9

Filippo Caffarelli supuso que el coronel Segesser lo conduciría a lo largo de escaleras ocultas que él, pese a los muchos años pasados en el Vaticano, jamás había descubierto. Sin embargo, lo que hizo fue seguir al coronel a través de las frías y secas bóvedas en las que estaban almacenadas todas las inmundicias que algún antecesor del Papa había legado a la Iglesia y para cuya eliminación de momento nadie disponía del tiempo y el descaro suficientes. Al principio Filippo se sintió fascinado al descubrir que las tablas y las barras manchadas de pintura habían formado parte del andamiaje mediante el cual Miguel Ángel Buonarotti había pintado la Capilla Sixtina hacía cien años, o que los carcomidos objetos semejantes a cubos de madera desparramados en cientos de cajas representaban las diversas maquetas de la reforma de la basílica de San Pedro y que sus creadores eran hombres que se las daban de arquitectos tan destacados como Bramante, Rafael, Sangallo, Peruzzi y el propio Miguel Ángel. Relicarios de santos pasados de moda, de cuyos engarces sobredorados habían extraído las piedras preciosas, estaban desparramados entre estatuas de piedra y de terracota que alguna delegación extranjera le había traído a algún Santo Padre como obsequio. En un rincón un montón de rollos de pergamino enmohecía en tubos de arcilla medio rotos que parecían el complicado sistema de calefacción de un hipocausto; supuestamente, se trataba de copias de tratados del gran Aristóteles en los que este se refería a la cualidad de la risa, lo cual no encajaba con los demás escritos del filósofo griego sobre los que reposaba la cultura de la Iglesia católica y que, por tanto, solo podían ser hábiles falsificaciones. Filippo ignoraba el motivo por el cual no se habían limitado a quemarlos, así que sacó sus propias conclusiones.

Durante los primeros años Filippo siempre había regresado a ese lugar y había tocado los objetos antaño considerados importantes por manos célebres, pero con el tiempo había comprendido que un armazón de madera manchado de pintura solo era un armazón de madera manchado de pintura.

Se sorprendió al notar que el coronel Segesser se dirigía hacia los tubos de arcilla amontonados en el rincón. El coronel dejó el candil en el suelo, apartó los tubos y, desconcertado, Filippo vio que los que estaban depositados en la parte superior y a los lados eran más largos que los otros. De esta forma ocultaban que la pared tenía un nicho bajo y que, a su vez, este albergaba un gran arcón a medias encajado en el espacio vacío. Filippo tragó saliva: los tesoros mejor ocultos estaban a la vista… ¿Cuántas veces había pasado por allí? En cierta ocasión incluso trató de extraer uno de los pergaminos del tubo, pero abandonó el intento, asqueado por el moho y el rumor apagado de las ratas que se escabullían. Notó que el corazón le latía apresuradamente y que sus manos de pronto se humedecían.

El coronel había despejado el acceso al arcón. El pestillo no estaba asegurado mediante un candado.

—Un tesoro a la vista de todos —repitió en voz alta—, ¿verdad, coronel? Apártese.

Cuando se encontró ante el arcón una única idea relampagueó en medio de la confusión a la que se había reducido su actividad cerebral: la búsqueda había llegado a su fin. Por fin sabría si lograría hallar la auténtica fe… o si se confirmaría su temor de que no existía fe, esperanza ni amor, sino únicamente el conocimiento de que el Bien del mundo solo era el Mal que por casualidad no acontecía.

Durante los años transcurridos en el archivo secreto Filippo había visto tantos documentos sobre la supresión del saber, sobre el engaño, el oportunismo, la corrupción y la herejía reinante en el interior de la Iglesia católica como para dudar de la sensatez de su fe. Con arrogancia consciente, la Iglesia había llevado una minuciosa contabilidad de todas las oportunidades en las que traicionó la tradición de Jesucristo, comenzando por las absoluciones concedidas al emperador Constantino, quien había hecho asesinar a toda su familia ejerciendo fielmente la política imperialista cristiana, y terminando por la muerte en la hoguera de Giordano Bruno. Filippo los había estudiado todos, primero con fascinación, más adelante con repugnancia. Tal vez se hubiera convertido a la fe protestante… si al mismo tiempo no hubiese encontrado documentos suficientes que informaban acerca de los seguidores de Lutero y de Calvino y que permitían deducir que ellos tampoco estaban más próximos a las enseñanzas de Jesucristo que la supuestamente única Iglesia verdadera.

Si apoyaba la mano en la Biblia del Diablo y sentía el palpitar, entonces sabría que solo podía existir una única fe verdadera: la fe en el poder del diablo. Si el testamento de Satanás permanecía tan mudo como las Sagradas Escrituras, entonces ambos se limitarían a ser una superchería.

Si el poder del diablo fuese lo único verdadero, entonces él, Filippo Caffarelli, resignado ante toda la falsedad, frustrado por todas las mentiras y asqueado por la corrupción, dedicaría todas sus fuerzas a servirlo. Las cosas habían llegado a tal punto que prefería entrar en la oscuridad con la verdad que vivir con la mentira en medio de la penumbra.

Se agachó para liberar el pestillo de la tapa, y el temblor de sus manos era tan intenso que el metal soltó un chirrido. Inspiró profundamente. De pronto captó un movimiento a sus espaldas y, presa de la incredulidad, comprobó que había olvidado un detalle: que el coronel Segesser podría limitarse a clavarle la espada por la espalda y luego podría ocultar su cadáver en cualquier parte. Nadie osaría acusar al guardia suizo de haber cometido un asesinato; allí abajo nadie hallaría rastros de la muerte de Filippo, aunque sangrara como un cerdo o el coronel lo cortara en pedazos. Filippo sencillamente habría desaparecido para siempre, un minúsculo escándalo que haría que el padre Caffarelli frunciera el ceño con decepción y que el cardenal Scipione Caffarelli arquease las cejas con expresión irritada. Filippo se quedó sin aliento y no pudo evitarlo: tuvo que alzar la vista.

El coronel Segesser había retrocedido un par de pasos; tenía el rostro tenso y había cruzado los brazos. Filippo le lanzó una sonrisa forzada en un intento de ocultar sus pensamientos.

El pestillo estaba atascado, Filippo tiró de él y este se abrió soltando un agudo chirrido. Entonces levantó la tapa del arcón.

Scipione estaba sentado dentro del arcón; extendió los brazos y preguntó:

—¿La he cogido porque tardabas demasiado, Filippo, o es que nunca estuvo aquí?

El arcón estaba vacío.

El guardián de la Biblia del Diablo
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