesión de que, en ese sentido, ambos estaban hechos de la misma madera?
A partir de entonces, ella no le permitió volver a tocarla. En Praga se mantuvo alejada de él; después únicamente lo invitaba a acudir al palacio Lobkowicz cuando se trataba de contestar un mensaje que ella deseaba enviar mediante una de sus palomas mensajeras. Al parecer, la dama vivía casi exclusivamente en Pernstein, mientras que Zdenĕk von Lobkowicz, el esposo, se había instalado en Viena. Una vez los había visto a ambos desde lejos. A esa distancia no logró conciliar la figura resplandeciendo bajo el sol, envuelta en joyas y costosas sedas, que superaba a su esposo en al menos una cabeza, con la Diana que lo había satisfecho en la penumbra de la habitación mientras él torturaba a la puta hasta causarle la muerte.
En Pernstein, en las escasas oportunidades en las que lo había citado allí, siempre estaba maquillada. La primera vez que volvieron a encontrarse él la abrazó y la empujó contra la pared, introdujo la mano bajo sus faldas y procuró excitarla, pero la felina mirada de los ojos verdes lo dejó de piedra y lo hizo retroceder. Heinrich se dijo que debería haber violado a esa zorra cuando, tras varios días de perpleja soledad, ella lo invitó a marcharse, y decidió que cuando volviera a presentarse la oportunidad, la obligaría a acostarse con él propinándole un par de puñetazos en compensación y pago por su frialdad anterior. Sin embargo, cuando unos meses después volvió a ser convocado a Pernstein, el juego se repitió. La había deseado con tanta intensidad que de vez en cuando, por las noches, se había masturbado repetidamente, sabiendo que solo un pasillo desierto, oscuro y cubierto de telarañas separaba su alcoba de la de ella, aunque no osó volver a importunarla.
Ella era perfectamente consciente de ello, desde luego. Por supuesto que estaba jugando con él. La detestaba, al tiempo que trataba de recorrer el laberinto de pasillos y escaleras que formaban el interior del castillo de Pernstein, sin dejar de constatar que estaba a punto de echar a correr una y otra vez. La detestaba mientras se imaginaba cómo sería volver a poseerla, percibir el frescor de su piel y el ardor de su regazo, ser arañado, pellizcado y medio asfixiado por ella y oír su voz áspera murmurándole al oído: «Fóllame otra vez». Tuvo que aminorar el paso porque se quedaba sin aliento y porque estaba tan excitado que la bragueta de armar le causaba dolorosas rozaduras en la verga.
La amaba.
Le pertenecía.
Y ella pertenecía al libro.
Abrió la puerta de su capilla. Ella la consideraba suya; incluso era posible que en el pasado fuera la capilla del castillo, en la época en la que Wilhelm von Pernstein aún nadaba en dinero y cuando su hijo Ladislaus lo había gastado con entusiasmo a manos llenas. Por entonces no era más que una bóveda vacía. El libro estaba apoyado en un gran atril y, al entrar, él la distinguió de pie ante el atril, contemplando aquel objeto, como siempre. A su vez, él se quedó observándola a ella y el resplandor de su vestido lo deslumbró pese a la penumbra reinante.
—Se sustrae de mí —dijo ella.
Casi se había convertido en un ritual y él se sintió obligado a decir:
—Concedeos tiempo.
La mujer se volvió a medias. Él vio el contorno de su mejilla maquillada de blanco y tomó aire.
—Es de una antigüedad de siglos. Y si fuese verdad que el propio diablo la redactó…
Más que distinguir su sonrisa burlona, la imaginó. Sabía que ella lo creía. El propio Heinrich no sabía qué debía creer. En cuanto se aproximaba a Pernstein notaba que su cuerpo empezaba a temblar como sometido a una vibración inaudible y percibía un zumbido en los oídos, pero también captaba la vibración cuando estaba en Praga y ya no estaba seguro de que no la hubiese notado durante toda su vida o solo en el momento en que descubrió la existencia de la Biblia del Diablo. La vibración era como un corrimiento de tierra que siempre le revelaba el núcleo de su alma y le permitía echarle un vistazo. A veces lo que veía le agradaba; en otras ocasiones debía hacer un esfuerzo para no ocultarse en el rincón más próximo y vomitar hasta las entrañas. Entonces creía notar el sabor de la abundante sangre que manchaba sus manos y le parecía oír los gritos de Toro cuando lo tiró por la ventana. También oía el ruido que se produjo al arrancarle al monje negro uno de los proyectiles de la herida —a quien ninguna saeta de ballesta había herido mortalmente— y clavárselo en la garganta, y por fin el demencial aullido que soltó por la putilla a través de la mordaza cuando cogió el falo candente del brasero y… también percibía los alaridos de Ravaillac, allí abajo, en la Place de Grève, mientras Madame De Guise jadeaba: «¡Más, más fuerte…!». Reprimir el vómito resultaba difícil y odiaba la Biblia del Diablo por causarle dicha visión.
—Os esperaba más temprano —le recriminó Diana.
—Hubo un retraso en Brno. Aproveché la oportunidad para observarla de cerca.
—¿Y?
—Es bonita —contestó él de mala gana.
Ella dio media vuelta. Por encima de su hombro Heinrich distinguió las gigantescas letras iluminadas y las estrechas columnas de signos antes de que el cuerpo de Diana las ocultara. El rostro blanco se crispó y entre los labios asomó la lengua.
—¿Es de vuestro gusto?
—No lo sé —replicó él.
Su propia parquedad lo sorprendía casi tanto como la incomodidad que le causaba tener que hablar de su encuentro con Alexandra Khlesl.
—Será mejor que os aclaréis al respecto. Quizás ella suponga un regalo. De mí a vos.
Él hizo un gesto negativo con la mano. Cuando la dama se deslizó hacia él, Heinrich contuvo el aliento. Ella lo miró directamente a los ojos y él notó el roce de su mano fresca en la mejilla; luego ella acercó su rostro al suyo y le lamió la boca, pero cuando él entreabrió los labios, ella se apartó. Quiso cogerla, pero sus manos solo se deslizaron por encima de la tela sedosa del vestido de Diana.
—¿Qué ocurría en Brno?
—Un pobre desgraciado fue ajusticiado por haber matado a una muchacha. Un idiota —añadió—. Ya ni siquiera recordaba haberlo hecho.
—Una feliz coincidencia…
Heinrich apretó los dientes.
—Sí —dijo—. Ella misma mencionó el tema cuando le expliqué que el ajusticiamiento tenía motivos políticos. También presenció uno en Viena, de signo exactamente opuesto.
—En estos tiempos hay demasiados ajusticiamientos —comentó ella, adoptando una expresión de falsa compasión—. Y la Iglesia está comprometida en casi todos ellos, tanto la protestante como la católica.
Heinrich no dijo nada; percibía la mirada de ella, que le causaba una sensación al mismo tiempo desagradable y excitante, y agitó los hombros con inquietud.
—He intentado descifrar el código de la Biblia del Diablo por todos los medios. No lo he logrado…
«Realmente por todos los medios», pensó Heinrich. Tres de esos medios fueron devorados por los cerdos, junto con sus ridículos mantos de alquimista. Matar a los tres ancianos resultó aburrido; había confiado que Diana se entregaría a él mientras utilizaban las herramientas con ellos, unas herramientas que hacía muchos años un carpintero había dejado allí con fines absolutamente inocentes. Pero ella solo le ordenó que les cercenara el gaznate y llevara los cadáveres a la pocilga.
—¿De verdad creéis que el cardenal Khlesl sabe más que ella?
—¿Que sabe más? Siempre ha procurado impedirlo, por temor a que un día ella pudiera ser más fuerte que él —respondió la dama.
—Pero yo creí que vos queríais obligarlo a ayudaros, y por eso pretendíais que nos apoderásemos de la hija de su sobrino. Cuando nos apoderemos de ella, porque de momento viaja a Praga sana y salva.
—Me decepcionáis, Henyk.
—No comprendo… —respondió él, clavándole la mirada.
—Comprendéis todavía menos de lo que imagináis.
Heinrich se encogió de hombros.
—A juzgar por lo que me dijisteis, he llegado a la conclusión de que trasladaremos a la muchacha aquí y de ese modo obligaremos al viejo cardenal a revelarnos lo que sabe sobre la Biblia del Diablo. —Y aunque de pronto le causó un mal sabor de boca, añadió—: Y si no se decide a satisfacer nuestras demandas, le enviaremos unos mechones de sus cabellos, sus dedos, sus orejas… —añadió el hombre, antes de guardar silencio.
—Por lo visto aún ignoráis con quién nos las tenemos, Henyk.
—Con un cardenal que al mismo tiempo es un ministro del emperador Matías, y con su sobrino, que es un tendero. ¿Y qué? Vuestro marido ocupa una posición mucho más elevada que ese viejo sacerdote, y Cyprian Khlesl es un don nadie.
—Es a Melchior Khlesl —dijo ella lentamente— a quien hemos de agradecer que el emperador Rodolfo se viese obligado a abdicar y que nuestro nuevo emperador ahora se llame Matías. Sostiene al soberano del imperio en la mano. Y el archiduque Fernando le tiene tanto miedo que malgasta su tiempo detestándolo en vez de hacer uso de él. Melchior Khlesl es el poder en la sombra en el imperio y tal vez el próximo Papa.
Heinrich bajó la mirada. Se sentía como un zagal que no se hubiera dado cuenta de que sus ovejas habían escapado. Y Diana aún no había acabado.
—Con respeto a Cyprian Khlesl, si vos y él os enfrentarais en una oscura callejuela, apostaría por él.
Atónito, Heinrich alzó la cabeza. Ella sonreía con las manos sobre el regazo como la más casta de las vírgenes. La ira lo abrasó con tanta rapidez que no logró controlar la expresión de su rostro. Ella arqueó ligeramente las cejas.
—¡Dejad de mostrar los dientes: parecéis un animal!
—¡Os traeré su cabeza y me mearé en las cuencas de sus ojos! —exclamó él con voz trémula por la cólera… y los celos. Y cuando se dio cuenta de ello, su cólera no hizo más que aumentar.
—Eso no será necesario —replicó ella—, como tampoco será necesario cortar a Alexandra Khlesl en pedazos… En todo caso, no para extorsionar al cardenal Khlesl. Alexandra será una de las nuestras.
—¿Qué?
—En cuanto llegue el momento idóneo, os pediré que conquistéis el corazón de Alexandra Khlesl. Os encargaréis de que poco a poco coma de vuestra mano.
—¿Y cómo se supone que he de lograrlo?
La sonrisa de Diana era ligera como una pluma.
—¡Por favor! Seguro que ya se os ocurrirá algo. Vuestro rostro despertaría la envidia de los ángeles. Y en cuanto a lo demás: todo el mundo posee un lado oscuro. Y vos sois experto en despertarlo. Yaced con ella: eso se os da aún mejor.
—Pero primero ella ha de permitir que me acerque, ¿verdad?
Pensó en el rostro delgado de la joven sentada en el carruaje, casi oculto por el marco de su oscura y abundante cabellera. Un rostro que parecía vulnerable y delicado… hasta que uno notaba el leve gesto de dureza en las comisuras de los labios y podía concluir que Alexandra Khlesl poseía un carácter del que ella misma no era consciente.
—¿Y si yo no fuese de su agrado?
Ella soltó un suave suspiro.
—Por lo visto no sois consciente de que poseéis un don —dijo la dama, que volvió a acercarse a él y, brusca y dolorosamente, lo agarró de la entrepierna. De pronto los labios de ella estaban tan próximos a los suyos que casi los rozaron al hablar—. Irradiáis una permanente invitación al amor carnal —susurró, moviendo la mano. Él soltó un gemido y una oleada de dolor y lujuria le recorrió el cuerpo—. Puede que unos lo llamen carisma y otros, atractivo, pero yo sé lo que es, porque sé lo que albergáis en vuestro pequeño y negro corazón, Henyk, amigo mío: una voracidad abrumadora por el próximo trozo de carne. Lo emitís como un aroma y es tan contagioso como una enfermedad.
Ella dio un paso atrás y él se enderezó, gimiendo y con la mirada vidriosa. La entrepierna le palpitaba tan violentamente que era como si le estrangularan las entrañas.
—Y, por otra parte, reconozco otra cosa que permanece oculta para los demás —prosiguió—. Que preferís la carne sanguinolenta.
Pese a su consternación, Heinrich procuró hablar con ligereza.
—Tras haber expuesto tantas cosas acerca de mi persona, a lo mejor también os complacería decirme lo que pensáis. Pues resulta que realmente ignoro lo que significa todo esto.
Ella volvió a darle la espalda, se acercó al atril y rozó las páginas del códice con los dedos. De pronto fue como si tañera las cuerdas de un arpa invisible, como si sonaran tonos bajos que hicieron vibrar el aire del recinto.
—Guíame —susurró Diana.
Heinrich sabía que no se refería a él, porque ya lo había presenciado en diversas ocasiones: en ese momento lo único que existía para ella era el libro. El mundo había dejado de existir. Incluso su blanca figura parecía menos sólida, se volvía más transparente y se disolvía en la esfera de la cual, según todas las leyendas, provenía el libro.
—Guíame… para que yo pueda conducir el imperio. Mándame… para que yo pueda mandar en el imperio. Entrégate a mí… para que yo pueda tender el imperio a tus pies.
Heinrich puso los ojos en blanco, aunque su diafragma vibraba agitado por el inaudible tono bajo que ocupaba toda la capilla. No se habría sorprendido si el revoque se hubiese desprendido de las paredes, pero lo que él sentía —y sin duda también ella— no afectaba al edificio. De pronto la dama despegó la mano de la hoja e inclinó la cabeza, y la sensación de encontrarse en el centro de un gigantesco tambor disminuyó.
—El emperador Rodolfo era demasiado débil —dijo Polyxena—. Su meta era la correcta, pero escogió el camino equivocado y él no era el elegido. Creía poseer la Biblia del Diablo, pero en realidad solo sostenía polvo en las manos. Había comprendido que el poder del imperio ya no podía depender del catolicismo o del protestantismo, ni tampoco del cristianismo, que había demostrado ser tan débil que incluso sus seguidores se enfrentaban entre ellos. Dios está demasiado lejos; Jesucristo le ha dado la espalda al mundo y llora por haber muerto en vano. El emperador Rodolfo estaba convencido de que la ciencia era la única solución. Su fe era errónea.
Entonces se volvió y lo contempló. Era una de las escasas ocasiones en las que le pareció exhausta y casi humana. Ni siquiera había parecido tan fatigada tras el consumidor juego amoroso que se había desarrollado en el pasado, en su alcoba del palacio Lobkowicz; solo ofrecía tal aspecto cuando se pasaba muchos días tratando en vano de descifrar el códice.
—El emperador Matías también ha comprendido que ni la fe católica ni la protestante suponen el camino correcto. Pero su solución consiste en no hacer nada y disfrutar de su propia vida mientras pueda. Y eso no durará mucho tiempo. Está enfermo. ¿Cuánto le queda? ¿Dos años? ¿Tres? Y después, ¿quién heredará la corona?
—El archiduque Fernando —contestó Heinrich, muy a su pesar. Una vez más, se sentía como un niño pequeño que debía repetir el catecismo de los adultos como un loro.
—El tonto, corto de miras y archicatólico Fernando de Austria, que ni siquiera va al retrete sin pedir permiso a su tío Maximiliano —soltó ella, y su mirada se empañó, como si traspasara los muros del castillo—. Solo fomentará un mayor estancamiento y la discordia entre la Iglesia católica y la protestante seguirá devorando el país como un tumor. La ciencia no es el camino correcto, aunque Rodolfo se dio cuenta de que resulta necesario una tercera vía entre el Papa y los protestantes. Las personas están obligadas a creer en algo, pero uno no puede creer en la ciencia. Sin embargo, Dios se ha apartado y las enseñanzas de Cristo se han convertido en el credo perverso de unos ancianos hambrientos de poder. Yo devolveré la fe a la gente, la fe en un único poder que se interesó por la humanidad desde el principio e intentó ponerla de su parte.
Volvió a apoyar la mano en las hojas abiertas del libro, pero en esta ocasión el efecto no se produjo.
—Él intentó darnos el saber una y otra vez. Fracasó debido a la superchería y la estupidez de los seres humanos. Yo misma me encargaré de que esta vez triunfe.
De pronto una sonrisa le atravesó el rostro, pero sus ojos de mirada cansina no la reflejaron. A Heinrich le resultó inquietante.
—¿Conocéis la leyenda del emperador milenario, amigo Henyk? —musitó ella.
Heinrich se encogió de hombros.
—«Al mirar, vi un caballo blanco —susurró ella—, montado por un jinete que juzga y su combate es justo. Sus ojos son como una llamarada y muchas coronas ciñen su frente. Lleva un nombre que solo él conoce. Sus ropajes están empapados en sangre y su nombre es: la palabra».
Ella volvió a sonreír y a Heinrich se le erizó el vello de la nuca cuando vio que la dureza y el cansancio abandonaban la mirada de la dama durante un instante y que su expresión casi se suavizaba. Tragó saliva al creer que había captado un breve vistazo de la mujer que habitaba muy por detrás de la máscara blanca y del alma inaccesible que ella presentaba ante él y ante el resto del mundo; una mujer que procuraba creer desesperadamente… en sí misma y en su propósito. Era una criatura que le resultaba tan ajena que le infundía un profundo temor y durante un instante el impulso de emprender la huida fue tan intenso como lo fue en el pasado, en la sala de espera del palacio Lobkowicz. Ya se disponía a dar un paso atrás cuando el rostro de ella sufrió un cambio sutil y volvió a ser la misma que él conocía y cuyo auténtico nombre usaba tan rara vez que ni siquiera era el primero que se le ocurría. Para él, ella era Diana, la mujer más bella del mundo, su socia, su amante durante una tarde atroz, extática y reveladora… Su diosa, a la que a veces odiaba y a la que deseaba más que a nadie en el mundo.
—Mi madre era muy católica —expuso ella—. En lugar de contarnos las historias de la princesa Libusze y el príncipe Przemysl, como a otros niños, nos leía la Biblia. En el Apocalipsis pone que durante la última batalla un rey de reyes se levantará y ganará el último combate; después cederá el trono a aquel que tiene derecho a juzgar y este reinará durante mil años.
—El emperador milenario, que despeja el camino para el regreso de Cristo —dijo Heinrich.
—Yo seré el emperador milenario —declaró en un tono tan sereno que sus palabras resultaron más convincentes que si las hubiera declamado o gritado, o si hubiese apoyado las manos en una ígnea reja de arado—. Pero no entregaré el imperio a Cristo. Él tuvo su oportunidad durante mil seiscientos años y no la aprovechó. Se lo entregaré a quien realmente ostenta el poder.
Volvió un par de páginas del libro. Las inmensas hojas despidieron un olor a moho que penetró en la nariz de Heinrich. Ella le indicó que se acercara y, de mala gana, él avanzó un paso. A la izquierda de una gran página doble se elevaba la imagen de una ciudad rodeada de murallas y coronada de torres. A la derecha aparecía la imagen de…
Heinrich se persignó. Ella rio y acarició la cornuda figura con pies en forma de garras… cuyo rostro sonreía, seguro de triunfar.
—Queréis crear la situación idónea para desencadenar una guerra —dijo Heinrich por fin; tenía la boca seca.
—Hace tiempo que la he creado —dijo ella, haciendo un gesto desdeñoso con la mano—. Supongo que no creeréis que he pasado todos estos años dedicada exclusivamente a cavilar sobre la Biblia del Diablo, ¿verdad? La necesito, es cierto. Pero solo la necesitaré cuando el imperio arda en llamas, para levantarlo desde las cenizas. Hasta entonces tengo tiempo. Y para que el imperio arda en llamas lo único necesario es un número suficiente de necios mezquinos que detesten a todos cuantos no compartan sus ideas. Me he ocupado de que semejantes personas ocupen todos los puestos importantes del imperio. El canciller imperial tiene el poder de hacerlo y el poder sobre el canciller imperial lo ejerce la mujer que le susurra al oído en la cama.
Heinrich no pudo evitar un parpadeo. Ella esbozó una mínima sonrisa.
—Los nuevos procuradores reales, el conde Martinitz y Wilhelm Slavata: mentecatos ingenuos fervientemente católicos, carentes de visión del futuro y que no le van a la zaga a su señor, el rey Fernando. En el lado opuesto se encuentra el conde Von Thurn, cabecilla de los estamentos bohemios, que ni siquiera sabe hablar correctamente en bohemio; un soñador, un charlatán enamorado de su propia voz y un protestante fanático. El único talento que posee es su capacidad de engañar incluso a los espíritus más desconfiados mediante sus quiméricos planes. Y esos solo son los representantes más prominentes. ¿O acaso creísteis que semejante acumulación de incompetencia en ambos bandos era una mera casualidad? Habrá una guerra, y para todos cuantos sean barridos por ella será como la última batalla del Apocalipsis. Pero yo seré el emperador que surgirá de las ruinas.
—Un soberano que reinará sobre millones de muertos.
—Dado que es imposible que habléis impulsado por los escrúpulos, amigo mío, ¿qué pretendéis decirme?
—Si desatáis una guerra de religión entre la cristiandad, y vuestras palabras no indican otra cosa, entonces al final no quedará nadie que crea en algo. El diablo obtiene su poder de Dios, pero después de esa guerra Dios estará tan muerto como todos cuantos creen en Él.
—Por eso he tomado precauciones.
—Los niños —dijo Heinrich, con la sensación de que de pronto comprendía otra faceta del plan. Contuvo el aliento: una vez más, la había subestimado por completo.
—Los niños —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Los hijos de los cortesanos, de los ricos comerciantes, de los nobles, de las familias de los obispos y cardenales. Alexandra Khlesl supondrá el principio. Si logramos ejercer nuestro poder sobre ella, también conseguiremos dominar a todos los demás. El cardenal Khlesl es el único que podría interponerse en mi camino e impedir el regreso de la Biblia del Diablo. Ya lo hizo una vez. Alexandra es la hija de su sobrino predilecto; no permitirá que le suceda nada, ni sospechará que lleva tiempo siendo una de los nuestros cuando se someta a mí.
Cuando ella mencionó a Alexandra, Heinrich volvió a sentirse incómodo. Trató de desprenderse de la sensación, pero fue en vano.
—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó—. Habéis pasado cuatro años aquí poniendo en práctica toda suerte de rituales mágicos sin avanzar un solo paso. ¿De dónde proviene vuestra repentina información sobre el cardenal Khlesl y su familia? Cuando me enviasteis en busca del rastro de la hija ya lo sabíais todo.
Ella titubeó un instante y luego dijo:
—Seguidme.
Lo condujo a través del laberinto del castillo hasta el tambaleante puente de madera que unía la torre del homenaje con el edificio principal. El interior de la torre era más amplio que la vivienda de muchos ciudadanos. Luego abrió una puerta; la estancia que apareció ante sus ojos estaba vacía, a excepción de una cama, unos tapices desteñidos que colgaban de las paredes y una chimenea en la que ardía un fuego. A pesar del frío que emanaba de los muros reinaba un calor asfixiante. Una figura estaba sentada en uno de los estrechos nichos de las ventanas y se volvió hacia ellos. Heinrich arqueó las cejas. Era la esbelta figura de una joven bonita que llevaba un vestido que debía de haber estado de moda hacía cuatrocientos años. Su aspecto, junto con el anticuado encanto del recinto, le resultó desconcertante.
La joven aplaudió y rio, al tiempo que agitaba la mano indicando el exterior con ademán excitado.
La dama se acercó a ella y se inclinó.
—Sí, por supuesto —le oyó decir Heinrich—. Por ahí pasan los caballeros: Lanzarote, Gawain, Erec… Has de tener paciencia, entonces también vendrá el rey Arturo y la reina Ginebra. Solo has de tener paciencia.
La joven abrazó a Diana soltando una risita excitada. Babeaba y, estupefacto, Heinrich notó que la dama le secaba la cara. La joven volvió a tomar asiento y de nuevo miró por la ventana. Después se volvió hacia él, sonriendo una vez más, y nadie hubiese podido afirmar que no estaba en sus cabales. Heinrich dejó que Diana lo empujara fuera de la estancia y ella cerró la puerta a sus espaldas.
—Es una idiota —dijo—. Dicen que vivió en el bosque hasta que un grupo de cazadores la encontró y la llevó al convento de las premonstratenses, cerca de Brno. Una ciudadana de la ciudad la sacó del convento y la adoptó.
—Es muy bella —comentó Heinrich.
—Tiene el cerebro completamente vacío. Solo hallé dos cosas en él: las historias del rey Arturo, aunque ignoro quién las plantó allí, y la convicción de que yo soy un ángel.
—¿Qué función cumple?
—Me gustaría recuperar a la mujer que dice ser su madre. La joven, que se llama Isolde, no está aquí por su propia voluntad, aunque ella no lo sabe y cree que el «ángel» la invitó para que pueda conocer a los caballeros de la Tabla Redonda.
—Así que se trata de la mujer que la adoptó como si fuera su hija, ¿verdad?
—No estoy segura de que la vieja vaca me lo haya contado todo. Gracias a la muchacha, sigue estando en mis manos. Pero en cuanto Melchior Khlesl haya reconocido mi poder ya no la necesitaré, ni a ella ni a la pequeña —dijo, sonriendo con frialdad—. ¿Seréis capaz de interpretar el papel de Tristán de manera convincente para nuestra Isolde? No resultará muy difícil engañarla. Cuando ya no la necesite os la entregaré. Braseros, tenazas, cuchillos, sierras… en alguna parte del castillo encontraremos todo lo que necesitéis.
—A lo mejor deseará emprender el camino a la puerta celestial en presencia de su ángel, ¿no?
Heinrich consideró que merecía la pena un intento. Y se sorprendió cuando de pronto ella presionó su cuerpo contra el suyo y lo besó en la boca. Él le devolvió el beso, jadeando en un arrebato de pasión, clavó los dedos en su trasero y los de la otra mano en su pecho. Ella lo apartó.
—Quién sabe —dijo. Él clavó la mirada en el carmín de sus labios, que tras el beso se había corrido; era como si Diana hubiera bebido sangre—. Quién sabe, mi bello Tristán. Pero antes os aguardan un sinfín de tareas.