18
Wenzel se preguntó si debía regresar al lugar donde él y Agnes habían acordado encontrarse, pero ante lo acontecido durante los últimos minutos no soportaba la idea de abandonar su puesto de observación.
Bastaba con ver cómo la mujer que uno amaba casi se precipitaba al vacío para impedir que uno abandonara el lugar más próximo al acontecimiento y para desencadenar un cúmulo de caóticas ideas sobre qué hacer para salvarla.
Acercarse al castillo había resultado asombrosamente sencillo. Los escasos arrendatarios que cultivaban los campos a lo largo del camino se limitaron a desviar la mirada y fingir que estaban sumidos en su tarea. En las alquerías formadas por dos o más granjas y a través de las cuales conducía el camino, los niños se refugiaron en las chozas y los perros ladraron, pero sin aproximarse. La atmósfera era la de una comarca en la cual el miedo se había vuelto tan inmenso que todos estaban atrapados en él, como en el fondo de un pozo del que ya no podían escapar. Al final abandonaron el camino y sujetaron los caballos en un pequeño henal apartado del camino. El henal estaba vacío, como era de esperar en esa época del año, pero descubrieron una cesta y media docena de mantas agujereadas y mohosas. Dichos objetos hicieron que a Agnes se le ocurriera la idea de que ella y Leona se envolviesen en esas mantas malolientes, cargaran con la cesta y se dirigieran al castillo como si allí tuvieran algo que hacer. Agnes confiaba en que el camuflaje le permitiese echar un vistazo al interior del castillo sin ser molestada. Wenzel, que no encajaba en ese plan, debía circundar el exterior del castillo y buscar posibles accesos secretos.
En general, los castillos y las fortalezas no solían estar rodeados de bosques. Los árboles no utilizados como material de construcción se talaban para que los atacantes no dispusieran de un lugar donde ponerse a cubierto y con el fin de no proporcionarles madera para construir armas de asedio. Además, una fortaleza necesitaba provisiones, y cuanto más próximas a la fortaleza estuviesen almacenadas, tanto más sencillo resultaba transportarlas hasta la meta. Debido a ello, los castillos y las fortalezas solían estar rodeados de campos sin árboles, con la única excepción de los huertos de árboles frutales.
El castillo de Pernstein, que predominaba por encima de las cimas como una montaña, había olvidado que existían dichas medidas de seguridad. Wenzel no tuvo dificultad en acercarse de manera subrepticia casi hasta el pie de las murallas y ponerse a cubierto tras los troncos de los árboles, los matorrales y en cierto momento, detrás de una ruinosa capilla albergada en una gruta, cuya puerta enrejada colgaba de los goznes y cuya imagen de la Virgen se había convertido en una figura amorfa debido a las heladas, la lluvia y los cambios de temperatura. Allí también reinaba ese ambiente opresivo y temeroso, y allí donde debería reinar la vida ruidosa y ajetreada de un castillo habitado por soldados, servidumbre y propietarios, solo algunas figuras se deslizaban entre los edificios como si fuesen ratones en un mundo dominado por los gatos. En torno al castillo, el terreno descendía de manera abrupta; en el flanco septentrional de la roca sobre la cual se elevaba la fortaleza —y donde se encontraba Wenzel en ese momento— se abría paso el lecho de un arroyo, pero sus aguas no burbujeaban, apenas fluían y despedían un olor putrefacto.
Pero de pronto el silencio sepulcral llegó a su fin. Wenzel, que había logrado rodear la torre del homenaje y no perdía de vista el puente desde el cual podrían haberlo descubierto, vio que alguien aparecía allí arriba y maniobraba, seguido de un hombre envuelto en una sotana oscura. Pareció desarrollarse un breve altercado, después ocurrió algo que lo aterrorizó y lo paralizó: el hombre de la sotana se precipitó al vacío y quedó tendido en el suelo de piedra ante la torre del homenaje. Aún temblaba, pero más que el susto causado por haber sido testigo de esa muerte violenta, lo que lo aterró fue comprender que Alexandra también se encontraba allí arriba en el puente, con una soga atada al cuello como si fuera una res. Había visto que el sacerdote casi había arrastrado a la muerte a otras dos personas; una de ellas era Alexandra. ¡El sacerdote se había agarrado a su falda! Después por lo visto las fuerzas lo abandonaron, aflojó las manos y cayó. Se le revolvió el estómago al pensar que en realidad eran dos los muertos que debían estar tendidos bajo el puente: el sacerdote y Alexandra Khlesl.
Olvidó su deber consistente en circundar el castillo. Permaneció en cuclillas en su escondite deseando poder enviarle una señal a Alexandra; albergó la esperanza de que Agnes y Leona, que también debían de haber visto a Alexandra en el puente, no perdieran los nervios. Pero su mayor deseo era que todo saliera bien y, como un niño, se aferró a la idea de que, tras todos los terribles acontecimientos que los habían conducido hasta allí, la suerte debía volver a favorecer a la familia.
Entonces se convirtió en testigo de una actividad febril ante la torre del homenaje. Gran parte del tiempo el flanco de la torre obstaculizaba su campo visual, pero olió el humo de una gran hoguera recién encendida, el traqueteo de vigas, tablas y planchas de madera. Era como si estuvieran amontonando bancos y mesas para un banquete. Wenzel estaba seguro de que allí no se celebraba nada y se preguntó en vano qué podía estar ocurriendo ante la torre del homenaje. Podría haberse arrastrado hacia allí y averiguarlo, pero entonces tendría que haber despegado la vista de Alexandra y no logró hacerlo.
Más que oírlo, percibió el rumor a sus espaldas. Quiso volverse, pero entonces algo duro le presionó la cabeza y oyó el clic metálico del gatillo de una pistola. Fue como si le derramaran un jarro de agua helada en la cabeza.
¡Clic!
¡Dios mío, otra pistola!
Medio acuclillado y medio arrodillado, tendió las manos a los costados para indicarle a la persona armada que no causaría problemas y un hormigueo le recorrió el cuerpo que lo hizo jadear. Creyó oír que dos dedos apretaban dos gatillos. A esa distancia una bala le destrozaría la cabeza. Debía haber tratado de encontrar una solución, pero fue como si su cerebro se hubiese detenido.
La presión de la primera pistola desapareció. Oyó que alguien a sus espaldas daba un paso atrás, consideró que era una invitación muda a volverse y se dio cuenta que tendría que hacerlo de rodillas si no cobraba el suficiente valor para ponerse de pie; entonces la vergüenza le proporcionó la fuerza necesaria para levantarse. No pudo evitar encoger la cabeza hasta que sus hombros se acalambraron, pero estaba en pie. El temor de que le dispararan en la nuca dio paso al temor de recibir un balazo entre los ojos en cuanto se volviera. Soltó un gemido que lo abochornó por su incapacidad de reprimirlo y, esforzándose por no perder el control sobre su instinto que le aconsejaba que intentara escapar, se volvió.
Y se quedó atónito.