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Sus rasgos, el óvalo del rostro, el cutis, el arco de las cejas, los párpados, la nariz, los labios… era la viva imagen de la belleza. Algo la había mantenido joven, había impedido que tuviese el aspecto de una mujer de medio siglo de edad, había conservado su lozanía… y también la desagradable mancha que cubría el lado izquierdo de su cara. Heinrich recordó las sombras que había creído ver debajo del maquillaje. En ese momento ella se presentaba ante él sin máscara.

Era un triángulo invertido de un intenso color rojo que se extendía desde la nariz y por encima de la curva perfecta de la mejilla hasta el mentón. El color no era regular; había zonas más claras, grietas, y las estribaciones de la mancha en la frente eran como si un hilillo de sangre se hubiese derramado entre las cejas y las sienes. Su mejilla se agitó y la mancha se deformó y volvió a adoptar la figura que antes lo había dejado sin aliento: el rostro lobuno, deformado y de sonrisa maligna del diablo.

Heinrich la miró fijamente, y su cabeza era un único remolino en el que flotaba una pregunta: si todas las ocasiones en las que en Praga la había visto sin maquillaje solo habían sido sueños.

—Sois Kassandra von Pernstein —declaró Alexandra de pronto—. La muchacha que según vos estaba muerta. Sois la muchacha en cuya habitación dormí, la muchacha que convirtió su entorno en un infierno sutil en el que todos los demás debían sentirse inseguros y completamente perdidos. Sois la hermana melliza de Polyxena, su viva imagen, excepto por la mancha del diablo en vuestro rostro. Hay muchas personas con semejante mancha, pero vos sois la única en la que esta hace que parezcáis el retrato del diablo. Sois la niña de los cuadros que tiene la mitad izquierda de la cara despedazada. Eso es obra vuestra. Polyxena fue la modelo para la estatua de Artemisa, pero vos deformasteis su rostro porque siempre considerasteis que la diosa de la caza era vuestro símbolo y no el de vuestra hermana. Ella es vuestra fachada en Praga, es vuestra herramienta. No obstante, vuestro mayor deseo es ser como ella. Incluso vivís en su antigua habitación y hace años que no pisáis la vuestra.

Heinrich jamás había visto a Diana perdiendo el control y entonces, presa del espanto, vio que estaba ocurriendo. La mancha diabólica de su rostro se crispó y se deformó.

—¡Cierra el pico, estúpida! —siseó.

Alexandra no se dejó intimidar.

—Apuesto a que ni siquiera el canciller imperial sabe que vos existís. ¿Qué le hicisteis a vuestra hermana para convertirla en vuestra herramienta carente de voluntad propia?

De repente Heinrich tuvo una visión estremecedora. Era un recuerdo. Se veía a sí mismo, un niño de ocho años de pie junto al pozo de la fuente de la aldea que a veces se secaba en verano, asomado al pozo. Parecía interminable. Los demás niños le habían dejado el sitio: él era el hijo del señor feudal. Todos se preguntaban si alguien que cayera al pozo sobreviviría. Heinrich apostó que no, pero unas voces cautelosas se opusieron. Heinrich miró en torno; uno de los niños era el hijo del maestro. En primavera había encontrado un pichón con un ala rota al que recogió y alimentó. El ave nunca había aprendido a utilizar el ala tullida, pero solía saltar detrás de su salvador, piando, y de noche dormía posado en un delgado palo de madera junto a la cama del niño. El hijo del maestro sostenía el pájaro en la mano y lo acariciaba con la otra. Heinrich agarró el montoncito de plumas antes de que alguien pudiera reaccionar y recordó que dijo: «¡Enseguida lo sabremos!». Oscura y desgarrada, su voz resonó en sus oídos a través de los años, como si surgiera del pozo. Vio el rostro horrorizado del hijo del maestro y sintió el latido acelerado del pequeño corazón del ave contra la palma de la mano. Recordó que el frenético piar se volvió cada vez más áspero a medida que caía al pozo y creyó notar las garras calientes y el redoble de tambor del pequeño corazón. Recordó los jadeos sorprendidos de los otros niños y el murmullo del primero: «¡Qué locura!» o «¡Mierda!», y de haber clavado la vista en el hijo del maestro para preguntarle: «¿Qué opinas, cabeza de chorlito? ¿Está muerto?». Y que el niño le había devuelto la mirada con los ojos llenos de lágrimas y que su rostro expresaba el temor de ser el siguiente en ser arrojado al pozo y que por fin el niño balbuceó: «Creo que está muerto». Del pozo había surgido el piar del pequeño pájaro pidiendo auxilio a su salvador por segunda vez. Las aves eran livianas y caían lentamente, pero morían con rapidez. Al día siguiente el piar ya no se oía.

Años después, el hijo del maestro había llevado una vieja imprenta a la aldea, la reparó y ofreció sus servicios. El viejo Heinrich, el padre de Henyk, lo obligó a imprimir sus confusas diatribas contra el emperador. El joven las había impreso con exactamente la misma expresión de antaño, junto a la fuente. Los panfletos no le hicieron gracia al emperador y el padre de Heinrich juró que él no tenía nada que ver con el asunto y que solo eran producto del canalla del impresor. Ahorcaron al impresor. Henyk ya se encontraba en París, pero cuando se enteró se preguntó si el cadáver del condenado necio tendría la misma expresión herida y resignada antes de que los cuervos acabaran con él a picotazos.

La visión se desarrolló en menos de un instante. En el siguiente la mujer que tenía la marca del diablo en el rostro ya se había puesto de pie y abalanzado sobre Alexandra. Heinrich se interpuso entre ambas.

—¡Fuera de aquí! —chilló ella—. Desapareced. Soy Kassandra de Lara Hurtado de Mendoza, hija de María de Lara Hurtado de Mendoza, señora de Pernstein. Ahora yo soy la señora de Pernstein… y mañana me pertenecerá el mundo. ¡Largo! ¡Fuera de aquí!

Lanzando puñetazos al aire empujó a Alexandra, Filippo y Heinrich hacia la puerta.

—¡No! —gritó Heinrich—. ¡Aguardad!

—¡Fuera! ¡Sois escoria! ¡Gusanos! ¡Largo de aquí!

El ataque de ira le había proporcionado una fuerza extraordinaria, empujó a los tres por la puerta y la cerró. Heinrich oyó el chirrido del pestillo. Un calidoscopio enloquecido giraba en su cabeza. Había visto la mancha que le cubría media cara y era horrorosa, pero al mismo tiempo el corazón le brincaba de júbilo. Siempre la había considerado perfecta y de pronto resultaba que no lo era. La había tomado por un diamante finamente tallado, transparente como el cristal y de una dureza implacable. Pero en última instancia era igual que cualquier otro ser humano: un pedazo de carbón formado por la presión y las fuerzas externas, quizá de bordes más afilados que la mayoría, pero igual de opaco y lleno de sombras. Ya no era superior a él; ni siquiera había osado revelarle su verdadera identidad. Debería sentirse desconcertado, espantado, incrédulo, desorientado y lleno de furia, y en cambio solo lo recorrían escalofríos y sudores. Oyó los sonidos ásperos detrás de la puerta y se dio cuenta de que ella estaba llorando.

Alexandra meneó la cabeza. Estaba pálida, pero fue la que se repuso de la sorpresa con mayor rapidez. Su rostro manifestaba su desprecio. En ese momento Heinrich la detestó como nunca. Entonces supo que lo que se proponía era absolutamente correcto. Se volvió, alzó el brazo y le asestó un puñetazo. La cabeza de ella cayó hacia atrás, golpeó contra la pared y al cabo de un instante la joven se deslizó al suelo. Él la agarró de las caderas y la alzó, mientras ella balbuceaba medio desmayada, y se la llevó lo más rápido que pudo.

Filippo le dio alcance cuando Heinrich ya le había sujetado la soga en torno al cuello y depositado a Alexandra sobre la barandilla del puente de madera que conducía a la torre del homenaje.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Filippo con los ojos como platos.

Heinrich no se dignó a mirarlo. Era muy sencillo, infernalmente sencillo. Diana había sido perfecta, Kassandra no lo era. Diana ya no existía, solo Kassandra, Kassandra que súbitamente se había mostrado vulnerable. En cambio él había cumplido con todas sus tareas, había superado todas las pruebas, solo le faltaba vencer a Cyprian y hacerse con la victoria que ella lo creía incapaz de alcanzar; los platillos de la balanza se habían inclinado definitivamente a favor de él. Los papeles se habían trocado: él era el amo y a Kassandra le tocaba interpretar el papel que antes siempre había interpretado él. La diosa, que escogió un mortal como compañero de juegos, y el mortal que, gracias a su propia fuerza, había alcanzado la divinidad.

¡Un duelo! Tenía que ser un duelo. Tenía que acabar con Cyprian ante los ojos de Kassandra y Cyprian lucharía cuando viera el precio: su hija, tendida encima de la barandilla con una soga en torno al cuello, que la ahorcaría en cuanto hiciese el más mínimo movimiento. Cyprian haría todo lo posible por salvarla y Heinrich se encargaría de que no pudiese pagar el precio. Su respiración se agitó. Si hubiera podido ver su cara no se habría reconocido a sí mismo.

—¡Estáis loco! ¡Ella se ahorcará!

—Lárgate, frailuco —dijo Heinrich, y tiró de las manos de Alexandra para sujetarlas detrás de ella.

—¡Deteneos!

El clérigo solo logró agarrar a Heinrich del hombro, hacerlo girar y asestarle un puñetazo en el mentón gracias a la sorpresa. El mundo se redujo a un punto ante los ojos de Heinrich y notó la sacudida que le recorrió el cuerpo cuando sus rodillas cedieron y cayó sentado. Sacudió la cabeza y oyó su propio quejido.

Filippo trató de arrastrar a Alexandra de la barandilla al tiempo que intentaba desprender la soga que le rodeaba el cuello. Tambaleándose, Heinrich se puso de pie y aún medio encorvado arremetió contra el flaco fraile, cuyo peso era mínimo; el impulso le ayudó a levantarlo y arrojarlo por encima de la barandilla. Vio la boca abierta de Filippo, su expresión sorprendida y aterrada y sus brazos agitados. Presa del pánico, el clérigo se aferró al vestido de Alexandra y la arrastró consigo. Heinrich se lanzó hacia delante y logró aferrarla de los hombros y las caderas. Él también casi se vio arrastrado por encima de la barandilla y soltó un gemido cuando el dolor de la sacudida se clavó en sus hombros. Filippo colgaba por encima del abismo, con las manos agarradas a la falda de Alexandra. Heinrich abrazó a la joven como un amante; sabía que no lograría sostener a ambos más que un par de instantes y, consternado, clavó la vista en el abismo. La soga que rompería el cuello de Alexandra le rasguñó la mejilla, Alexandra agitaba la cabeza a un lado y al otro, gimiendo. La tela de su vestido comenzó a rasgarse. La vaga idea de que Filippo no había superado la prueba se cruzó por la cabeza de Heinrich.

La mirada de Filippo se cruzó con la suya y, conmocionado, Heinrich notó que no expresaba odio sino solo comprensión… y alivio. El sacerdote soltó el vestido y cayó al vacío hasta que chocó contra el suelo y quedó tendido con los miembros retorcidos. Aún tenía los ojos abiertos, pero su mirada pasó a un lado de Heinrich y se dirigió a otro mundo, uno que solo los absolutos idiotas creían que los aguardaba tras la muerte. Heinrich quiso dirigir la voz hacia abajo y rugir: «¿Acaso crees que con eso tus pecados han sido perdonados, necio?», pero se mordió la lengua y calló.

Haciendo un esfuerzo, tiró de Alexandra hacia arriba y volvió a tenderla en la barandilla, resollando. Tardó un momento en recuperar el aliento y entonces notó que ella había recobrado el conocimiento y lo contemplaba. Apretó los dientes; ella tenía la vista nublada, pero esta se aclaró mientras él volvía a intentar desatar la cuerda que la maniataba. Ella se movió y notó el roce de la soga que le rodeaba el cuello. Volvió la cabeza, dirigió la mirada al abismo y se estremeció al ver el cuerpo destrozado de Filippo. Después volvió la cabeza una vez más y su mirada se clavó en los ojos de Heinrich sin decir ni una palabra. Él le devolvió la mirada. Tenía los dedos entumecidos.

—¡Maldita sea!

Heinrich la arrastró fuera de la barandilla y la apoyó en los pies. No sabía qué lo había impulsado a hacerlo; a lo mejor fue el aspecto de Filippo, que durante un momento pareció volar con los cabellos y la sotana ondeando, y un instante después solo era un montón de ropa sucia del que surgían huesos rotos. Heinrich tragó saliva, tironeó de las cuerdas y le arañó la piel. Ella no se movió.

—Abjura —susurró Alexandra.

—¡Cierra el pico!

—Abjura.

—¡Cierra el pico o te arrojaré a ti también! —chilló, soltando un gallo.

La cogió bruscamente de los hombros y la volvió hasta que la joven quedó de espaldas a él, luego la empujó contra la barandilla y la maniató. El temblor de sus manos era tan intenso que apenas logró formar un nudo. Comprobó la soga que le rodeaba el cuello y la ajustó. Después la hizo girar una vez más.

—Tú no eres así —dijo ella—. Estás bajo la influencia de ella. Tú no eres un pelele, eres un ser humano capaz de tomar sus propias decisiones.

—Es demasiado tarde para tomar mis propias decisiones —replicó él—. Y aunque así fuera, optaría por ella y no por ti.

—Si ya hubieras tomado esa decisión solo habrías de arrojarme al abismo.

—¡Calla!

La falda desgarrada le colgaba de las caderas. De repente Heinrich se dio cuenta de que quizá nunca experimentaría la sensación de ser el primero en poseerla y su mano se agitó. Quería ordenarle que se arrancara la falda, quería meterse entre sus piernas, sentirla, abrirla e introducir la mano en su cuerpo, la mano con la cual acababa de arrojar al meapilas al abismo, pero permaneció inmóvil.

—Abjura.

—¡Quédate aquí y confía en tu maldito Dios! —rugió él, luego echó a correr al edificio principal.

La puerta de Kassandra aún estaba cerrada con llave. La aporreó. Dentro reinaba el silencio.

—¡Abrid! —gritó—. Al menos venid conmigo al puente de la torre. Allí se encuentra el primero de mis regalos para vos. ¡Pero tengo un segundo regalo!

Se sentía acosado. Si ella no reaccionaba todo era en vano.

Ella no reaccionó.

—¡Kassandra!

Le pegó un puntapié a la puerta y volvió a aporrearla.

—¡Kassandra!

Soltando una maldición, abandonó. Era como si los latidos del corazón le martilleasen la cabeza y le impidieran pensar con claridad. Entonces se le ocurrió que había una llamada a la que ella no dejaría de responder.

El guardián de la Biblia del Diablo
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