8

Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz estaba de plantón en el palacio de Lobkowicz, procurando no inquietarse.

Las ventanas de la habitación daban a la puerta oriental del castillo de Praga; Heinrich observó el ajetreado ir y venir, nervioso por el hecho de no formar parte de dicho ajetreo. No habría podido ejercer la menor influencia, desde luego, pero al menos podría haber descubierto por dónde iban los tiros. Un don nadie como él, que se limitaba a poseer un nombre y una inmensa familia cuyos miembros estaban enemistados entre sí, estaba obligado a descubrir por dónde iban los tiros lo antes posible.

Claro que sabía tan bien como cualquier otro lo que estaba ocurriendo en el castillo, aunque no detalladamente: Matías, rey de Bohemia y hermano del difunto emperador, procuraba imponerse como soberano del Sacro Imperio Romano Germánico ante los diversos deseos de los representantes de los estamentos y del clero. Los príncipes electores católicos habían apostado por el archiduque Alberto, pero estaban dispuestos a apoyar a Matías a condición de que el nuevo emperador fuese católico y perteneciera a la casa de Habsburgo. El Electorado del Palatinado deseaba un soberano protestante, pero aceptaría a Matías si no había manera de eludir la casa de Habsburgo, porque este parecía más manejable que el decidido e íntegro Alberto. Debido a todo ello, Matías —a quien Heinrich consideraba un oportunista insensato y veleidoso, y en comparación con el emperador Rodolfo un nombramiento todavía peor, por más que eso pareciera casi imposible a una persona con dos dedos de frente— montado en el caballo que llevaba las de perder, cabalgaría hasta la meta y, convertido en figura lamentable, llevaría al imperio aún más cerca del abismo.

Y no es que eso preocupara a Heinrich. Le daba igual que el elegido fuera católico o protestante; en caso de que creyera en algo, solo tenía fe en que el primero en alargar la mano era quien conseguía el pedazo más grande. Y tampoco concedía la menor importancia a la casa que en última instancia alcanzara el poder; su familia, por más ramificada que estuviese, proporcionaría los cómplices y se conformaría con quedarse el pedazo más grande posible de la tarta mientras los más poderosos aún se peleaban por la guinda. En cuanto a su destino personal, este siempre había dependido de su flexibilidad, y en las últimas semanas —y en ese punto no logró reprimir una sonrisa— lo había demostrado una vez más. El mensajero que llevaba el dinero le había hablado de otra posible futura colaboración. Los encargos de ese tipo eran exactamente los que agradaban a Heinrich, y el hecho de no saber quién estaba realmente detrás de todo ello resultaba más excitante que inquietante. En todo caso, de lo que no cabía duda era de que, al parecer, había logrado satisfacer a ambos clientes: al que había pagado mejor y a aquel para quien debería haber trabajado en un principio.

Pero quizás el encargo aún no era seguro. Le preocupaba que lo hubieran citado en la casa del canciller del reino, sobre todo porque había oído que de momento Zdenĕk von Lobkowicz se encontraba en Viena celebrando consultas. O bien se había equivocado, o bien Lobkowicz había regresado a Praga en secreto. En ese caso la invitación de presentarse en su palacio resultaba doblemente sospechosa, pues Lobkowicz había sido su primer cliente.

Se apartó de las ventanas y contempló los cuadros. Lo que diferenciaba la casa del canciller de la mayoría de aquellas cuyo interior conocía era que en sus paredes no aparecían rectángulos de color claro. En vida del emperador Rodolfo, en esos lugares habían colgado las innumerables obras de Giuseppe Arcimboldo. Heinrich podía comprender que una persona que pretendía destacar en la corte del emperador Rodolfo encargara obras a su artista predilecto y también que dicha persona volviera a descolgar las obras y las quemara en cuanto estas dejaran de suponer una ventaja para él. Si Heinrich hubiese poseído una casa propia merecedora de dicho nombre, habría hecho lo mismo. En todo caso, habría rogado al artista que no pintara rostros formados por frutas o verduras, sino por órganos sexuales. Siempre le había parecido que, en cierto modo, los cuadros de Arcimboldo se asemejaban a miles de coños; una vez incluso fue lo bastante descarado como para manifestarlo en la casa de un funcionario de la corte, quien había hecho retratar a toda su familia y todos sus antepasados muertos por Arcimboldo. Hubo una época en la que aún actuaba de manera imprudente… La consecuencia de su indiscreción fue que jamás volvieron a invitarlo a esa casa, lo cual era una verdadera lástima porque, justo antes de que lo expulsaran, la dueña le había susurrado al oído que ella era de su mismo parecer y que le encantaría ofrecerle la oportunidad de comparar las pinturas con un modelo al natural. Sea como fuere, Heinrich estaba convencido de que Giuseppe Arcimboldo —si le hubiese comunicado directamente sus ideas acerca de las obras del artista— habría reído y le hubiera ofrecido una copa de vino. Arcimboldo ya había regresado a Milán antes de que Heinrich hubiese nacido y había muerto hacía casi veinte años. No obstante, Heinrich estaba seguro de que ambos se hubieran entendido: hacía falta un pícaro para reconocer a otro pícaro.

Los cuadros que decoraban esa habitación eran alegorías. Imágenes de santos, algunos oscuros retratos de los antepasados Lobkowicz, una escena repleta de musculosos hombres envueltos en armaduras y una mujer desnuda en el centro. Un retrato destacaba entre las otras obras y Heinrich silbó entre dientes: fuese quien fuese la mujer retratada, le habría gustado conocerla. Wallenstein-Dobrowitz se acercó. Incluso le habría gustado muchísimo. Teniendo en cuenta la rigidez de la pose, la rigidez del atuendo formal, la severidad del peinado y la posible incompetencia del pintor, la belleza retratada en el lienzo debía de haber sido impresionante. Tal vez se trataba de una pariente política —una Afrodita como esa no podía formar parte del árbol genealógico del mofletudo Lobkowicz— que debía de haber muerto hacía un siglo. En ese punto un pequeño cuadro le llamó la atención, uno que el pintor había incorporado en el trasfondo del retrato: era el cuadro con los soldados antiguos y la mujer semidesnuda. Heinrich comprobó la fecha y, sorprendido, constató que como máximo el retrato había sido pintado hacía dos años. Y de pronto comprendió a quién representaba: era Polyxena von Lobkowicz, nacida Rosenberg: la esposa del canciller y viuda del antiguo burgrave real. Retrocedió un paso; siempre había oído decir que Polyxena von Lobkowicz era la mujer más bella de todo el Sacro Imperio Romano Germánico, una opinión de la que se había burlado en secreto. Pero por lo visto se había precipitado al reírse de ella. Volvió a silbar entre dientes y de pronto comprendió el significado de la escena con los soldados: representaba el sacrificio de la mitológica Polyxena ante la tumba de Aquiles. Estudió el pequeño cuadro minuciosamente, con la esperanza de que el pintor hubiese dado los rasgos de Polyxena a la mujer semidesnuda, pero fue en vano. Solo divertido a medias, constató que la idea lo excitaba y tironeó de su pantalón para crear un poco de lugar en su interior. ¿Cómo se las había arreglado el insignificante Lobkowicz para casarse con semejante beldad? Tal vez le lamía los pies y, tras las visitas de sus amantes, le preguntaba si la habían complacido. El pantalón de Heinrich parecía haberse vuelto aún más estrecho.

Unos momentos después, durante los que se vio acuciado por ideas y sensaciones contradictorias, apareció un lacayo que lo condujo a lo largo de interminables pasillos hasta otra habitación. El nerviosismo volvió a adueñarse de Heinrich. ¡Quizás había sido demasiado insensato! Tal vez alguien había visto a Toro atareado junto al cadáver del emperador y durante las últimas semanas había intentado sacar conclusiones de la muerte de los enanos y del bufón. Heinrich había arrojado la llave del arcón al río Moldava, pero quizás antes de morir Toro había tenido tiempo de susurrar algo al oído a alguien. De pronto se maldijo por no haberse asegurado de ello, tras lo cual contempló la idea de abandonar la casa y desaparecer durante un tiempo. La perspectiva era tentadora: echar a correr, huir del pequeño hombre mofletudo que le lamía los pies a su mujer. Sin embargo, estaba seguro de que era mejor ser un cobarde durante cinco minutos que un muerto durante toda la vida.

Casi había alcanzado la puerta cuando esta se abrió. Heinrich retrocedió bruscamente y entonces olvidó su intención de poner tierra de por medio e incluso de hacer la correspondiente reverencia: lo único que hizo fue quedarse boquiabierto.

El guardián de la Biblia del Diablo
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