25

Una figura se escabulló de la casa a través de la entrada lateral y se escurrió callejuela arriba. Era gorda y estaba envuelta en un manto que incluso le hubiese quedado estrecho a una persona menos corpulenta, con una capucha que había que sostener con ambas manos por delante para que no se deslizara hacia atrás a lo largo de la inmensa nuca. El camuflaje de Sebastian Wilfing llamaba la misma atención que un montón de bosta de caballo en un mantel de Damasco.

Dobló por la esquina de la callejuela y soltó un chillido de espanto cuando de pronto se encontró frente a un hombre que también había doblado la esquina. Entonces ambos trataron de esquivarse, pero los dos dieron un paso en la misma dirección, se contemplaron, dieron un paso en la dirección opuesta y volvieron a estar frente a frente. El hombre empezó a sonreír, Sebastian estiró una mano gordezuela y lo apartó.

—¡Eh, maldición!

Sebastian siguió caminando apresuradamente y con la cabeza encogida, de repente asustado ante su propia grosería. No acostumbraba a mostrarse grosero con alguien más alto y más fuerte que él; atisbó por encima del hombro pero por suerte el hombre había desaparecido.

—Estoy aquí —dijo una voz desde un portal.

Sebastian se volvió. El hombre del portal lo agarró y lo arrastró. Llevaba zapatos sin tacón, bombachos y una chaqueta de criado con los colores de la casa Lobkowicz, como el criado que Heinrich solía usar como mensajero. Pero no era el criado.

—¿Quién sois? —chilló Sebastian—. Lleváis el atuendo de… eh… mi… eh… pero no sois él.

—Consideré que se trataba de un recado del que debía encargarse el amo, no el criado —dijo Heinrich con una sonrisa malévola.

—Se lo he dicho —balbuceó Sebastian—. Exactamente como vos queríais.

—Sabía que podía confiar en vos.

—¿Y ahora qué pasa con el decreto?

—Desde luego —dijo Heinrich, y le entregó un documento enrollado del que colgaba el sello.

Sebastian lo desenrolló y le echó un vistazo.

—Aquí pone que los impuestos ascenderán a un cuarenta por ciento.

—En efecto —dijo Heinrich, y no se molestó en ocultar las manchas de tinta de sus dedos.

Había redactado el documento a toda prisa después de que Alexandra abandonara el palacio Lobkowicz. La firma del canciller imperial era asombrosamente fácil de imitar.

—Acordamos un veinticinco por ciento. Veinticinco por ciento por la decisión de antemano del canciller imperial de que yo heredaré la empresa de Cyprian Khlesl y que yo seré el único que decida qué ocurrirá con ella.

—La guerra está ante las puertas. Así que los precios aumentan.

Heinrich sabía que desde un principio podría haber esgrimido la suma del cuarenta por ciento y que el comerciante hubiera aceptado. Pero observar cómo se retorcía le hacía gracia. Heinrich hubiese dado cualquier cosa por ver la cara de tonto del gordo cuando este intentara legitimar su exigencia tras la cesión de la herencia mediante el decreto sin valor. ¿Por qué habría de dejarle a ese necio vienés la fortuna de la cual podía apoderarse gracias a Alexandra? Pensó en Alexandra y después en que le entregaría el dinero a Diana por encima del cuerpo martirizado de la joven. La fantasía resultaba menos excitante de lo que se había imaginado.

—No comprendo por qué el canciller imperial le da tanta importancia a este asunto.

—Alegraos de que dedique tanta cortesía a un extranjero como vos.

—Soy un buen comerciante. Proporciono comercio y negocios a Praga.

—Bastará con que os encarguéis de que cierta persona abandone Praga.

—¡Esa mocosa! —dijo Sebastian—. Hace tiempo que deberían haberla casado. Con alguien que responda a su impertinencia con la vara hasta que suplique clemencia de rodillas.

—Bien —dijo Heinrich—. Tendré en cuenta vuestra sugerencia.

El guardián de la Biblia del Diablo
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