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Cosmas Laudentrit se lamentaba. ¡Era alquimista, por Hermes Trismegisto, y no un condenado cirujano! Bebió un largo trago directamente del jarro; despreció la copa. ¡A la salud de eso bebemos, amigo mío: a que no somos barberos! Entonces soltó un gemido. No tenía sentido.

No tenía sentido engañarse a sí mismo afirmando que era alquimista cuando todo lo que la gente quería de él era que se ocupara de sus heridas y, de vez en cuando, preparara un elixir.

¡Salud, Cosmas! ¡Por la vida!

La vida era un infierno…

No dejó la copa en la mesa porque no hubiera bastado para saciar su sed, sino porque no cabía la suficiente cantidad de vino como para no derramarla en el trayecto del jarro a la boca: el temblor que agitaba las manos de Cosmas era tan intenso que, en comparación, un chopo temblón se hubiese asemejado a una estatua. El temblor solo disminuía cuando se dedicaba a entablillar una pierna rota, arrancar un diente, coser una herida o aplicar ungüento a un tumor. Era un milagro.

Era una burla.

Ahí estaba él, Cosmas Damian Laudentrit, uno de los alquimistas más importantes del mundo… ojalá le hubieran permitido ser lo que él quería. En lugar de eso, se ganaba la vida como cirujano y barbero y, como si el destino quisiera burlarse de él, le había proporcionado unas manos que solo dejaban de temblar cuando curaba. Era como si su mero nombre se encargara de que no pudiera escapar de una vocación que no sentía: Cosmas y Damian eran los santos patronos de los barberos, los médicos y los boticarios. ¿Por qué no se llamaba Juan o Jacobo? Ya se habían burlado de él durante el bautizo.

¡Salud, Cosmas! ¡Por la muerte!

La muerte tampoco era mejor.

Cosmas clavó la vista en la jarra que reposaba sobre la mesa: tampoco tenía sentido engañarse a sí mismo y creer que contenía vino.

Allí no le proporcionaban vino. Ni siquiera logró que le sirvieran cerveza. Cuando tenía sed le daban agua. A él, que llevaba años soportando la vida únicamente porque la contemplaba a través de un velo, producto de la uva fermentada. Soltó otro gemido: si no hubiera tenido tanto miedo hacía tiempo que hubiese huido.

Siempre había imaginado que el infierno era un lugar donde las almas en pena eran torturadas con tenazas candentes y donde Lucifer estaba sentado en toda su fealdad en el trono de la Inquisición infernal, junto a uno de sus diablos principales de patas de cabra y rostro malévolo, ambos riéndose a carcajadas de los aullidos de dolor de los martirizados.

En cambio, en ese lugar el diablo era una mujer vestida de blanco, tan bella que ante la idea de poder poseerla algún día había que entregarse al pecado de Onán si uno quería conciliar el sueño. El diablo principal era un ángel de forma humana casi tan bello como ella. Ambos reían rara vez. No obstante, Cosmas estaba convencido de que ese lugar era el infierno. En cierta ocasión había visto algo que el bello diablo principal había hecho traer del bosque en un carro y que antes había sido una muchacha que había intentado escapar. También un cirujano podía sufrir náuseas. No: para llegar al infierno no era necesario descender al mundo subterráneo, bastaba con que el destino hiciera que fueras a parar a Pernstein. Allí uno siempre tenía que andarse con cuidado. El prisionero no debía saber dónde se encontraba, la mujer de blanco no debía saber que el prisionero existía, el diablo principal no debía saber aquello que todas las mañanas Cosmas ayudaba a ocultar en el rostro de la mujer de blanco mediante ungüentos y maquillaje blanco…

Soltó otro gemido.

—Cualquiera diría que el prisionero eres tú, no yo —dijo el prisionero.

Cosmas lo contempló con ojos empañados. Hasta ese condenado se burlaba de él. Procuró encontrar satisfacción pensando que, si no fuera por él, el hombre ya no estaría con vida, pero en realidad ello lo angustiaba todavía más. Había salvado a ese bellaco de la muerte y, ¿cómo se lo agradecía? ¡Exacto! Si había algo con lo cual enfrentarse a las burlas entonces tal vez era el recuerdo de las dos balas que le había sacado del cuerpo. En diversas ocasiones, Cosmas había observado que después de una batalla los soldados eran transportados hasta la tienda de los cirujanos del ejército, que entonces escarbaban en las heridas con largas sondas hasta dar con algo duro, introducían las tenazas, cogían el objeto y procuraban extraerlo. A veces solo se daban cuenta tras cierto esfuerzo de que sostenían un hueso y no el plomo deformado. De vez en cuando los pacientes sobrevivían al procedimiento. Hubiese sido mejor que los que morían hubiesen renunciado a los servicios del barbero, porque entonces se habrían ido al infierno sin pasar por ese martirio.

En aquel entonces, Cosmas había comprobado la asombrosa capacidad de resistencia del cuerpo humano frente a las heridas y cuán expuesto estaba a las infecciones causadas por los intentos de curar dichas heridas. Incapaz de explicar con precisión de dónde procedía la idea, Cosmas había realizado diversos experimentos: empezó por lavar las sondas y las tenazas con vino, después las roció con orina, las puso al sol y por fin las apoyó en un brasero hasta que se volvieron candentes. Lo último fue lo que produjo los mejores resultados. El hierro candente detenía la hemorragia y, además, generalmente el paciente se desvanecía, lo cual suponía ahorrarse los gritos y el pataleo y el dinero de los forzudos que sujetaban al paciente.

Allí no había forzudos. Su paciente solo gritó con moderación, no pataleó en absoluto y solo se desvaneció relativamente tarde.

Incluso durante el lavado de las heridas —que Cosmas emprendió mediante una mezcla de orina, agua hervida y una decocción de salvia, camomila y árnica, y que introdujo en la herida lo más profundamente posible mediante una sonda— el paciente tuvo una paciencia asombrosa y solo demostró que notaba lo que le estaban haciendo a través de su palidez, el sudor que le cubría la frente y los pelos erizados de la nuca.

No, eso tampoco lo satisfacía de verdad, sobre todo porque el intento de entusiasmarse por los dolores que causaba provocó una extraña palpitación en el diafragma de Cosmas, semejante al de una considerable resaca después de una noche dedicada a consumir grandes cantidades de vino. Cosmas consideraba que si uno no había bebido ni una gota de vino la resaca era el colmo de la ironía.

—Tú lo tienes fácil —le dijo al prisionero antes de poder impedirlo.

El hombre no contestó. Durante unos momentos Cosmas lo observó mientras el hombre hacía ejercicios, primero boca abajo y después de espaldas. Le parecía imposible que las heridas no siguieran causándole dolor. Estaban limpias y no se habían infectado, pero eran profundas y algo así no cicatrizaba en un par de semanas. Solo de vez en cuando el prisionero soltaba un gruñido de dolor, confirmando que aún le causaban problemas. Se había vuelto mucho más delgado desde el día en el que lo transportaron allí, pero Cosmas supuso que estaba tan en forma como lo que se podía esperar de un hombre sujetado a una larga cadena y a una estaca clavada en el suelo y observó sus progresos con cierta preocupación.

El prisionero abandonó los ejercicios y se acercó a la mesa haciendo tintinear la cadena; esta era lo bastante larga como para que pudiera sentarse. Cosmas ocupaba el otro extremo. Antaño la mesa debía de haber formado parte de los muebles de una casa más pudiente que esa choza de campesinos en medio del bosque; era lo bastante larga como para que Cosmas permaneciera fuera del alcance de las manos del prisionero. No dudaba de que el hombre, si lograra agarrarlo, le habría propuesto un trato sencillo: la vida de Cosmas por la llave de la cadena, y tampoco dudaba de que en dicho caso lo único que le esperaba era la muerte, porque él le hubiera dado la llave y después la mujer de blanco y el diablo principal hubiesen acabado con él.

—En realidad ellos ya no te necesitan —dijo el prisionero, que ya había demostrado varias veces que, al parecer, su serenidad le permitía leer los pensamientos de otro—. En todo caso no por mí. Pero ignoro si tienes algún otro papel en este lugar, desde luego.

Cosmas calló. Por una parte porque no tenía ningunas ganas de pensar en ello y por otra, porque el prisionero ya lo había engañado varias veces y Cosmas casi le había revelado una parte de aquello que le ordenaron no revelar.

—¿Qué dices cuando te preguntan cómo me encuentro?

—Que aún no te has recuperado por completo —gruñó Cosmas.

—Ajá —dijo el prisionero—. Yo también digo lo mismo cuando me preguntan.

—¿Es que te lo preguntan? —exclamó Cosmas, sorprendido.

—Cada dos o tres días.

—¿Quién? ¿La señora…? —preguntó, se interrumpió y dirigió una mirada furibunda al otro—. ¡Oh no! —dijo, meneando la cabeza con amargura—. ¡Oh no, oh no, oh no!

El prisionero se encogió de hombros, simulando que no se había percatado del desliz.

—Ambos mentimos —dijo.

—Te estoy profundamente agradecido —dijo Cosmas en tono irónico, y trató de disimular que en realidad lo estaba.

—Claro que un día todo esto se acabará.

—Por supuesto.

—Entonces harán conmigo eso para lo cual me mantuvieron con vida, y contigo… —dijo, y se pasó el dedo por la garganta.

—No me asustas —dijo Cosmas, mintiendo.

El prisionero se reclinó.

—Eso me tranquiliza. No me gustaría que tus manos temblaran aún más.

Presa de la furia, Cosmas ocultó las manos bajo la mesa.

—No tienes motivos para quejarte. Estás vivo, ¿no?

—En casa tengo un tonel de Tokaji —dijo el prisionero—. Hay gente que dice que el moscatel es mejor, otros juran que el commandaria o el málaga. No sé…

—Cállate —dijo Cosmas, y tuvo que hacer un esfuerzo por tragar la saliva acumulada en la boca.

—¿Tampoco te gusta el vino dulce? Pues entonces tenemos algo en común. Deja que lo adivine… ¡El Biturica! Eres del tipo de persona al que le agrada el biturica. Ese sabor a grosella negra…

—¡He dicho que calles!

—¿El crabat noir? Vaya, ese es afrutado, pero sin ser ácido… muy apetecible, ni siquiera pierde el sabor si le añades agua.

—¡Calla de una vez!

—¿Tampoco? Dime cuál te agrada. El carmenere… ¿de veras? ¿Uno tan pesado? He intentado en vano obtener un tonel, es tan caro como el oro líquido.

Cosmas temblaba. El prisionero parecía reflexionar.

—¿El pinot? Vaya: suave, redondo, ágil…

—¡CALLA! —aulló Cosmas.

—¡Ya lo sé! El sangiovese: la sangre de Júpiter. ¡Caramba, tienes buen gusto!

—¿Dónde crees que estás? —rugió Cosmas—. ¡Sigue soñando con tu vino, necio! ¡Aquí lo único que hay es pan y agua, y al final una boca llena de tierra cuando te sepulten! Estás en el culo del mundo, hombre, y aunque lograras correr hasta Brno, seguirías estando en el culo, porque te atraparían y cuando te atraparan desearías que extrajera cien balas de tu maldito cuerpo, porque eso sería como una suave caricia en comparación con lo que harían contigo, y si no me crees, pedazo de perro estúpido, entonces rompe la cadena con los dientes y echa a correr, pero después no digas que no te advertí ni me pidas que te ayude porque una vez más observaré cómo te cortan en pedazos y entonces háblales de vino, pedazo de idiota…

Cosmas se interrumpió; se había quedado sin aliento, de pronto tenía la camisa pegada al cuerpo y jadeaba como si hubiera remontado una montaña a la carrera. Notó que la saliva se derramaba por su mentón.

—¿Así que desde aquí se puede correr hasta Brno? —preguntó el prisionero.

Cosmas soltó un grito torturado, se volvió bruscamente y abandonó la choza. Casi creyó que el prisionero correría tras él, pero no oyó el ruido de la mesa cayendo ni la cadena estirándose ni el grito ahogado cuando la estaca lo hizo caer al suelo. No oyó nada. Al parecer, el prisionero permaneció tranquilamente sentado en la silla.

Gimiendo y gritando de rabia y de pena, Cosmas tropezó a través del bosque.

¿Qué clase de infierno era ese, donde incluso las almas en pena podían torturarte?

El guardián de la Biblia del Diablo
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