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El cardenal Melchior siempre había creído que un día su sobrino Cyprian se convertiría en su heredero, pero entonces parecía que él, el anciano, tendría que hacerse cargo del deber de Cyprian y ocuparse de su familia. Soltó un bufido: la familia de su hermano, el hacía mucho tiempo difunto panadero de Viena, no le preocupaba. El emperador Matías era demasiado débil o demasiado caprichoso para protegerlo a él, su ministro, pero el emperador estaba en Viena, al igual que esa rama de la familia Khlesl que los había considerado —tanto a él como a Cyprian— como las ovejas negras. El rey Fernando no se atrevería a perjudicar a los Khlesl vieneses. Por otra parte, era de suponer que estaba demasiado atareado provocando un incendio que arrasaría con el hasta el momento Sacro Imperio Romano Germánico. La situación en Praga era diferente.
El cardenal oteó a través del hueco de la ventana. Allí, en el Tirol, los valles más elevados de las montañas aún estaban cubiertos de nieve y bajo el azul metálico del cielo primaveral el blanco era deslumbrante. Melchior Khlesl nunca se había encontrado a gusto en medio de la naturaleza. Las montañas que le resultaban estimulantes eran las de los documentos apilados en su escritorio. Quizá no fuera el propósito del rey Fernando, pero de hecho la detención en el castillo de Ambras en medio del majestuoso paisaje montañoso en torno a Innsbruck casi equivalía a un castigo más duro. Melchior inspiró el aire frío, nevado e inclemente e hizo una mueca de disgusto.
No estaba encerrado en una mazmorra, precisamente. Los aposentos de los que disponía no eran menos confortables que los de su palacio obispal de Viena o de la casa en la que había residido en Praga. Pero los guardias apostados ante las puertas de sus habitaciones tenían órdenes de cerrar el pestillo y le habían impuesto la obligación de pedir permiso si deseaba abandonar sus aposentos. No obstante, dicha humillación le resultaba indiferente al cardenal Melchior: ya en Viena o en Praga había satisfecho la necesidad de tomar aire fresco dando un paseo en carruaje a lo largo de los prados y las nansas de las orillas del Danubio o con un breve trayecto por las colinas que rodeaban Praga. Y en efecto: después de muchos días en los que su prisionero no manifestó ningún deseo de dar un paseo, el administrador del castillo de Ambras se presentó en sus aposentos y el cardenal se disculpó por haber asumido que debía pedir la libertad que le correspondía a un hombre de Estado en el exilio (resultó imposible conseguir que el administrador pronunciara la palabra «prisionero») y entonces este preguntó si Su Eminencia no tenía inconveniente que él, el administrador, le preguntara humildemente a Su Eminencia si estaría dispuesto a acompañarlo cuando él, el administrador, cumpliera con su visita semanal a las propiedades del castillo. El hombre sudaba visiblemente. El cardenal Melchior se mostró condescendiente y aceptó la invitación, y por su parte le rogó al administrador que jugara una partida de ajedrez con él. A partir de entonces, Melchior perdía alguna que otra partida (no sin un esfuerzo considerable), algo que cada vez provocaba una sudoración aún mayor en el administrador. Melchior no lo envidiaba. El favor y el disfavor cambiaban en los círculos en los que solía moverse un cardenal y un ministro con mayor velocidad que el tiempo tirolés y siempre volvía a suceder que el indulto y la reinstauración en las anteriores categorías de un funcionario del imperio encarcelado ya estaban en camino mientras el carcelero todavía se devanaba los sesos pensando en las humillaciones a las que podría someter al prisionero. No todos los funcionarios que habían recuperado su estatus eran tan poco vengativos como el cardenal Melchior y el administrador del castillo de Ambras no tenía la menor intención de confiar en la bondad de su prisionero.
En ese sentido, la vida del cardenal en su obligado exilio tirolés no se diferenciaba demasiado de su vida anterior, aparte de que no tenía nada que hacer, que no podía recibir correspondencia, que estaba preocupado por la familia de Cyprian y que el dolor por la muerte de su sobrino se había convertido en un compañero constante.
Los pestillos de la puerta se corrieron y Melchior se apartó de la ventana. El administrador del castillo le había ordenado a su propio lacayo que se ocupara del prisionero. Quizás en compensación porque dos soldados siempre se apostaban en la habitación cuando le servían la comida al cardenal, cuando jugaba una partida de ajedrez o cuando no estaba a solas. Los soldados pertenecían al regimiento del coronel Dampierre y se esforzaban por imitar los pésimos modales de su coronel.
—Traigo la comida, Eminencia —dijo el lacayo con una sonrisa.
Tenía el aspecto de haber pasado los primeros sesenta años de su vida en la punta de una montaña y de haber pasado otros sesenta años más al servicio del administrador del castillo. Era imposible calcular su edad, pero resultaba fácil imaginar que ya se encontraba en el mundo cuando nació Jesucristo. Aunque pasaba casi todo el tiempo en el interior del castillo su tez era de un profundo tono moreno, tenía el cabello y las cejas desteñidas y las grandes manos agrietadas y nervudas como las de un montañés. Hablaba en el tono gutural del pueblo tirolés: era como si tras los dientes revelados por su eterna sonrisa tuviese piedras en la boca. Él y el cardenal se convirtieron en cómplices a partir del día en el que se encontraron por primera vez.
El lacayo sostenía una bandeja con ambas manos. Un paño cubría el plato y el jarro apoyados en la bandeja. Dos soldados entraron junto con él.
—¡Eh! —dijo uno de ellos, cuyo rostro le resultó desconocido al cardenal Melchior.
El lacayo se volvió hacia el soldado y alzó las cejas. Era una comedia que siempre se repetía cuando un nuevo soldado recibía la orden de vigilar al cardenal. El rey Fernando hacía cambiar a todo el personal de vigilancia todos los meses y en el ínterin se rotaban otros soldados. Aparte de que la medida de precaución demostraba el gran temor que su prisionero le infundía al rey, algo que divertía al cardenal Melchior, le parecía que él era el único que entre tanto empezaba a cansarse de la comedia.
—Mostrar —dijo el soldado.
El lacayo se encogió de hombros.
Cuando el soldado quitó el paño del plato surgió el aroma del pollo asado; el soldado retiró el pequeño soporte de plata en el que se apoyaba el paño, después —con la mano libre, de dedos sucios de aceite y mugre— cogió el pollo, lo volvió, examinó el orificio posterior y por fin volvió a dejarlo caer en el plato, después agitó la mano y se lamió los dedos sin despegar la vista de los ojos del lacayo. Entonces se volvió y le lanzó una sonrisa fría al cardenal, pero el gesto perdió efecto porque una vez más se vio obligado a agitar los dedos.
—Está caliente, ¿verdad? —preguntó el lacayo.
El soldado arrojó el soporte y el paño en la bandeja, quitó el trapo que cubría el jarro y lo examinó.
—Moscatel para el señor, ¿eh? —gruñó, introdujo un dedo en el líquido, lo revolvió, alzó el jarro y bebió un largo trago con aire provocador.
—Sí, del bebedero de los caballos —dijo el lacayo.
El soldado le dirigió una mirada llena de odio y por fin asintió con la cabeza.
—Date prisa, pedazo de mierda.
—Por supuesto —dijo el lacayo, quien depositó la bandeja en la mesa, volvió a cubrir el plato y el jarro con sendos paños, luego los retiró con ademán ceremonioso y dijo—: Champagne, Eminencia —como si fuese la mayor revelación de todos los tiempos.
—Gracias —dijo el cardenal Melchior, y tomó asiento.
—¿Permitís que regrese un poco más tarde, Eminencia? —preguntó el lacayo—. El señor tiene otro encargo para mí, ¿no?
—Desde luego —contestó el cardenal.
El lacayo hizo una reverencia y abandonó la habitación. Los dos soldados intercambiaron una mirada vacilante, después salieron, cerraron la puerta y corrieron el pestillo ruidosamente. Melchior retiró el plato y el jarro de la bandeja y la levantó. En la mesa reposaba una hoja de papel meticulosamente alisada y cubierta de escritura. De momento, a los soldados nunca se les había ocurrido quitarle la bandeja al lacayo y examinar la cara inferior, aunque por lo demás no tenían inconveniente en partir la bollería y buscar mensajes secretos en su interior. Melchior admiró la destreza de los dedos largos y gordos del montañés con los que el lacayo pegaba los mensajes secretos bajo la bandeja de modo que no asomara ni una puntita y apoyaba la bandeja en la mesa sin que el papel se desplazara.
Después Melchior cogió el borde del jarro con la punta de los dedos y extrajo la pieza de cobre insertada, que solo ocupaba la mitad del jarro. Por debajo se ocultaban utensilios para escribir y un trocito de tinta seca, el resultado de un largo proceso de decocción de corteza de endrino, espesante y restos de la decocción que, sumergido en vino o en agua, se convertía en tinta. Los copistas de los conventos y los escribientes de las agencias lo denominaban piedra de entintar de un modo bastante impreciso, aunque la verdadera piedra de entintar era una suerte de esquisto empleado en la lejana China.
El agua albergada en el recipiente bastaba para volver a utilizarla para escribir y a ninguno de los soldados se le había ocurrido que los jarros de arcilla pudieran contener algo más que una pieza metálica.
Cuando el jarro contenía agua en vez de vino era señal de que había llegado correspondencia secreta para el cardenal; en dichos casos, el lacayo solía aducir otro encargo para que los soldados dejaran solo al cardenal y así proporcionarle la oportunidad de leer el mensaje y contestarlo. Los guardias tenían órdenes de vigilar al cardenal cuando recibía visitas y uno podía contar con que no permanecerían en la misma habitación por propia voluntad cuando él disfrutaba de su por otra parte excelente comida y sus propios y hambrientos estómagos solo recibían un trozo de pan y una papilla.
El cardenal comió unos bocados de pollo haciendo caso omiso de que las mugrientas manos del soldado lo hubiesen tocado. Después bebió agua —que no provenía del bebedero de caballos, desde luego— sin dejarse molestar por el delicado aroma a dedos del soldado. Había cosas peores. Su corazón ya había empezado a palpitar más aprisa, pues la escritura en el papel era la de Wenzel von Langenfels y las noticias procedentes directamente de él casi nunca anunciaban nada bueno.