29

Jadeando, llegó a su casa de la callejuela del Oro. Reinaba el alboroto en torno a toda la fortaleza y tuvo que abrirse paso a través del torrente humano empecinado en alcanzar el lugar en el cual la Virgen María había evitado personalmente que tres buenos católicos hallaran la muerte. Wenzel estaba seguro de que ya había empezado a forjarse la leyenda y que la posteridad no se enteraría de los gritos desesperados de Slavata ni del pataleo inútil de Martinitz y confió en que el auténtico valor de Philipp no quedara olvidado bajo la indudable fanfarronería de ambos procuradores.

Abrió la puerta intempestivamente y entró; la mera idea de tener que volver a explicarlo todo lo dejó sin aliento.

—¿Cómo se llama el hombre que acompaña a Alexandra y a tu anciana doncella?

No era el momento indicado para andarse con formalidades.

Agnes le dedicó una mirada de sorpresa, pero todo avanzaba con demasiada lentitud para él.

—¿Se llama Wallenstein? —gritó—. ¿Ese era su nombre?

—Sí —contestó Agnes—. Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz. Al menos eso supongo. Ella mencionó ese nombre un par de veces y yo nunca encontré el momento de…

—¡Dios mío! —exclamó Wenzel, y se apoyó contra el marco de la puerta—. ¿Lo llama Henyk?

—No lo sé.

—¿Qué sucede? —preguntó Andrej.

Wenzel depositó el cebador en la mesa. El temblor de sus manos era tan intenso que el cebador cayó y rodó por encima de la mesa. Andrej lo recogió y lo examinó entornando los ojos.

—Wilhelm Slavata dijo que el blasón que aparece en el cebador es el de la casa Wallenstein.

Andrej se encogió de hombros.

—¿Acaso no reconoces esa cosa?

—Es un cebador de pólvora de una bandolera. Todos cuantos poseen un arma de fuego tienen uno de esos cebadores.

—¿Cuándo fue la última vez que viste algo así?

—Lo llevaba uno de los soldados que ayer no nos dejaron entrar en la empresa. ¿Por qué no nos explicas de una vez qué…?

Wenzel se obligó a tomar aire.

—Ese cebador fue abandonado en una aldea de campesinos en la que un grupo de personas se instaló durante un par de días. Lleva el blasón de Heinrich Wallenstein-Dobrowitz. Los hombres mataron a dos campesinos a tiros.

Agnes se puso pálida.

—¿Quieres decir que Alexandra… con esos hombres…?

—Siéntate —dijo Andrej, pero él también se había puesto pálido—. Siéntate y reflexiona antes de hablar.

—¡No tengo tiempo de reflexionar! —exclamó Wenzel—. Padre, ¿es posible que hayas visto la bandolera de la que proviene este cebador de pólvora aquel día en el que fue asesinado tío Cyprian?

Andrej lo miró fijamente.

—Las cosas son así —dijo Wenzel en tono desesperado—. Una delegación de una aldea de campesinos se quejó de que hacía unas cuantas semanas unos hombres se instalaron en su aldea y aterrorizaron a los campesinos. Los hombres llevaban un pesado arcón de hierro consigo y también un herido. Así que habían participado en una lucha. El conde Martinitz cree que el arcón es una caja de caudales de un regimiento, pero yo inmediatamente…

—… recordé el arcón que el cardenal escondió en la vieja ruina —dijo Andrej, con la mirada perdida—. El arcón en el cual la Biblia del Diablo estaba escondida en Braunau era de hierro.

—¿Quieres decir que Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz estaba presente durante el ataque a Cyprian y Andrej? —gritó Agnes.

—Maldición —susurró Andrej. Era como si la escena volviera a desarrollarse ante sus ojos y su rostro se crispó—. Todos los atacantes llevaban ropas sencillas, solo su jefe iba vestido como un noble. Era joven. Estaba armado como dos oficiales a la vez. Llevaba una bandolera… ¡por supuesto…!

—Pero ¿cómo eso…? —dijo Agnes.

Andrej le cogió la mano.

—¡Agnes! —dijo—. Si ese hombre realmente era Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz, entonces Alexandra…

—… viaja en compañía del asesino de su padre —dijo Wenzel completando la frase—. Cuando lo comprendí, eché a correr hacia aquí.

—¡Hemos de seguirlos de inmediato! —gritó Agnes, y se puso de pie.

—¿Qué quiere de Alexandra? —preguntó Andrej.

—¡Dios mío, no lo sé… yo…! ¿Acaso se trata de la Biblia del Diablo? ¿Se llevó a Alexandra porque quiere convertirla en una víctima…? —Agnes se desplomó en la silla y volvió a tratar de ponerse en pie en el acto. Gotas de sudor le cubrían el labio superior—. ¿Por qué esa cosa vuelve a tender las garras hacia nosotros? Maldigo la…

—¿Los campesinos dijeron cuántos hombres eran?

—No —dijo Wenzel—. Supongo que más de media docena, si fueron capaces de intimidar a toda una aldea.

—Nosotros logramos acabar con un par de esos bellacos que nos atacaron —dijo Andrej—. No conté cuántos escaparon, pero la cifra debe de ser la correcta.

—Los campesinos dijeron que uno de ellos estaba herido.

—Le disparé al jefe, Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz… si es que realmente era él.

Agnes se agarró a la mesa con las dos manos. Respiraba agitadamente.

—¡Claro que era él! —siseó, y le quitó el cebador de pólvora a su hermano—. ¡Vamos, mira el blasón!

Andrej meneó la cabeza.

—Solo le hice un rasguño. La distancia no era grande. Si le hubiera dado correctamente lo habría derribado de la silla de montar.

—Pero si da absolutamente lo mismo…

—No —dijo Andrej en tono obstinado—. En cierta ocasión viajé en compañía de un viejo soldado durante un par de días. Él me enseñó a prestar atención a cosas semejantes. Nosotros acabamos con un puñado de atacantes. Ninguno permaneció en la silla y ninguno sobrevivió. Cuando se alejaban a caballo el único que parecía haber sufrido una herida era el jefe, y apenas era un rasguño.

—Quizás uno de ellos cayó del caballo y se rompió un hueso —dijo Agnes y abrió la puerta con gesto violento—. Podrás imaginar lo poco que eso me importa, ¿no? Debo ejercer un control férreo para no desear su muerte a voz en cuello, sea quién sea ese canalla. ¿Qué estáis esperando?

—¿Adónde quieres ir?

—Hemos de buscar ayuda. Si en la corte están al corriente del asunto, tomarán medidas. Quiero estar presente. Se trata de mi hija —dijo, y salió a la callejuela—. ¿Qué ocurre aquí?

Para Wenzel era como si los acontecimientos de los cuales había sido testigo hacía unos minutos hubiesen ocurrido semanas antes, incluso más que el ataque sufrido por su padre y su tío.

—Nadie de la corte te prestará ayuda —dijo—. Esos tienen sus propios problemas.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Hoy los representantes de los estamentos protestantes atacaron a los procuradores del rey y los defenestraron. Estamos en guerra.

El guardián de la Biblia del Diablo
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