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Jadeando, el canciller imperial Zdenĕk von Lobkowicz alcanzó la entrada del gabinete imperial de las maravillas justo cuando los soldados se apostaban ante la puerta.
Quien creyera que con la muerte del emperador la vida en la corte se paralizaría debido al duelo haría mejor en no presentarle dicha teoría, pues en ese caso el hombre menudo de aspecto inofensivo, bigote hirsuto y cabellos peinados hacia atrás tal vez se hubiese abalanzado sobre él. Durante todos esos años Zdenĕk von Lobkowicz había sido el funcionario de rango más elevado del imperio, años marcados por la decadencia del emperador Rodolfo y por los torpes intentos de su hermano Matías de hacerse con la corona imperial. Dicha experiencia le había enseñado a albergar un considerable desprecio por casi todos los miembros de la corte, incluidos los grandes señores del imperio supuestamente escogidos por Dios. Había procurado enfrentarse a dicho desprecio demostrando una gran eficiencia, con el fin de no experimentarlo él mismo un día cualquiera, al mirarse en el espejo.
Solo había conservado el respeto por un hombre de alto rango al servicio del imperio: Melchior Khlesl. En realidad, el viejo cardenal y ministro había estado en el bando enemigo, el de los que apoyaban a Matías, hermano de Rodolfo, pero sumidos en ese pantano de pretenciosos ávidos de poder, perezosos y fanfarrones, los dos únicos funcionarios competentes se habían visto obligados a respetarse mutuamente pese a ser adversarios políticos.
Jan Lohelius, Gran Maestre de los cruzados y arzobispo de Praga, se encontraba junto a los soldados removiendo los pies; el anciano, que se había puesto una sotana en vez de los ropajes de obispo, parecía un viejo, gordo y reumático párroco de pueblo, de una palidez casi resplandeciente. Frente a él un hombre estaba apoyado contra la pared junto a la ventana; parecía tan presuntuoso como todos los jóvenes cortesanos que, con la mayor de las arrogancias, ocultaban su desesperada dependencia del favor de un cándido alto funcionario o de una dama de la corte entrada en años y deseosa de carne joven. Un segundo vistazo a los ojos azules del joven le hizo sospechar que en esa ocasión tal vez se había equivocado. En cualquier caso, ¿por qué preocuparse por una persona que ya no tendría la menor importancia cuando la tarea hubiese concluido y que, dadas las circunstancias, demostraba su mal gusto en el color de su atuendo amarillo y rojo?
—¿Ha salido todo bien? —susurró Lobkowicz, dirigiéndose a Lohelius.
El Gran Maestre asintió bajando los ojos, como quien no puede evitar hacerlo.
Lobkowicz rebuscó en sus bolsillos y encontró dos pequeñas cápsulas de metal descascarilladas, una pintada de verde y la otra de rojo, y clavó la vista en la primera.
—Canciller imperial… —musitó Lohelius.
Lobkowicz titubeó antes de abrir la cápsula, de la que extrajo un papel enrollado. En las últimas horas debía de haberlo sacado una docena de veces para leerlo, volver a guardarlo y extraerlo una vez más para leerlo de nuevo, todo con el único propósito de asegurarse de que había introducido el mensaje correcto en la cápsula correcta. Clavó la vista en la diminuta escritura: «Arcimboldo ha abandonado el edificio».
—Canciller imperial…
—¿Qué ocurre, reverendo?
—Todo ha salido bien, pero… ha ocurrido algo…
—¿Qué? —dijo Lobkowicz, tratando de introducir nuevamente el rollo de papel en la cápsula. Se maldijo al comprobar que el temblor de sus dedos se lo impedía. Desde algún lugar al otro lado de la ventana que daba al jardín resonaban un alboroto y gritos apagados—. ¿Qué diablos pasa allí?
—Yo… yo… —barbotó el arzobispo y tuvo que carraspear—. Decídselo vos, Von Wallenstein.
El joven se apartó de la pared, se acercó a Lobkowicz y, sin que este se lo pidiera, cogió el papel y la cápsula e introdujo el mensaje con gesto diestro. El canciller le dirigió una mirada airada, pero calló y volvió a tomar la cápsula cerrada. El joven sonrió. Sus rasgos hubiesen servido como modelo para la imagen de un ángel, pero su sonrisa —pese a sus facciones perfectas, dientes blanquísimos y hoyuelos en las mejillas— hizo que el canciller se estremeciera: era como si un hálito gélido lo hubiera rozado.
—Hay un par de muertos tendidos en el laboratorio secreto —manifestó el joven.
—¿Sois el responsable… eh…?
—Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz —dijo el joven, inclinando la cabeza—. No, ya estaban allí cuando llegué con mis hombres.
—¿La llave encajó en el cerrojo de la puerta…?
—Estaba abierta —contestó el joven en tono amable.
Lobkowicz apretó los dientes.
—¿Quiénes son esos muertos?
—Los enanos de la corte del emperador.
El canciller estaba atónito.
—¿Quién puede haber tenido interés en quitarles la vida a esos pequeños engen… a esos pequeños individuos?
—Acaso podamos suponer que se trata de una suerte de suicidio colectivo —dijo el interlocutor de Lobkowicz—. Tras la muerte de su protector, el emperador Rodolfo, etcétera.
—Uno o dos de ellos estaban literalmente cortados en pedazos… —soltó el arzobispo—. ¿Suicidio, Von Wallenstein?
—No digo que se trate de eso, solo que podríamos suponerlo. En voz alta y clara, quiero decir.
Lobkowicz, capaz de resolver cualquier asunto político con rapidez, asintió.
—Bien —dijo—. Ya tenemos bastantes problemas, así que no nos conviene cargar con el asesinato de unos cuantos enanos.
—¡Ellos también son pobres almas ante el Señor! —protestó Lohelius.
Lobkowicz lo contempló.
—¿Alguna vez habéis observado a uno de esos pobres seres imitándoos para divertir al emperador, vestido con el atavío de vuestro cargo que Su Majestad había hecho confeccionar para él? ¿Y habéis contemplado su cara retorcida y sonriente, que os permitía adivinar que el dueño sabía perfectamente que lo que más os hubiese agradado habría sido descuartizarlo, pero que no osabais hacerlo porque de lo contrario el emperador hubiera dispuesto otra jaula para vos en el foso del castillo? ¿Y acaso no os habéis descubierto, no sin bochorno, a vos mismo riéndole las gracias por conservar vuestro puesto?
El arzobispo tartamudeó.
—No, ya veo que no —concluyó Lobkowicz—. Yo sí. Así que dejadme en paz con vuestras pobres almas. Solo porque fueran pequeños eso no significa que no disfrutaran cometiendo maldades, al igual que todos los demás.
—Pero el que dejó abierta la puerta… Tiene que haber ocurrido apenas unos instantes antes de la llegada de Wallenstein… Incluso hemos visto un recipiente de vidrio hecho trizas, uno que contenía un engendro…
—¡Ojalá se hubiesen hecho trizas unos cuantos más!
—Pero, señor canciller…, ¡puede que hayan robado algo del gabinete de las maravillas!
—¿Qué, por ejemplo? ¿Una sirena disecada que cualquier imbécil hubiera identificado como una falsificación? ¿Una nuez increíblemente valiosa? ¿Un autómata que finge devorar perlas y que las caga diez minutos después?
El arzobispo Lohelius se esforzó por encontrar las palabras adecuadas, pero el canciller imperial se le adelantó.
—Por mí, que roben todo lo que hay allí dentro. En cuanto Matías acceda al trono, de todos modos lo hará quemar casi todo, lo hará arrojar al foso o lo venderá.
—Sí, pero…
—Sí, sí —dijo el canciller. Comprobó que su ira empezaba a abandonarlo y se encogió de hombros—. Mientras el rey de Bohemia no sea emperador del Sacro Imperio Romano Germánico o nadie más me indique lo contrario, soy el responsable de la conservación del gabinete de curiosidades de Su Majestad. Ya lo sé. ¡Y mientras ello sea así, haré ahorcar a cuantos osen meter la mano allí!
—Mis hombres han preparado el cargamento para la entrega tal como me ordenaron —intervino Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz durante la pausa que se generó.
—¿Un saco de cuero con el emblema imperial?
—Un arcón sin emblema, cerrado mediante una cadena y un candado —contestó Von Wallenstein, permitiéndose una sonrisa compasiva.
—¿Examinó el contenido?
—Solo disponíamos de la llave de la puerta.
—¿Era pesado?
—Como un ataúd.
Lobkowicz lo miró fijamente.
—Una comparación de lo más desafortunada.
Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz extendió las manos.
—Os pido perdón.
—Quiero ver el arcón —dijo Lobkowicz, se volvió y depositó la cápsula verde en la mano del arzobispo—. Tomad, reverendo. Puesto que ya os habéis disfrazado de párroco, también podéis encargaros de enviar la paloma mensajera. Conocéis el camino al palomar.
—¿Puedo serviros en algo más, excelencia? —preguntó Von Wallenstein.
—Que Dios nos asista a todos —dijo Lobkowicz, meneando la cabeza—. Llevadme con vuestros hombres para que podamos dejar atrás la condenada entrega —añadió, y lanzó una mirada irritada a la ventana—. Y por amor de Dios, que alguien se encargue de poner fin a ese alboroto. ¡Es como para creer que alguien cayó por la ventana!