11
En la antecámara de la sala en la que los hombres se habían reunido un hombre ataviado con prendas sencillas y estrictas se puso de pie. Había aguardado allí con un supuesto mensaje para Wilhelm von Lobkowicz, que solo podía entregarle en mano. Los movimientos del hombre eran torpes, como si estuviera acostumbrado a llevar otra clase de prendas. Lo primero que hizo tras entrar en la antecámara —y después de que el lacayo lo hubiese dejado a solas— fue acercarse de puntillas a la puerta que separaba la sala de reuniones de la antecámara y entreabrirla. Las voces de los hombres resultaban perfectamente inteligibles, incluso cuando se peleaban.
El hombre abandonó la antecámara a través de la otra puerta. Casi alcanzó la puerta de entrada del palacio, donde el lacayo que lo había recibido le dio alcance.
—¿Y qué pasa con el mensaje? —preguntó el siervo, perplejo.
—Acabo de comprobar que lo he olvidado —respondió el hombre.
El lacayo se quedó boquiabierto.
—¿Qué? —soltó.
El hombre se llevó un dedo a la frente.
—Suele ocurrir. ¿Nunca has olvidado nada?
—Nunca he olvidado algo así —dijo el siervo.
El hombre se encogió de hombros.
—Regresaré cuando lo haya recordado. Que la paz… Adiós, amigo mío.
El lacayo abrió la puerta y dejó pasar al extraño huésped. «Un italiano —pensó—, lo noté de inmediato. Los señores traen servidumbre del extranjero porque resulta elegante y después nada sale bien. Ni siquiera saben despedirse correctamente. ¡Como si estuviéramos en la iglesia, católico malnacido!».
Volvió a cerrar la puerta de entrada y se dedicó a sus tareas. Tras cinco minutos ya había olvidado al inepto mensajero, exactamente como se lo habían pronosticado a Filippo Caffarelli.