26
Andrej, Vilém Vlach y Siegmund von Dietrichstein el camarlengo de la Baja Moravia pisaron el puente junto con dos de los soldados de Dietrichstein. Kassandra se volvió. Había empujado a Alexandra de espaldas contra la barandilla y por encima de esta hasta tal punto que la joven caería inevitablemente si la soltaba. Alexandra profirió un grito aterrado.
—¡Deteneos! —gritó Dietrichstein.
Los soldados, que ya no debían esforzarse por actuar sin hacer ruido, habían dejado los arcos junto a las troneras y alzaron los mosquetes. Kassandra clavó la mirada en ellos. Su belleza conmovió a Andrej, era la belleza de un gato montés que exige admiración incluso mientras se abalanza sobre su víctima. Entonces vio la figura pelirroja desplomada junto a la barandilla y el proyectil de ballesta que sobresalía del cuerpo y se le aflojaron las rodillas.
—¡Rendíos! Mis hombres han ocupado la torre del homenaje e irrumpido en el castillo. No tenéis ninguna oportunidad.
¡Dios mío, era Wenzel!
Andrej olvidó todo lo acordado entre él, Vilém y el camarlengo y se lanzó hacia delante.
Un único dolor sordo atenazaba el rostro de Heinrich; era como si tuviese el cráneo partido por la mitad y, jadeando, se apoyó contra la puerta con las manos trémulas aferradas al pestillo. Suponía que en cualquier instante aporrearían la puerta desde el exterior. Aguantaría unos momentos, estaba construida para resistir ataques, pero ¿qué podía hacer? Desde ese recinto no se podía acceder a las plantas superiores y solo existía esa única puerta contra la cual se apoyaba. Todo lo que tenían que hacer era esperar sentados fuera y aguardar a que el hambre y la sed lo obligaran a salir.
Sus piernas dejaron de sostenerlo y se deslizó a lo largo de la puerta. De manera inexorable, la idea de que había perdido se abrió paso en su cerebro y el terror le causó náuseas. ¿Qué le harían? Su mirada se posó en la máquina y se estremeció. Él había hecho cosas mil veces peores que Ravaillac y la muerte de este había sido atroz. Heinrich había asesinado, deshonrado y engañado. Aún podía darse por contento si lo mataban en el acto. Si lo entregaban a la justicia, el juez dictaría una sentencia que lo condenaría a un trayecto en la carreta del verdugo mientras este le arrancaba las carnes con tenazas candentes, y en el patíbulo habría un caldero lleno de aceite hirviendo en el que lo sumergirían lentamente. Lloriqueó de miedo y trató de tragar, pero tenía la garganta seca. Clavó la mirada en los manojos de pelo que asomaban entre el rodillo y la canaleta como viejos hierbajos. Recordó los alaridos del cuerpo desnudo retorciéndose entre las cuerdas que lo sujetaban, haber lamentado de que el mecanismo fuera tan pesado que no notó la resistencia del cuero cabelludo que arrancó a medida que giraba la manivela. Presa del espanto, se metió un puño en la boca al notar que, a pesar del terror que lo invadía, el recuerdo de la placentera hora que había pasado a solas con el aparato y la puta campesina le endurecía el miembro. El sudor goteaba de su frente y hacía arder sus ojos hinchados.
¿Qué había pensado mientras yacía junto a Kassandra?
Era un hombre muerto.
Estaba bendito.
Soltó un alarido: no era verdad, estaba maldito.
El sonido de varios disparos penetró desde el exterior; Heinrich volvió a ponerse de pie y, presa del pánico, tropezó en torno al estrecho recinto. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer?
Entonces una nueva idea brilló en medio de su desesperación. Él era Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz, y siempre había hallado una solución. Su destino no era morir como una rata en un agujero. Él era demasiado único, demasiado espectacular para algo tan miserable como la muerte en el patíbulo. Clavó la vista en la pequeña puerta de madera que vislumbró en un rincón de uno de los muros. Podría haber jurado que nunca la había visto con anterioridad, pero se dijo que siempre debía de haber estado allí. ¿Adónde conducía? El muro era de los exteriores y él sabía que no existía otro acceso a ese recinto que la puerta cerrada que se encontraba a sus espaldas.
Se acercó a la pequeña puerta con pasos trémulos. Estaba apenas entreabierta. La empujó y se abrió un palmo. Más allá reinaba la más absoluta oscuridad y el olor mohoso de una mampostería invadida por una humedad centenaria. Abrió la puerta cautelosamente y traspuso el umbral. ¿Sería un almacén de provisiones? Pero entonces vio que a ambos lados había un pasadizo. No pudo distinguir nada más en medio de la penumbra, pero a Heinrich su suerte le resultó casi increíble.
¡Un pasadizo secreto! Debía de provenir de la época en la que la torre del homenaje era el único edificio de piedra de Pernstein. Esa suerte de pasadizo solía conducir a una capilla, un henil o a una de las viejísimas tumbas, y desde allí al exterior.
Tomó aire y gritó:
—¿Hola?
El eco parecía proceder de lejos. Efectivamente: era un pasadizo.
Soltó una carcajada. El eco deformó la risa hasta que no pareció surgir de su boca, pero no le dio importancia.
—¡Soy Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz! —chilló, y volvió a reír—. ¡Regresaré!
Sin titubear, echó a correr hacia la oscuridad del pasadizo descendente.