7

Una cabalgada de un día no bastaba ni con mucho para mitigar la humillación. Si en el camino de regreso de Frauenthal a Pernstein se hubiera encontrado con un alma viviente la habría asesinado en el acto. Pero ni siquiera un animal se acercó lo bastante como para que pudiera desenvainar una de las pistolas y reventarle las entrañas. Heinrich tenía la sensación de que alguien había pronunciado una misteriosa advertencia, que el mismísimo diablo cabalgaba hacia Pernstein y que todos se escondían temblando. Con respecto a él, esa fantasía al menos le proporcionaba cierto consuelo.

Llegó a Pernstein aún temblando de ira. Dirigió la mirada al puente que daba a la torre del homenaje, pero, sorprendido, comprobó que estaba desierto. Cuando cabalgó hasta el establo y se deslizó de la silla de montar, supo por qué. Ella estaba de pie ante la entrada de la ruinosa choza de madera, contemplándolo.

—¿Habéis tenido éxito? —preguntó.

Durante un momento él sopesó la idea de mentirle.

—No —dijo al cabo.

—Hay otro problema.

—¡No hay problemas, hay soluciones! —replicó Heinrich en tono impaciente y buscó un saco de avena para colgarlo del cuello de su caballo. Los mozos de cuadra preferían mantenerse a distancia cuando Heinrich estaba en el establo y cuando ambos, la señora y su imprevisible compañero, estaban presentes parecían volverse prácticamente invisibles—. ¡Yo soy la solución, solo debéis esperar!

—¡Qué bien! —dijo ella—. La siguiente tarea ya os aguarda.

—Me duele el culo —dijo él, consciente de que estaba siendo grosero—. Hace dos días que casi no me apeo de la silla. Hoy no volveré a montar a caballo.

—Isolde ha desaparecido —anunció ella.

Él se detuvo, aún con el saco de avena en la mano.

—¿Q?

—No hay motivos para gritar. La culpa es vuestra, no mía.

Él se dispuso a contradecirla, pero después optó por callar. Primero se le escapaba Leona y ahora desaparecía la idiota de su hija. De repente le pareció que todo se desintegraba como en un gobelino en el que había demasiados hilos sueltos. No habría ocurrido si hubiese estrangulado a Leona durante el viaje de ida. En vez de montar esa comedia, debería haberse limitado a intimidar a Alexandra o, en el peor de los casos, acabar con ella y con la vieja. Si no lo había hecho era porque tenía otros planes para la joven. Apretó los dientes; de algún modo Alexandra tenía la culpa de todo lo que había salido mal.

—Si hubierais aceptado mi regalo, ahora ella no andaría correteando a su antojo.

—¿Y qué? Es una idiota. Si se topa con alguien y le cuenta historias de diablos y brujas es más probable que la ahorquen a que investiguen el asunto.

—Pero resulta que debido a vuestro modo de solucionar los problemas ahora su madre también ha escapado de nuestras manos y puede contar historias. Alguien puede atar cabos.

—¡Mi modo de solucionar los problemas…! —exclamó, pero luego mesuró el tono de voz—. Ahora mismo veréis mi modo de solucionar los problemas —añadió, arrojó el saco de avena en un rincón y cogió las riendas del caballo—. ¿Qué sacrificio deseáis, diosa mía? ¿El corazón caliente de la virgen? Os lo traeré en una bandeja de plata.

—Eso al menos me apaciguaría —dijo ella, sin pestañear.

—De acuerdo —dijo él, y metió un pie en el estribo.

—Aguardad.

—¿Para qué?

—Quiero que os llevéis a Filippo.

Durante un instante reinó el silencio entre ambos.

—¿Es que el meapilas ha de vigilarme? —preguntó Heinrich por fin, luchando por controlar su voz.

Ella sonrió y durante un momento sus rasgos casi se suavizaron.

—¿Por qué habéis perdido la confianza en mí? —preguntó.

—No he perdido la confianza…

—¿Acaso no somos socios?

Ella se acercó a él, tanto que él notó su aliento en la cara y cayó presa de la turbación habitual. Heinrich parpadeó. Una voz interior susurró que ella conocía muy bien el efecto que causaba en él y lo utilizaba adrede; otra, la que también le proporcionaba a él el poder de despertar el deseo en el corazón de aquellos que le interesaban, susurró en tono más sonoro que ella le pertenecía exactamente como él a ella, y que su aparente superioridad solo residía en que ella era más capaz de controlarse. Heinrich abrió la boca y la dama le apoyó un dedo en los labios.

—Quizá quiera estar presente cuando arranquéis otro corazón —dijo.

—Isolde estará viva cuando regrese con ella —susurró él con voz ronca.

Ella no despegó el dedo de los labios de él. Heinrich la aferró de la muñeca y empezó a lamerle los dedos sin dejar de jadear. Ella lo dejó hacer; en sus ojos ardían llamas verde esmeralda.

—La destriparé ante vuestros ojos y vos y yo…

—No me refiero a esa niña idiota —dijo ella en tono sosegado—. Me refiero a la que tiene la culpa de todos vuestros fracasos.

—No he fraca…

—Os he hecho dos regalos, socio. Ahora quiero uno de ellos.

—¡Todos!

Ella desprendió su mano de la de él, la clavó en sus largos y revueltos cabellos, y Heinrich notó que lo atraía hacia sí y sus labios rozaron los suyos al hablar.

—Un regalo —musitó—. Dejádmela a mí. Y esta vez podréis observar.

—Ahora —balbuceó él, y trató de meterle la lengua en la boca, pero ella se retiró—. Ahora mismo. No puedo seguir esperando… por favor…

Ella le agarró los cabellos con más fuerza y le inclinó la cabeza hacia atrás hasta dejar su garganta al descubierto. Entonces un temor completamente absurdo lo invadió: que en un instante ella le clavaría los dientes en el cuello y le absorbería la vida. El temor pasó a su miembro rígido y le causó un estremecimiento que casi lo hizo eyacular. Soltó un quejido y los ojos se le llenaron de lágrimas debido al dolor en el cuero cabelludo.

—Filippo no os vigilará —susurró ella—. Al contrario. Es una prueba. Dadle la muchacha a él; si nos pertenece, aceptará la oferta. Si no lo hace, matadlo.

—Pero el códice…

—Pobre Henyk —susurró ella. El dolor por el tirón se había vuelto casi intolerable y él inclinó la cabeza aún más. Hubiese bastado con un puñetazo para que ella lo soltara, pero no pudo propinárselo y lentamente cayó de rodillas—. Pobre Henyk. Estáis tan cerca…, pero aún no habéis comprendido la esencia de aquello que nos ocupa.

—Explicádmelo.

—La explicación se encuentra ante vos todos los días.

De pronto ella lo soltó. Él cayó hacia delante y le abrazó las rodillas y las caderas con ambos brazos, restregando el rostro contra la tela del vestido.

—Os deseo —gimió—. Es lo único que deseo, no quiero una sociedad, no quiero una parte del reino milenario, ni dinero ni poder… ¡solo os deseo a vos! —añadió, y trató ciegamente de arrancarle el vestido.

—Aquí y ahora en el fango —dijo ella—, o después, a la luz de las velas, con tenazas candentes y los alaridos de la pequeña puta.

Él se detuvo. El gemido que brotaba de su pecho se abrió paso hasta su boca, sus ojos se desorbitaron y entonces la soltó.

—Le diré a Filippo que baje. Llegó poco antes que vos. ¡Mozo!

Ni siquiera había alzado la voz; sin embargo, tras escasos instantes un muchacho joven apareció en la entrada, encogido de temor y sumisión.

—Un segundo caballo —ordenó ella—. Aprisa.

El muchacho la rodeó caminando de costado. Heinrich, que todavía estaba arrodillado en el suelo, notó su mirada. Le soltó un gruñido como si fuera un lobo pillando a su presa. El joven huyó a la parte posterior del establo. Heinrich se puso de pie.

—¿Cuánto hace que se marchó Isolde?

—Medio día.

—¿Por qué no enviasteis a otra persona tras ella?

—¿Para qué habría de hacerlo? Hasta ahora vos siempre habéis solucionado esos problemas, ¿verdad?

—¡Acompañadme! —dijo él, siguiendo un impulso—. Como durante la primera cacería.

Ella negó con la cabeza. Heinrich se esforzó por sonreír. Tenía el rostro acalorado y aún le hormigueaba el cuero cabelludo. Ella se volvió y se dirigió a la entrada del castillo con pasos mesurados.

Cuando abandonó el castillo a caballo junto al clérigo —que estaba sentado como un saco de harina en la silla de montar y aún llevaba el mismo hábito sucio de su propio viaje—, Heinrich pensó en Alexandra. Durante los momentos pasados había sellado aquello que durante semanas había postergado: su extinción. Se dio cuenta de que él mismo, cuando había forjado esos excitantes planes consistentes en cómo la mataría, aún no había tomado la decisión definitiva. Ahora la suerte estaba echada. Diana, su diosa personal, lo había obligado a tomar dicha decisión. Lo aceptaba y pensó que todavía le tenía preparada otra sorpresa con la que ella no contaba, por más que ella siempre parecía preverlo todo, y eso volvió a excitarlo.

De pronto se volvió y contempló el castillo-fortaleza. Ella, que estaba de pie ante la puerta, recogió su mirada, y ambos supieron que la mirada no estaba dirigida a ella, sino a Alexandra que en su alcoba en algún lugar del castillo esperaba que Heinrich se revelara. Experimentaría una revelación muy especial. Pero la excitación se volvió desabrida cuando se le apareció el rostro de Alexandra y desvió la mirada porque, incluso a esa distancia, temía ver la sonrisa burlona en el rostro maquillado de blanco bajo la sombra de la puerta. De algún modo lo invadió la sensación de que también en esa ocasión sería Diana quien lo sorprendería.

—¿Hacia dónde cabalgamos? —preguntó Filippo.

—Cierra el pico —dijo Heinrich.

El guardián de la Biblia del Diablo
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