21
Alexandra removió los pies buscando un lugar seco. Desde que el secreto albergado en la bóveda subterránea de la vieja casa en ruinas fue retirado (el cardenal Melchior se había encargado de que los cadáveres momificados de los dos enanos recibieran una sepultura decente), por lo visto también había desaparecido la fuerza que impedía que las viejas paredes se derrumbaran. La lluvia parecía penetrar aún más que antes entre los escombros. Una parte de los andamios se había derrumbado revelando una esquina aún en pie del edificio: parecían los huesos de un cadáver. Alexandra se estremeció y se cubrió la cabeza con la capucha del manto. Un frío interior la atenazaba y era como si nunca más fuera a entrar en calor.
Desde la noticia de la muerte de su padre todo había empeorado más si cabe. Y lo peor de todo era no haber recibido ninguna noticia de Heinrich. Al principio la preocupación por él quedó amortiguada por el dolor que le causó la muerte de su padre, pero a lo largo de las semanas la inquietud se convirtió en un acompañante conocido y comenzaron a surgir otros sentimientos. Heinrich había dicho que pensaba seguir a su padre hasta Braunau. No parecían haberse encontrado, porque de lo contrario su tío Andrej lo hubiese mencionado. Según el relato de su tío, fueron atacados por bandoleros o por rebeldes de Braunau durante su intento de escoltar a los monjes del convento de San Wenceslao. ¿Sería posible que Heinrich también hubiese caído en manos de los delincuentes? Cada vez que pensaba en ello la angustia le encogía el corazón.
Al oír pasos, Alexandra se retiró a la oscuridad de la parte posterior del edificio. Los pasos vacilaron ante la ruina.
—¿Alexandra?
—Estoy aquí.
Wenzel pasó por encima de los charcos y esquivó las tablas caídas. Llevaba un manto corto y lustrosos zapatos de hebilla en vez de botas. El mensaje de ella lo había alcanzado en la cancillería; ni siquiera se había cambiado. Ella supuso que diría que se había escabullido y que disponía de escaso tiempo, pero en lugar de eso él se limitó a preguntar:
—¿Cómo te encuentras?
Alexandra se encogió de hombros y vio que él la imitaba. En las últimas semanas su rostro se había vuelto más delgado; en el transcurso de los últimos años había dejado de ser un muchacho torpón y se había transformado en un joven apuesto, pero un hombre más viejo y más duro ya parecía asomar bajo sus rasgos. Alexandra estaba sorprendida por lo mucho que le había afectado la muerte de su padre y, con un sentimiento de culpa, tuvo que confesarse que la muerte de Andrej no la hubiera afectado en la misma medida. La actitud del cardenal Khlesl también había conmovido profundamente a Wenzel. Cuando tras el funeral el joven había echado a correr fuera de la iglesia al principio Alexandra lo despreció; creyó que lo que lo impulsaba solo era la curiosidad por saber adónde llevarían al viejo cardenal o —aún peor— un exagerado sentimiento del deber que lo conducía de nuevo a su puesto en la cancillería, que quizá solo había abandonado de mala gana para acudir a la iglesia. Se había equivocado en ambos casos.
—No he logrado averiguar gran cosa —dijo Wenzel—. Pero esencialmente, vuestro… visitante… dijo la verdad. De hecho, en la corte de Viena están muy enfadados porque los comerciantes vieneses se niegan a poner en práctica el acuerdo comercial con el reino osmanlí. En última instancia, cerraron el acuerdo para reanimar el comercio de la capital y ahora los únicos que sacan provecho son los numerosos comerciantes de Núremberg, de los Grisones y de Venecia residentes en Viena, porque no dejaron de aprovechar la ocasión. Aparte de ellos, quienes obtienen ganancias son los prestamistas judíos, algo que una vez más enfada al magistrado, pues este siente rechazo por el pueblo hebreo.
—¿Y mi abuelo?
—Dado el breve tiempo del que dispuse aún no he averiguado nada concreto. Pero he oído que diversas empresas se encuentran en un aprieto porque invirtieron en las factorías o los edificios de Hainburg, y ahora nadie acepta la ciudad como nuevo lugar de transbordo para el comercio con Oriente. Puede que en ese caso Sebastian Wilfing también dijera la verdad.
—O se limitó a apoderarse de la empresa porque mi abuelo es demasiado viejo para defenderse de él.
—Me temo que el resultado es el mismo.
Ella notó que él la contemplaba y, curiosamente, era casi como la mirada de su padre y tuvo que tragar saliva al comprender que Cyprian nunca volvería a lanzarle esa mirada.
—¡No comprendo por qué mi madre no pone a esa gorda carroña de patitas en la calle! —soltó.
—Creo que tu madre actúa con mucha inteligencia cuando de momento procura evitar cualquier escándalo y altercado.
—¿Escándalo? ¡Pues entonces que haya un escándalo y punto! No necesitamos el vínculo con Viena. Tu padre y el mío forjaron muchas amistades aquí en Bohemia. No necesitamos la participación de la empresa Wiegant: ¡Khlesl & Langenfels también se las arreglará a solas!
Wenzel hizo un movimiento como si se dispusiera a añadir algo más. Cuando había echado a correr fuera de la iglesia detrás del rey Fernando y su prisionero se había encaminado directamente a la cancillería y había logrado que lo nombraran secretario de actas en el juicio contra el cardenal Khlesl. No era que durante todos esos días en los que el archiduque Maximiliano y el rey Fernando habían intentado convencer al cardenal para que admitiera que había cometido alta traición se hubiese celebrado algo parecido a un juicio honesto. Pero de ese modo, Wenzel logró permanecer cerca de Melchior Khlesl y mantener una suerte de comunicación entre él y el resto de la familia. Durante todo ese tiempo al menos supieron cómo se encontraba el cardenal. Alexandra no tenía idea de los favores que Wenzel se había cobrado para que quien fuese nombrado secretario de actas fuera él y no uno de los escribientes más experimentados, pero lo había logrado. No parecía una gran heroicidad, pero Alexandra, que creía tener cierta idea del nido de víboras y tiburones que suponía la cancillería, en realidad sentía casi cierta admiración por lo que Wenzel había hecho.
—Mi madre ha perdido todo su coraje —se lamentó ella—. En nuestra casa el ambiente se ha vuelto irrespirable. Uno se asfixia con el rastro viscoso que Sebastian Wilfing deja a través de los pasillos o con la pena que irradia mi madre. —Tenía los ojos húmedos y ello la irritó—. ¡Yo también lloro la muerte de mi padre! —exclamó—. Pero un día la vida ha de continuar. ¡Y mi madre solo se sume en su dolor! —añadió y se restregó las lágrimas con gesto enfadado.
—Que tu madre guarde silencio y no haga nada es bueno, Alexandra —señaló Wenzel—. Durante el último juicio contra el cardenal Melchior, poco antes de que lo trasladaran al Tirol, el archiduque Maximiliano cambió de táctica. Amenazó con meter en la cárcel al resto de la familia Khlesl residente en Viena y en Praga e intentar que uno de ellos confesara haber cometido alta traición.
Alexandra lo miró fijamente. De pronto sintió tanto frío que se echó a temblar.
—¿Qué…? —balbuceó con labios trémulos.
—El cardenal Khlesl se puso de pie en el acto y confesó la alta traición. Luego admitió haber estrangulado al emperador Rodolfo en su lecho y envenenado a su león, confesó ser el culpable de la muerte de todos los papas que murieron en el transcurso de su vida y además declaró que, al servicio del sultán osmanlí, había robado las recetas de los pasteleros autóctonos.
Alexandra parpadeó, atónita.
—Todos los propietarios de las pastelerías eran seguidores de Maximiliano y Fernando; no obstante, todos prorrumpieron en sonoras carcajadas. Cuando reprendieron al cardenal y volvieron a amenazarlo con pedir cuentas a toda la familia, dijo que Dios era testigo de que reconocería todo lo que le exigieran, que su familia era inocente y que bajo esas circunstancias arrestarlos como miembros de un clan que hubiera cometido un delito era un crimen que ni siquiera el Papa encubriría.
—¡Dios mío!
—Si bien con ello de momento el cardenal logró tomar la delantera a sus enemigos, ahora es preferible que todos nosotros mantengamos la cabeza gacha, Alexandra.
—Que vayamos con el rabo encogido como un perro, quieres decir —replicó amargamente.
Él suspiró y ella se arrepintió de sus duras palabras. Sabía que tenía razón. Su propia actitud no le proporcionaba ningún alivio, al contrario: la sensación de asfixia aumentó y, presa del terror, se preguntó si ese era el motivo por el cual no había recibido noticias de Heinrich. Él no había ocultado que su bienestar dependía de sus buenas relaciones y, en última instancia, de sus buenas relaciones con el canciller Lobkowicz. ¿Le habrían insinuado que se mantuviera alejado de ella? Pero él no haría caso de semejante advertencia, ¿verdad? ¡Él la amaba! ¿Acaso era su deber rechazarlo para no hacerle daño?
Wenzel carraspeó y le apoyó una mano en el brazo, y ella comprobó que se había echado a llorar. Lloraba de miedo. ¿Cómo era posible que en solo dos meses todo su futuro se hubiera vuelto tan desesperanzado?
—¿Qué más nos espera? —preguntó, e instintivamente le agarró la mano. Él la presionó y su cara se volvió borrosa, se acercó a ella, y de repente acurrucarse contra él resultó lo más natural del mundo. Tras un instante de perplejidad, Wenzel la estrechó entre sus brazos. El abrazo le hizo bien; el muchacho solo era un poco más alto que ella y mientras Alexandra también lo abrazaba no parecía buscar un apoyo en él: más bien era como si ambos se apoyaran mutuamente… y tal vez fuese así.
—Mi padre —oyó que decía él— ha establecido vínculos con comerciantes de Inglaterra y los Estados Generales que abastecen la colonia inglesa del Nuevo Mundo.
—¿Lo sabe mi madre?
Él negó con la cabeza.
—Tu madre y tu padre tenían un sueño. Nunca lo realizaron. El sueño consistía en escapar juntos e iniciar una nueva vida en Virginia, el nombre de la colonia inglesa del Nuevo Mundo: allí siempre necesitan a gente dispuesta a volver a empezar.
—¿Tu padre quiere ir allí contigo? —preguntó Alexandra, volviendo la cabeza y contemplándolo.
Él le dirigió una sonrisa melancólica y de pronto la perspectiva de perderlo le pareció insoportable.
—Soy dueño de mí mismo —respondió Wenzel—. Si no quiero ir, me quedaré. Pero a lo mejor todos nosotros queremos ir allí, ¿no?
Ella lo miró fijamente. Él parecía luchar consigo mismo y durante un momento tuvo la sensación de que quería protegerla de una verdad y de pronto se disgustó, pero cuando él optó por seguir hablando Alexandra deseó que la hubiese protegido.
—Habrá guerra —susurró él—. El archiduque Maximiliano y el rey Fernando están empecinados en combatir a los protestantes a sangre y fuego. El cardenal Khlesl era el último obstáculo en ese camino. Ahora ya nada se interpone entre ellos y el emperador es como una marioneta en sus manos. Lo grave es que los protestantes han elegido un directorio que debe representar sus intereses ante el emperador, y ese directorio alberga a todos los impetuosos y los políticos ilusos que los estamentos son capaces de reunir, encabezados por Heinrich von Thurn, el más iluso de todos. En el pasado comandó el ejército de los estamentos que expulsó a los guerreros de Passau de Praga, y ahora se considera un genio militar, y para colmo todos los representantes de los estamentos fomentan ese creencia… ¡aunque ni siquiera domina la lengua bohemia! Con Heinrich von Thurn a la cabeza, los protestantes no se achicarán si el rey Fernando los desafía.
—¡Pero será una guerra que dividirá todas las ciudades, que afectará a todas las familias! —exclamó Alexandra—. En todas las callejuelas conviven protestantes y católicos, todos atacarán a todos.
—Será el Apocalipsis —asintió Wenzel en tono sombrío—. El fin del mundo que conocemos.
Alexandra estaba tan conmocionada que solo pudo contemplarlo fijamente. Las palabras del joven habían aumentado su miedo hasta lo indecible. La reconfortó que él la sostuviera entre sus brazos, de hecho nunca se había alegrado tanto de su presencia como en ese momento, y él debió de percibir sus sentimientos. Ella notó la confusión que se había adueñado de él con tanta fuerza como el deseo, que en ese momento tampoco le pareció absurdo. Ninguna voz en su interior exclamó: «¡Es tu primo!». Y él tampoco pareció oír ninguna advertencia. Su rostro se acercó al de ella, sus narices se rozaron, ella notó su aliento en los labios y entonces se besaron.
Repentinamente pensó en Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz, pero el beso de Wenzel poseía una cualidad que le impedía despegar los labios de los suyos. ¡Engañaba a Heinrich, engañaba al hombre que amaba con su propio primo! Y al tiempo que lo pensaba, devolvía el beso a Wenzel, notaba que su corazón latía más deprisa y que una tibieza la invadía, una tibieza no experimentada hacía semanas. Se separó de él, sin aliento, y vio su consternación. Él se dispuso a decir algo.
Alexandra meneó la cabeza. Wenzel volvió a cerrar la boca. Ella lo abrazó una vez más, notó que él le devolvía el abrazo con fuerza, su respiración agitada resonaba en sus oídos, pero apenas era más sonora que los latidos de su propio corazón. Sus ideas se arremolinaron.
Entonces vio un fragmento de la callejuela —enmarcado por diversas capas de ruinosas mamposterías y marcos de ventanas desprendidos— que conducía a su casa y un hombre que ella conocía, y se puso tensa entre los brazos de Wenzel. Sus ideas dejaron de arremolinarse y se centraron. Heinrich jamás debía enterarse de lo que acababa de ocurrir allí. No tenía importancia, pero lo heriría, así que ella negaría lo sucedido incluso en su lecho de muerte.
Wenzel la miró a los ojos. Al igual que antes, también en ese momento parecía haberse contagiado del estado de ánimo de ella.
—Ha sido un error —dijo con voz áspera.
—Yo tengo la culpa —dijo Alexandra.
—No, la culpa fue mía.
—Será nuestro secreto, ¿de acuerdo?
Él bajó los brazos y ella retrocedió un paso, en parte porque la terrible desilusión que él irradiaba era demasiado dolorosa como para soportarla desde cerca. Durante un instante ella no supo qué hacer con las manos y finalmente cruzó los brazos como si tuviera frío. En realidad tenía calor.
—Vete tú primero —dijo ella—. Por si alguien mirara hacia aquí.
—Sí. Tienes razón.
Hablar le resultaba tan difícil que Alexandra apretó los dientes. Él carraspeó.
—Si averiguo algo más te avisaré.
—Sí —contestó ella—. Hazlo.
Él trató de sonreír, pero solo logró hacer una mueca atroz.
—Virginia —murmuró y la saludó con la mano. Ella lo siguió con la mirada al tiempo que él se alejaba.
—Virginia —musitó a su vez.
Después se apoyó contra la pared respirando pausadamente. Aún percibía el sabor del beso en los labios; se los restregó con una mano, pero la sensación perduró. Las mejillas le ardían. ¿Qué había hecho? Su sentimiento de culpa aumentaba con cada instante que pasaba desde que le había devuelto el beso a Wenzel y había notado el calor que le invadía el cuerpo. El beso había sido completamente distinto de todas las caricias que había intercambiado con Heinrich. Los besos de Heinrich habían despertado un calor abrasador en su regazo y la sensación de que se retorcía en aceite tibio, desnuda y en celo, medio enloquecida de deseo. En cambio el beso de Wenzel había suscitado una sensación completamente diferente: como si después de un día caluroso cayese una lluvia tibia arrastrando una tormenta que ya retumbaba, que proyectaba una luz dorada y que hacía que uno supiera que todo se volvería más excitante y apasionado, mientras estaban los dos juntos bajo una fresca sábana de hilo, a salvo. Se desprendió de la sensación y oteó cautelosamente hacia la callejuela.
El hombre todavía estaba allí.
Era el mensajero que Heinrich solía enviarle y si estaba allí significaba que tenía un mensaje de Heinrich para ella.