20

En cierta ocasión, Wenzel oyó decir a su padre que, de niño, sus padres lo habían arrastrado de un extremo al otro del imperio, y que él nunca le haría lo mismo a su propio hijo. Wenzel, que por entonces tenía poco más de diez años, asintió y no fue capaz de corregir a Andrej y decirle que hasta ese momento habían vivido en Praga, en la diminuta choza de Andrej de la Goldmachergasse, después en una casa un poco más grande de la misma callejuela, luego directamente al pie de la colina del castillo, más adelante durante un tiempo en casa de Cyprian y Agnes, y por fin una vez más en la Goldmachergasse. Aún vivían en esa última casa, a pesar de todos los ofrecimientos de los Khlesl de que se mudaran a su amplio hogar (algo que, por una parte, Wenzel temía debido a la proximidad de Alexandra, aunque por la otra también supuso una desilusión porque dicha solución jamás fue tenida en cuenta). Después de que el emperador Matías asumiera el poder, la Goldmachergasse dejó de ser el refugio de los alquimistas imperiales —un refugio donde flotaba el hedor del azufre seguido de explosiones— y se convirtió en una callejuela casi normal habitada por los escasos funcionarios de la corte bien pagados… y también por aquellos que alguna vez lo fueron y se apresuraron a aprovechar la situación. Entre tanto, la mayoría de los habitantes eran personas trabajadoras y ambiciosas que no tenían por costumbre tropezar por el empedrado murmurando con la mirada perdida, ni lanzarse a la calle gritando «¡Eureka!» a voz en cuello, con el cabello tan humeante como el rostro, demostrando que uno solo echaba de menos las cejas cuando estas se habían quemado. Por lo demás, los gritos de «¡Eureka!» resultaban prematuros sin excepción, porque ninguno de los señores alquimistas habían encontrado aquello que buscaban: a saber, la piedra filosofal. El nombre antiguo había dado paso a uno nuevo: «callejuela del Oro», lo cual suponía un sarcasmo, ya que con toda seguridad Andrej von Langenfels pertenecía al grupo de los habitantes más ricos de la callejuela, y no podía decirse que poseyera cucharas de oro, precisamente.

La parte posterior de la casa lindaba con la muralla septentrional del castillo. Se trataba de un edificio estrecho y lleno de recovecos en el que siempre había que remontar escaleras y donde reinaba una penumbra permanente en la que uno tendía a desorientarse si entraba durante la ausencia de los ocupantes. Si estos estaban presentes el fuego siempre ardía en una inmensa estufa que proyectaba una luz cálida y sombras acogedoras y convertía los toscos ladrillos en oro viejo. Entonces de pronto uno descubría que hacía muchísimo rato que observaba el juego de luces y sombras y se sentía dichoso y a gusto sin mantener una conversación.

Cuando oyó que alguien llamaba a la puerta, Wenzel se sorprendió. Aguardaba el regreso de su padre desde el día anterior, pero el dueño de la casa se hubiese limitado a entrar. De repente lo invadió la inquietud y pensó que tal vez hubiera ocurrido algo. Bajó los peldaños de la escalera de dos en dos y abrió la puerta. Alexandra estaba allí delante y retrocedió asustada. Lo primero que se le ocurrió a Wenzel fue volver a cerrar la puerta, después, tras medio segundo de vacío mental absoluto, volvió a abrirla cautelosamente. Alexandra seguía allí.

—Hola —saludó Wenzel, sintiéndose como la persona más tonta del mundo.

—¿Qué significa esto? —preguntó Alexandra.

—¿Qué cosa?

—¡El alboroto con la puerta!

—Un golpe de viento —explicó Wenzel, en un vano intento de conservar un ápice de dignidad.

—¿Puedo entrar? ¿O es que el viento sopla con demasiada fuerza en tu casa?

Wenzel se apartó, Alexandra pasó por su lado, entró y se detuvo al pie de la escalera. De pronto Wenzel recordó que la vieja cocinera que se encargaba de su hogar exclusivamente masculino había ido al mercado y que él se encontraba a solas con Alexandra. Empezó a sudar, a tiritar y a rezar para que Alexandra no preguntara si su visita era impropia, y así no tener que explicarle que tal vez sería mejor que se marchara, aunque al mismo tiempo también temía que se quedara.

—Estoooo… ¿quieres comer algo? —preguntó, y apretó los dientes; más que nada, la cocina brillaba por la ausencia de la cocinera.

Aliviado, comprobó que Alexandra hacía un movimiento negativo con la cabeza; parecía luchar por tomar una decisión.

—No sabía que habías regresado.

—Llegué ayer.

—Pueees… habría ido a verte si hubiera sabido que…

—Estaba cansada, me acosté temprano.

—Solo tendría que haber cruzado la calle desde vuestra agencia; estaba muy cerca…

Wenzel se interrumpió al darse cuenta de que también para Alexandra hubiera significado solo unos pasos, pues ella sabía que su primo se había comprometido a trabajar para la empresa Wiegant & Khlesl hasta fin de año. Claro que ella no estaba obligada a ponerlo al corriente de su regreso en el acto, pero habría sido bonito fantasear con que lo primero en lo que había pensado era en él.

Entonces reparó en que la joven acababa de decir unas palabras.

—¿Qué? —dijo, y se ruborizó.

—Que he de hacerte una pregunta importante —repitió la muchacha y, atónito, Wenzel advirtió que ella también se había sonrojado.

—Desde luego…

—No quería que mi madre u otra persona de la casa me oyera —dijo ella, tragó saliva y bajó la vista. Formular la pregunta no parecía resultarle fácil.

Con el corazón palpitante y el cerebro confuso, una idea se abrió paso en la cabeza de Wenzel: debería tenderle los brazos, sonreír, abrazarla, alzarle el mentón y decir: «Sé lo que quieres preguntarme, porque siento lo mismo que tú». Y también: «No hace falta que me lo digas, porque lo noto claramente en tu rostro». Y también: «Deja que tome las palabras de tus labios, ángel mío», y luego inclinarse y besarla y encargarse de que el beso le robara el aliento e hiciera que todas las campanas de las iglesias de Praga empezaran a repicar al unísono y que durara tanto que hicieran falta cien soldados para apartar a esos amantes inmortales del umbral. Entonces una voz interior clamó: «¡Cielo Santo, es tu prima!», pero nadie le prestó atención. De pronto se abrió paso la idea de que, de momento, no podía contar con su cerebro.

—¿Puedes recurrir a las antiguas relaciones de tu padre con miembros de la corte para averiguar algo acerca de Heinrich Wallenstein-Dobrowitz?

La jubilosa idea de Wenzel se esfumó. El joven, abandonado a su suerte tanto por su cuerpo como por su espíritu, abrió la boca e intentó volver a la realidad, con escaso éxito.

—Heinrich Wallenstein-Dobrowitz. Su padre se enfrentó al emperador. Es alto… de hombros anchos, cabellos largos y rizados, ojos azules…

Alexandra no logró reprimir un suspiro.

—¿Qué pasa con él?

—Solo quiero conseguir más datos sobre él. ¿Qué tiene de malo?

—Nada, pero… ¿por qué?

—¿Por qué florecen las flores? Quiero saberlo y punto.

Wenzel, quien consideró vagamente que, en relación con sus propios sentimientos, la metáfora de ella resultaba bastante impropia, procuró controlar su decepción. Nada le hubiese causado mayor bochorno que ella notara que acababa de herirlo profundamente. No era tan tonto como para no imaginarse por qué quería saber más detalles acerca de un emperifollado cortesano de rizos taaan largos y ojos taaan azules…

—¿Te encuentras bien? Te has puesto muy pálido.

—Sí… el frío…

Alexandra, envuelta en un grueso manto, se pasó la mano por la frente.

—¿El frío? ¡Pero si aquí dentro hace un calor infernal! ¡La estufa está ardiendo!

—Me refiero a las corrientes de aire —adujo Wenzel, procurando disculparse con una sonrisa.

Había heroicidades que exigían un valor mayor que lanzarse contra un ejército de lansquenetes solo armado de un trapo húmedo, lansquenetes que jamás habían merecido una canción en su honor.

—¿Puedes ayudarme, sí o no?

—No lo sé. Tras la muerte del emperador Rodolfo muchos cortesanos fueron reemplazados… entre ellos mi padre. Quizás allí ya no haya nadie que lo conozca, aparte del hecho de que la mayoría lo envidiaba y hacía caso omiso de él.

—Querer es poder —citó Alexandra, pero lanzándole una sonrisa tan deslumbrante que en sus extinguidas esperanzas brilló una chispa.

—Puedo intentarlo… —susurró en tono apocado.

—¿Ahora mismo? ¿Lo intentarás ahora mismo?

—¿Qué?

—Venga, Wenzel. Eres mi primo predilecto, ¿verdad?

—Sí, claro —dijo él, y tuvo que apartar la mirada.

—Le diré a nuestro contable que esta tarde no regresarás a la agencia porque has de cumplir con un encargo de los directores de la empresa —dijo, sonriendo y guiñándole un ojo—. De todos modos, deberías tomarte más tiempo libre. ¡Tu padre es el socio de mis padres!

—Las cosas solo se aprenden comenzando desde abajo —dijo Wenzel, convencido de que aunque lo hubiese dicho en turco, ella no lo hubiese comprendido, dado su estado de ánimo.

—Nos encontraremos junto a la casa en ruinas… ¡antes de vísperas!

—También podemos encontrarnos aquí… O puedo ir a tu casa…

—¿Estás loco? ¡No quiero que nadie se entere! Pero en tu caso, sé que serás una tumba.

—Sí, claro…

¡Un vítor por los confiados que consideraban que empezar desde abajo era sensato, que podían ser una tumba y que eternamente veían a los señores de largos rizos y ojos azules arrebatándoles el corazón de aquellas por las que los confiados se consumían de amor en silencio!

—Así que en la casa en ruinas, ¿prometido?

—Pero en tan poco tiempo no tendré oportunidad…

—¡Gracias! —exclamó ella, se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla—. Te debo una.

—Sí —dijo él, y la siguió con la mirada mientras ella abandonaba la casa.

El guardián de la Biblia del Diablo
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