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—Esto… —berreó Sebastian, sosteniendo un arrugado puñado de papeles— esto…

—¿Qué haces en mi habitación? —preguntó Agnes.

Se había apoyado en los codos y no sabía si enfadarse por la brusca interrupción de sus pensamientos y por la irrupción de Sebastian en su alcoba, o asustarse por su cólera evidente o reírse de su patetismo, pero mientras aún reflexionaba venció el enfado.

—Sal de aquí inmediatamente. No se te ha perdido nada en nuestra alcoba. ¡En mi alcoba!

—¿Sabías esto? —soltó Sebastian, jadeando—. ¡Claro que lo sabías!

—¡Lárgate!

—Desde el año pasado todo el negocio de Moravia se ha derrumbado. Los ingresos de la empresa se redujeron en un diez por ciento. ¡Y ahora encuentro esto! —gritó, arrugando los papeles todavía más.

—De acuerdo —dijo Agnes—. Llamaré pidiendo ayuda.

—Un mensaje de Vilém Vlach, quien hasta el año pasado fue el socio más importante de la empresa. En el mensaje pone… Pero de todos modos tú ya lo sabes, ¡tú y ese inútil de tu hermano! —chilló—. ¡Y Cyprian ocultó todo el asunto! ¡Eso es una estafa! ¡Sobre todo una estafa a la corona! Los ingresos aduaneros producto de la importación y la exportación entre Bohemia y Moravia pertenecen al rey. ¡Y vosotros lo habéis estafado! Porque tu hermano se negó a hacerle un favor absolutamente normal a un antiguo socio. ¡Esa no es manera de dirigir una empresa!

Agnes empezó a incorporarse y Sebastian retrocedió un paso, pero entonces algo brilló en sus ojos y le pegó un empellón, tumbándola en la cama. La ira la invadió y se puso de pie con tanta rapidez que chocó contra Sebastian; era más alto y más pesado que ella pero tropezó hacia atrás. Ella lo abofeteó, primero en la mejilla derecha y después en la izquierda y los anillos que llevaba le rasguñaron el rostro. Un hilillo de sangre brotó de un arañazo y se derramó por su barbilla.

—¡Vuelve a tocarme! —siseó ella y dio un paso adelante. Él agachó la cabeza instintivamente y ella volvió a alzar la mano—. ¡Fuera de aquí!

—Yo… —chilló, tanteando el arañazo—. Me has…

—¡Fuera de aquí! —susurró Agnes—. Quita tu gordo trasero de esta habitación y de esta casa. Si mañana aún estás aquí, me dirigiré al procurador y presentaré una queja.

—No te atreverás… —dijo él, con labios trémulos.

—Puedes contar con ello.

—¿Que presentarás una queja, dices? ¿Cómo qué? ¿Bajo el nombre de Khlesl? ¿Para que el rey finalmente obtenga la excusa necesaria para dirigir su enfado contra la empresa? ¿Acaso mañana quieres encontrarte en la calle con tus mocosos, mendigando?

—Lo prefiero, antes que verme obligada a contemplar tu cara un solo día más.

—¡Eres una zorra! —espetó Sebastian—. ¡Una miserable fulana! ¡Tú y Cyprian sois escoria y espero que él haya muerto chillando como una mujer!

—¿Chillando como tú deambulas por la vida?

Él dejó caer el puñado de papeles y apretó los puños.

—Te haré… te haré… —chilló, y sus ojos se desorbitaron en su cara gorda y grasienta como los de un ahorcado. Su voz era tan aguda que resultaba dolorosa en los oídos.

—¿Acaso no te oyes a ti mismo? —dijo Agnes, e imitó su berrido de cerdo.

Un instante después él se abalanzó sobre ella. Las cosas parecían suceder en orden inverso. Ella notó que la arrojaba sobre la cama pese a que hacía un momento aún estaba a dos pasos de ella. Se quedó sin aliento, un dolor sordo estalló en su cuerpo y solo entonces recordó que él le había pegado un puñetazo en el estómago. Encogió las piernas pero él las tiró hacia abajo y su peso la aplastó contra el colchón. Notó que él tironeaba de su falda con manos frenéticas y trató de apartarlo. Presionó las rodillas y procuró gritar, pero no lograba tomar aliento. Sebastian introdujo la mano entre sus muslos y la deslizó hacia arriba; entonces, junto con el dolor surgió el espanto cuando ella comprendió lo que él se proponía. Trató de agarrarse a algo pero era como si una roca la aplastara. Logró asir la cortina de la cama, pero esta no resistió y cayó sobre ambos en medio de una nube de polvo. Sebastian tosió. Su cara se inclinaba sobre la suya, jadeaba y su saliva le salpicó el rostro.

—¡Puta! —gimoteó, y su mano se agitaba entre los muslos de ella como un pez tibio y húmedo—. ¡Furcia! ¡Rame…!

Agnes lanzó la cabeza hacia delante y le golpeó la nariz con la frente, y él soltó un aullido. Durante un momento la presión de su cuerpo se redujo, ella giró la cadera y cruzó las piernas. Él soltó otro aullido y retiró bruscamente la mano de entre los muslos de ella antes de que le rompiera la muñeca. Después la aplastó una vez más con el cuerpo y ella expulsó el escaso aire que había logrado inspirar. La sangre manaba de su nariz y goteaba sobre el rostro de ella. Agnes se estremeció de asco. Él gargajeó y después presionó su boca contra la de ella, manchándola de sangre.

Agnes abrió la boca para morderlo, pero él se le adelantó. De pronto la cogió del cabello y le tiró la cabeza hacia atrás; el dolor la aturdió y las lágrimas brotaron de sus ojos. Jadeó y al notar que la sangre de él le llenaba la boca, sintió como si se ahogara.

Él volvió a tenderse sobre ella y tiró de su corpiño con la otra mano, pero la tela no se desgarró. Debido al pataleo, la falda se había deslizado hacia arriba y él bajó la mano. Agnes casi sucumbió al espanto al notar la mano de él en su entrepierna y un dolor salvaje cuando sus dedos se clavaron en el vello del pubis y la delicada carne. Agnes agitaba las manos, presa de la desesperación. El asco y la vergüenza la invadieron, junto con un ardor cuando los dedos de él se introdujeron en su cuerpo. Logró manotear uno de los cordeles que adornaban el cortinado de la cama, pero tardó un momento en comprenderlo debido al pánico que la atenazaba.

—Eres mía… —gimió Sebastian, y hundió los dedos aún más.

Ella quiso gritar, pero no lograba tomar aire. Notó cómo los labios de él le chupaban el cuello y quiso arrancarle la cabeza tirándole del pelo.

—Eres…

Ella enrolló el cordel en torno al cuello de él, alzó la otra mano y tiró del otro extremo del cordel. Tiró de ambos extremos con todas sus fuerzas y Sebastian se incorporó violentamente.

Su rostro se convirtió en una horrenda máscara manchada de sangre y saliva y retiró la mano de su entrepierna. Procuró introducir los dedos entre el cordel y su cuello, pero Agnes ya había tensado demasiado el cordel. Los ojos de Sebastian se desorbitaron de espanto, se arrojó al otro lado y le soltó los cabellos. Ella se retorció y él cayó a un lado. El peso de él la arrastró y de repente estaba sentada encima de él a horcajadas. Sebastian trató de golpearla, pero ella esquivó los golpes sin dejar de tirar de los extremos del cordel. La lengua de él se asomó entre sus labios agitándose como la de una serpiente y corcoveó, pero ella permaneció sentada sobre su gordo cuerpo como un jinete osmanlí.

«Muere —pensó con absoluta claridad—, quiero verte morir. Quiero matarte con mis propias manos».

De pronto unos brazos la rodearon, la alzaron y la arrancaron del cuerpo de Sebastian. Ella se resistió y agitó los brazos, pero fuera quien fuese que la había agarrado no la soltó y la arrastró alejándola de la cama pese a que ella procuró aferrarse a uno de los postes. No tenía miedo, solo sentía una ira que casi le reventaba el corazón. Sebastian gargajeó y procuró recuperar el aliento. Agnes notó que la ponían de pie y la obligaban a volverse. Alzó las garras para arrancarle los ojos pero le sujetaron las manos. Trató de propinarle un rodillazo pero solo golpeó contra un muslo protector.

Alguien con la voz de Andrej dijo:

—¡Ay, maldita sea!

Su vista se aclaró. En la cama a sus espaldas Sebastian todavía gargajeaba y resollaba. Ella vio el rostro enrojecido de Andrej justo delante del suyo, semioculto por sus revueltos cabellos. Respiraba aceleradamente. Un instante después el reconocimiento de que se trataba de su hermano se ahogó en una nueva oleada de furia y vergüenza y trató de arañarle la cara. Él a duras penas logró impedirlo.

—¡Agnes! —gritó y la zarandeó—. ¡Soy yo!

Ella oyó su voz como a través de un largo túnel. Lo que parecía oír directamente en los oídos eran los jadeos de Sebastian Wilfing y su cólera se mezcló con la decepción de que él siguiera con vida.

—¡Agnes!

Más allá ella vio otros rostros: los de la servidumbre y los de los contables de la agencia.

—¡Vuelve en ti, Agnes!

—¡Dios mío, señor Von Langenfels, está herida! Toda esa sangre…

—¡Es su sangre! —Agnes se oyó graznar a sí misma, y un general que contemplaba el campo de batalla sembrado de enemigos muertos no podría haber hablado en tono más triunfal.

Notó que estaba de pie, sus rodillas amenazaron con ceder, pero logró enderezarse y a un lado de Andrej reconoció los rasgos pálidos de Adam Augustyn, el jefe de los contables.

—No caeré —dijo.

Se desprendió de Andrej y tropezó hacia un lado. Augustyn se dispuso a sostenerla. Ella se irritó, pero entonces bajó la vista y se contempló. El corpiño se había desprendido y casi revelaba sus pechos, la falda estaba desgarrada y la enagua tan hecha jirones que colgaba en torno a sus tobillos. Augustyn procuró interponerse entre ella y las miradas de los demás al tiempo que hacía un intento desesperado para no contemplarla. Ella deslizó el corpiño hacia arriba, irguió la cabeza y se enderezó. Al ver que su gesto iluminaba el rostro del contable se sorprendió, pues no sospechó que era el gesto de una reina.

—Decidles que se marchen —dijo.

La orden era innecesaria: Agnes oyó el susurro de las ropas y las toses de los espectadores que se retiraban. Entonces se volvió con lentitud. Sebastian Wilfing trataba de levantarse de la cama con débiles movimientos de los brazos y las piernas. Un último resto de rabia abrasadora la impulsó a abalanzarse sobre él una vez más, pero sus piernas no le obedecieron y se percató de la repentina debilidad que empezaba a invadirla. «Debo permanecer de pie —pensó—. Si me desmayo será como si él hubiera vencido».

—Pedazo de puta miserable y asquerosa… —soltó Sebastian, gimiendo, y trató de quitarse de encima la manta y la cortina.

Andrej avanzó dos pasos, lo arrastró de los brazos y lo puso de pie. Sebastian alzó las manos: el cordel aún le rodeaba el cuello, pero más flojo. Llevaba las marcas del cordel grabadas en el cuello.

—Te acompañaré abajo —dijo Andrej. Lo obligó a volverse y le retorció un brazo en la espalda. Sebastian gritó y se inclinó hacia delante, Andrej lo cogía del cabello con la otra mano. Sebastian soltó un quejido. La voz de Andrej era casi serena, pero tenía el rostro rojo.

»¡En marcha!

Arrastró a Sebastian al pasillo y escaleras abajo. El gordo berreaba como un cerdo. La servidumbre y los empleados de la agencia se habían reunido en las escaleras y les abrieron paso. Agnes constató que había seguido a ambos hombres; el jefe de los contables revoloteaba en torno a ella como una gallina clueca. A cada paso un dolor abrasador le invadía la entrepierna, pero no permitió que se notara. Atravesaron la agencia y salieron a la callejuela. Un par de transeúntes se detuvieron, sorprendidos.

Andrej soltó los cabellos de Sebastian, lo agarró del brazo, lo hizo girar y después le pegó un puñetazo en el pecho. Sebastian cayó de culo y sus dientes entrechocaron. Andrej tomó aire.

—¡Auxilio! —chilló Sebastian, señalando a Andrej y a Agnes—. ¡Auxilio! Me han atacado. ¡He descubierto una estafa cometida contra la corona de Bohemia y estos dos me han atacado!

Sebastian no dirigía la mirada en la dirección que indicaba su dedo acusador, sino a un pequeño grupo de guardias que se había acercado a la entrada. En medio del grupo había un hombre que Agnes solo había visto una vez, pero al que reconoció en el acto: era Vilém Vlach, el antiguo socio de Moravia que se había convertido en su enemigo. La interpretación que los guardias habían hecho de la escena era evidente: Sebastian, sentado en el suelo, sangrando, despeinado y cubierto de arañazos; Andrej inclinado por encima de él con los puños apretados.

Los guardias dirigieron la punta de las lanzas contra Andrej.

—Estáis detenido —dijo el jefe.

El guardián de la Biblia del Diablo
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