19
—¡Kassandra!
Heinrich percibió su propio olor. Sudaba y estaba sin aliento y las partes de su cuerpo que no apestaban a sudor, apestaban al humo del fuego que había ayudado a encender cuando los intimidados criados no fueron lo bastante rápidos. Había repartido bofetadas y puntapiés y logrado que el gigantesco mozo de cuadra alzara los brazos por encima de la cabeza y se arrodillara ante él para que dejara de golpearlo. La satisfacción resultó desabrida, pero era mejor que nada.
Echó un vistazo a la puerta. De pronto tuvo la sensación de que ella se encontraba justo detrás de la puerta, al igual que supo que aquella primera noche que pasó en Pernstein, Alexandra lo había esperado. El súbito recuerdo de que se había visto obligado a luchar consigo mismo para no entrar en su alcoba lo confundió. Entonces lo reprimió.
—¿Kassandra?
Ella calló. Él suspiró.
—Os deseo —dijo—. ¿Cuántas veces he de suplicaros que me prestéis oídos? ¿Acaso creéis que el hecho de que no seáis vuestra hermana cambia algo? Deseo la persona, no el nombre.
No hubo respuesta. Recorrió la madera de la puerta con los dedos y se imaginó que rozaba el cuerpo de ella.
—Kassandra —susurró—. Diana. ¡Salid, diosa mía, he preparado el sacrificio para vos…!
No pudo seguir hablando porque algo le golpeó la espalda y lo aplastó contra la puerta. Se volvió y alzó las manos para defenderse de las garras. Sus largos cabellos sueltos le azotaron las orejas y la saliva le salpicó la cara. Las manos de ella trataban de arrancarle los ojos con las uñas y oyó sus gemidos. Le pegaba puntapiés, lo sentía a través de las botas. La puerta soltó un crujido cuando Heinrich trató de apartarse de ella y la ira desatada de Kassandra volvió a aplastarlo contra la puerta. Logró aferrar una de sus muñecas. Ella le clavó los dientes en el dorso de la mano y él soltó un alarido. Solo había una posibilidad de deshacerse de la enfurecida mujer y le pegó un puñetazo.
Ella salió volando, golpeó contra la pared opuesta y se deslizó hacia abajo como una muerta.