4

Cyprian estaba cansado, muerto de frío, hambriento e irritado. Los primeros tres estados se debían a la incansable búsqueda de indicios acerca de dónde podría encontrarse la Biblia del Diablo antes depositada en el gabinete de curiosidades, el cuarto a la persistente falta de éxito. Esa vez el tío Melchior se había engañado a sí mismo a fondo. Claro que habían seguido todas las pistas, en parte aprovechando los extraños vínculos de Andrej en la corte, en la época en la que era el primer cuentacuentos. Tras largas deliberaciones, el viejo cardenal aceptó —a regañadientes— interpretar un papel secundario. Le costó trabajo aceptar que ya no gozaba de la libertad de movimientos de que disfrutó cuando era el obispo de Wiener Neustadt. Aquello que procuraba averiguar un cardenal y ministro imperial —por no hablar de alguien que ocupaba un puesto tan elevado en la escala de la impopularidad como el inflexible Melchior Khlesl— despertaba un interés mucho mayor que las preguntas de un obispo insignificante. Pese a ello, todas sus averiguaciones quedaron en nada. La única opción que les quedaba era abordar a los dos hombres en quienes en el pasado el tío Melchior había confiado a medias: Zdenĕk von Lobkowicz y Jan Lohelius. Pero Cyprian lo había desaconsejado. Si ambos estaban involucrados en el macabro reemplazo, entonces él y sus amigos perderían su ventaja, que consistía en que la parte adversaria ignorara que su engaño había sido descubierto.

Cyprian sospechaba que la solución del enigma residía en que el arcón no había albergado unos cadáveres cualesquiera, sino los de dos de los enanos de la corte del emperador Rodolfo, sin duda muertos de manera violenta. Pero ese rastro también se perdía en la arena. Todo indicaba que los desdichados intentaron enriquecerse en el gabinete de curiosidades tras la muerte del emperador y se habían matado entre ellos, y que el último superviviente, Sebastián de Mora, se había suicidado. Pero por una parte este hubiese sido incapaz de realizar el intercambio por sí solo y por otra aún había un hilo suelto con respecto a él y sus compinches. La explicación podría haber resultado creíble si los dos enanos no hubieran aparecido en el arcón, pero dicha posibilidad había quedado eliminada con el espantoso descubrimiento en el sótano del edificio en ruinas de la empresa Wiegant & Wilfing. Había alguien más que interpretaba un papel, alguien que durante todos esos años había logrado permanecer oculto, alguien que había sacado el códice del arcón e introducido a los dos enanos asesinados, alguien que debía de haber poseído una llave que no podía existir. Cyprian ya se había descubierto a sí mismo varias veces pensando que hacía veinte años ellos se habían enfrentado al mismísimo diablo y no solo a un círculo de conjurados que pretendía apoderarse del poder del infierno para sus propios fines. Pero sobre todo tenía el mal presentimiento de que ese misterioso personaje que ocupaba el centro de la historia estaba más próximo a él y a sus seres queridos de lo que todos suponían. En parte su irritación también se debía al hecho de que, en los últimos tiempos, había sentido una tentación cada vez mayor de mirar por encima del hombro: una conducta tan inusitada en Cyprian Khlesl que llegaba a sacarlo de quicio.

Para él, la Navidad había transcurrido en una especie de sueño. Tuvo que admitir que no habría notado la creciente tensión que existía entre Alexandra y su madre si una noche Agnes no le hubiese confesado su preocupación, entre llantos y recriminaciones hacia sí misma. Durante mucho tiempo la madre de Agnes solo había sentido odio y desprecio por su hija, que esta estaba convencida de haberse contagiado de dichos sentimientos y que era la peor madre de todos los tiempos. Cyprian tuvo que esforzarse para calmarla. Después había hablado a solas con Alexandra y lo había estropeado todo, porque cuando la joven se mostró obstinada y tozuda, él empezó a gritar. Ella le había devuelto los gritos y abandonado el salón con un portazo… dejando atrás a un padre que entonces —al igual que antes le había ocurrido a Agnes— también recordó los acontecimientos con su propio padre y se preguntó si alguna vez resultaba posible desprenderse de las cadenas del pasado.

Le pidió a un criado que le quitara las botas estrechas y empapadas y, sorprendido, alzó la vista cuando se percató de que hacía un buen rato que Agnes estaba de pie en el umbral. Sonrió, pero ella no le devolvió el gesto.

—Ven conmigo —dijo la esposa.

Él la siguió descalzo y al caminar se desprendió de las mojadas prendas de lana que apenas lo habían protegido del frío. Agnes remontó la escalera y él procuró no enfadarse a causa de su tono seco. Y se dio cuenta de que había hecho bien cuando Agnes se detuvo en el descansillo y se volvió hacia él. Estaba muy pálida, tenía el rostro desencajado y se echó a llorar en silencio. Él la abrazó y la acunó, presa del temor.

—Dime qué hemos hecho mal —susurró Agnes.

Cyprian la cogió de los hombros y la miró a la cara. Ella se secó las lágrimas y bajó la vista.

—Dímelo —musitó.

—No lo sé —respondió él en tono sombrío.

—Yo tampoco —dijo Agnes, sacudiendo la cabeza con expresión desesperanzada—. Yo tampoco.

—¿Qué ha pasado?

En vez de contestar, ella se volvió, lo tomó de la mano y lo condujo hasta una puerta. Una mano fría le atenazó las entrañas cuando se dio cuenta de que se trataba de la puerta de la alcoba de Alexandra. Cyprian tragó saliva. Agnes abrió y lo arrastró al interior.

Una figura delgada estaba acurrucada en el borde de la cama, con los cabellos sueltos y retorciéndose las manos en el regazo. Cyprian cerró los ojos. El vestido estaba arrugado, pero lo reconoció: era el que le había regalado a Alexandra hacía poco. La joven que lo llevaba alzó la vista, tenía el rostro rojo e hinchado debido al llanto. Era la doncella de Alexandra.

—¡Repítelo! —exigió Agnes. La joven dio un respingo y bajó la cabeza.

—No pueeeedo… —sollozó—. ¡Piedad, señor, piedaaad!

—¿Qué ha pasado? —preguntó Cyprian por segunda vez, y el tono de su propia voz lo asustó. La doncella se sobresaltó y se cubrió la cara con las manos.

—¡Por favoooor, por favoooor…!

Agnes dio dos pasos hacia la cama y agarró a la doncella de los cabellos. Como en un sueño, Cyprian estiró la mano y sujetó a Agnes de la muñeca sin darse cuenta de la presión que ejercía, pero la mujer jadeó y abrió los dedos. La doncella moqueaba y sollozaba. Las miradas de Agnes y Cyprian se encontraron y la cólera que el hombre vio en los ojos de su esposa lo dejó sin aliento. De vez en cuando había visto una cólera similar en otros ojos: los de Theresia Wiegant, la madre de Agnes. A veces ocurría cuando ella lo contemplaba creyendo que nadie lo notaba; las más de las veces era cuando su mirada se posaba en Agnes. Cyprian sintió náuseas y tragó saliva. Después meneó la cabeza lentamente, pero sin perder el contacto visual con su esposa. La cólera en la mirada de su mujer dio paso al miedo y luego a la tristeza, tanta tristeza que a punto estuvo de provocarle a él el llanto. Cyprian le soltó la muñeca, se agachó ante la doncella y le sostuvo las manos hasta que la joven se tranquilizó y pudo mirarlo sin apartar la vista. Él la contempló en silencio, esforzándose por esbozar una sonrisa.

—¡Ella me advirtió que no se lo contara a nadie! —exclamó la doncella, sollozando.

—Anulo esa orden —dijo Cyprian.

—Pero…

—Anulo esa orden —repitió—. En lo que a ti respecta, no podías hacer otra cosa que obedecer. Alexandra es tu ama.

—Debería haber acudido a nosotros en el acto… —siseó Agnes, pero Cyprian le lanzó una mirada.

Percibió que ella comprendía lo que pretendía indicarle. La mirada de Agnes se perdió en el pasado y arrastró la de Cyprian y, una vez más, él se vio remontando la estrecha escalera que daba a la puerta Kärntner, en Viena, en cuyo baluarte Agnes lo estaba esperando; vio a Leona, la doncella de Agnes, al pie de la escalera, fingiendo que no lo veía y que ignoraba que un amante iba a encontrarse con la otra mitad de su alma.

—¡Era una situación muy distinta! —protestó Agnes.

Cyprian negó con la cabeza, pero sin despegar la mirada de ella. Agnes se sorbió los mocos y apretó los dientes para no volver a estallar en llanto.

—Ni siquiera lo hubiese notado —dijo Agnes por fin—. Alexandra le dijo que se pusiera su vestido, se tendiera en la cama de espaldas a la puerta y simulara dormir.

—Y me dormí de verdad —intervino la joven, sollozando—. ¡Perdonadme, señora Khlesl, de verdad me quedé dormida!

—Es a nosotros a quienes deberías pedir perdón —replicó Agnes, pero gran parte de la dureza había desaparecido de su voz, dejando paso al dolor de una madre cuya propia hija había ideado un plan astuto para engañarla—. Estaba roncando. Alexandra no ronca y de pronto supe que quien llevaba el vestido no era nuestra hija. Me acerqué a la cama y… —añadió, extendiendo los brazos.

—¿Cuántas veces? —preguntó Cyprian.

La doncella volvió a llorar. Cyprian aguardó, aunque hubiese preferido salir corriendo de la casa, en cualquier dirección. Cuando la joven vio que no estaba furioso, acabó cediendo.

—Esta es la quinta.

—¿Desde cuándo?

—Desde adviento.

—¿Adónde va?

—No lo sé, señor Khlesl, de verdad que no lo sé.

—¿Con quién se encuentra? —preguntó Agnes.

La doncella apretó los labios con expresión desesperada. Cyprian dirigió otra mirada de soslayo a Agnes, que entre tanto parecía haber recuperado la serenidad y se encogió de hombros.

—No todos son personas tan decentes como eras tú, querido mío —dijo la mujer, esbozando una sonrisa.

—Tu madre me tomaba por cualquier cosa menos eso.

—Sí —admitió ella, y su sonrisa se apagó.

—Es uno de la corte —confesó la doncella en tono resignado—. Se llama Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz.

Agnes volvió a encogerse de hombros, pero después frunció el ceño.

—Creo que una vez Alexandra mencionó ese nombre, me preguntó si yo lo conocía. No pensé nada, ¡creo que ni siquiera le presté atención, maldita sea!

Cyprian reflexionó.

—Sé de un tal Albrecht von Wallenstein… un noble acaudalado de Moravia, ultracatólico y leal al rey Fernando, al menos eso es lo que he oído. El año pasado prestó ayuda al rey Fernando con dinero y tropas cuando el monarca se dejó enredar en la guerra contra Venecia… y fue el único de los vasallos de Fernando que lo hizo. Quizá se trata de un pariente lejano.

Los ojos de Agnes fulguraban.

—Si ese muchachito cree que solo porque su primo posee mucho dinero y el rey le está agradecido…

—Es un aristócrata —soltó la doncella.

—¿Lo conoces?

La joven se ruborizó.

—Lo he visto una vez.

—¿Qué clase de persona es?

—Es bello como un… ángel —dijo ella, avergonzada.

Agnes arqueó las cejas.

—En todo caso, en eso me lleva ventaja —observó Cyprian. Agnes se volvió hacia él, sorprendida, y Cyprian esbozó una sonrisa desganada—. Solo quería adelantarme a tu comentario.

—¿Qué hemos de hacer, Cyprian?

—Nuestra hija se ha enamorado.

—¡Nos ha engañado!

—Una costumbre de la familia, ¿no?

—¡En nuestro caso fue diferente!

—Eso no se vuelve más cierto porque lo repitas.

Agnes apretó los puños y después bajó los hombros.

—No puedo tomármelo tan a la ligera como tú —dijo, contemplándolo—. Tú tampoco lo tomas a la ligera, ¿verdad?

—Claro que no.

—Antes mentías mejor, Cyprian.

—A mí tampoco me gusta que no haya confiado en nosotros —gruñó él—. Pero no estamos en situación de pedirle cuentas, ¿verdad?

Ella siguió contemplándolo; él tuvo que esforzarse por sostenerle la mirada. Por fin ella se apartó y Cyprian sabía que solo la había convencido a medias de la inocuidad de sus ideas.

—¿Señora Khlesl? —dijo la doncella tímidamente—. ¿Pensáis despedirme? —preguntó entre más sollozos.

Cyprian se dio cuenta de lo que pensaba su mujer: recordaba que su madre había echado de casa a su primera y amada nodriza. Agnes se sentó junto a la llorosa joven y le rodeó los hombros con el brazo.

—Quien merece un castigo es el ama, no la criada —dijo en tono malhumorado, y le palmeó la espalda.

Cyprian se enderezó y contempló a su mujer: una vez más se dio cuenta de cuánto la amaba.

—Alexandra ha regresado cuatro veces sana y salva —dijo—. También lo hará una quinta vez. Y esta noche hablaremos con ella.

—Deberíamos buscarle un pretendiente —señaló Agnes con amargura—. Hace demasiado tiempo que permitimos que haga lo que le viene en gana. Wenzel daría su brazo derecho si ella…

—Mientras Andrej no tenga valor suficiente para contarle la verdad, no hay nada que hacer —dijo Cyprian—. Wenzel cree que él y Alexandra son primos y es demasiado decente como para pasar este detalle por alto. Además, nunca le propondré un pretendiente a Alexandra y tú ni siquiera deberías pensar en ello, por más que se trate de un pretendiente maravilloso como Wenzel von Langenfels. Piensa en el sufrimiento que nos causó a ambos el hecho de que tu padre quisiera casarte con Sebastian Wilfing.

—Lo sé —susurró Agnes—. Lo sé. Solo que me preocupo por ella.

—Que ella y ese Heinrich von Wallenstein se encuentren en secreto aún no significa nada malo. Hablaré con el muchacho lo antes posible y así tendremos más datos. Hasta entonces deberemos confiar en la sensatez de Alexandra. ¡Es nuestra hija!

—Pues no debe de haber heredado una gran sensatez —masculló Agnes, pero una sonrisa se deslizó por su rostro.

—Pobrecita —dijo Cyprian con una sonrisa irónica.

—¿Qué piensas hacer ahora?

Él recogió el trapo de lana mojado que había dejado caer en la cama.

—Iré a dar otra vuelta. A lo mejor me topo con una parejita de enamorados.

—¿Hay algo más, Cyprian?

—No. ¿Por qué?

Agnes lo contempló fijamente. Él sonrió y se encogió de hombros, después sus labios formaron un beso.

—Te quiero —dijo.

—Y yo te quiero a ti, Cyprian Khlesl —contestó ella, asintiendo con la cabeza.

Mientras el criado volvía a calzarle las botas, Cyprian pensó que no resultaba fácil engañar a la mujer con la cual convivía desde hacía tantos años. Ella sospechaba que algo le había llamado la atención. «Es bello como un ángel», había dicho la doncella, refiriéndose al hombre de quien Alexandra parecía haberse enamorado. Tal vez la doncella no se hubiera dado cuenta, pero en realidad le parecía que al principio había querido decir: «Es bello como el diablo». Cyprian creía que la mayoría de las personas poseían un instinto más perspicaz que su propio juicio y que les permitía ver cosas que su cerebro jamás percibía. Pateó el suelo con los pies para terminar de calzarse las botas. ¿Acaso durante las últimas semanas no había sentido la necesidad de mirar por encima del hombro porque temía que el diablo anduviera pisándoles los talones a él y a sus seres queridos? ¿Había mirado en la dirección equivocada? ¿Debería haber dirigido la mirada al corazón de su familia para comprender que el diablo ya se había instalado allí? Sintió una punzada que le obligó a apretar los dientes. «¡Son supercherías —se regañó a sí mismo—, eres peor que una vieja lavandera!». Y al mismo tiempo se preguntó si también se debía a su superstición que la última frase de Agnes le hubiese parecido una despedida.

Con una angustia solo rara vez experimentada en su vida abrió la puerta.

Fuera estaba Melchior Khlesl, con la mano alzada para llamar a la puerta. Parecía haber visto al mismísimo diablo.

El guardián de la Biblia del Diablo
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