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Cosmas Laudentrit olió el humo, pero logró reprimir sus temores durante bastante tiempo y se dedicó a buscar una explicación: campesinos que quemaban ramas porque querían talar un nuevo terreno u obtener ceniza (nadie quemaba leña en primavera cuando brotaban las hojas), leñadores que habían prendido fuego al sotobosque (si hubiesen estado cortando leña hacía días que habría oído los hachazos), una partida de caza cuyos siervos estaban preparando la comida (ese terreno pertenecía a Pernstein y Cosmas sabía que la señora no organizaba partidas de caza, o en todo caso no cazaba presas de cuatro patas). Finalmente no pudo seguir reprimiendo la sospecha acerca del lugar de donde provenía el humo y echó a correr.
La vieja choza del carbonero se había derrumbado y solo era un montón negro y carbonizado del cual surgían llamas y una columna de humo que se elevaba al cielo por encima del claro. Allí había un puñado de hombres, discutiendo. Cosmas había oído sus voces desde lejos. Se ocultó detrás de un árbol, medio asfixiado porque tras la carrera su respiración se había vuelto agitada, pero procuró no hacer ruido al respirar temiendo que lo descubrieran. Sudaba y al mismo tiempo se estremecía de frío: estaba aterrado.
Era de suponer que el prisionero había incendiado la choza por error. Cosmas no recordaba si durante su última visita había puesto el candil, el pedernal y la yesca fuera del alcance del encadenado. Ciertas medidas de precaución se volvían instintivas y uno olvidaba si las había tomado. ¿Y si fuera verdad? ¿Si el prisionero había logrado hacerse con el candil? Cosmas ni siquiera sabía cómo se llamaba, pero no había tardado en darse cuenta de que no trataba con un hombre corriente. Puede que hubiera intentado quemar el poste al que estaba sujetada la cadena; esa idea nunca se le hubiera ocurrido a un prisionero normal, por no hablar de llevarla a cabo. Pero sí a ese hombre, que, pese a estar encadenado y pese a las heridas que le afectaban el hombro y las costillas, hacía ejercicios y utilizaba la cadena a guisa de pesas.
Daba igual. Solo había dos cosas seguras. Primero: el bellaco había calculado mal e incendiado la choza y por más extraordinario que fuera, de momento estaba tendido bajo un montón de vigas en llamas y ya solo era un resto calcinado. Segundo: le pedirían cuentas a Cosmas por ello.
Temblando de pánico, trató de recordar: ¿había dejado el candil, el pedernal y la yesca fuera del alcance del hombre? Algo le dijo que era totalmente irrelevante, porque en todo caso lo harían responsable del incendio. Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz no se hubiese tomado la molestia de esconder al prisionero en la choza y obligar a Cosmas a curarlo si no fuese importante para él. Cosmas recordó el cuerpo torturado que Heinrich hizo trasladar fuera del bosque y solo haciendo un esfuerzo logró contener las náuseas, al tiempo que en su mente veía su propia cara por encima de aquel montón de miembros retorcidos en vez de la de la joven que había sido la auténtica víctima.
La única posibilidad era la huida, pero ¿adónde?
Oyó toses en el claro y volvió a recordar que aún existía otro problema. ¿Quiénes eran esos individuos en torno a la ruina? Una lucecita pareció brillar en su hasta hacía un instante sombrío horizonte personal: debía de ser el humo que los atrajo al claro. A lo mejor su presencia suponía un peligro para los planes de la señora y el diablo principal… Quizá Cosmas podía acercarse a ellos subrepticiamente, averiguar quiénes eran, regresar a toda prisa, dar la alarma y así quedar como un leal y valiente servidor. Además, podía intentar echarles la culpa a los desconocidos. Ya se veía a sí mismo en la capilla, arrodillado en el suelo ante la mujer de blanco y Heinrich (en su imaginación resultaba bastante realista considerar que una actitud sumisa podía suponer una ventaja) y soltar que no había podido hacer nada para impedir que media docena de bribones prendieran fuego a la choza y que había acudido al castillo lo antes posible. Claro que lo habían perseguido, las balas silbaron junto a sus oídos, pero él había decidido advertir a Pernstein de lo sucedido y se hubiese arrastrado hasta allí incluso con una bala en la barriga para demostrar su lealtad…
El problema consistía en que si quería comprobar quiénes eran esos hombres, tendría que arrastrarse hasta el borde del claro y podrían descubrirlo. Era más fácil soñar que había desafiado los disparos de los perseguidores que correr el riesgo de ponerse a tiro de sus armas.
Con la boca seca y el corazón palpitante se deslizó hasta el árbol más próximo. Las ramas y las hojas secas crujían bajo sus pies, y le pareció que el chasquido era tan estridente como las trompetas de Jericó. Pero en realidad el crepitar de las llamas en el claro era tan sonoro que podría haber brincado a través del bosque como un macho cabrío y nadie lo hubiera oído. Por fin estaba tan cerca que distinguió los rostros de los desconocidos. Por algún motivo le supuso un alivio que no fuesen soldados; más bien parecían los acompañantes de un comerciante viajero que abandonaron su contingente cuando vieron el humo. Pero en realidad el camino que transcurría hacia el norte desde Brno estaba mucho más al oeste, y desde allí no podían haber visto el fuego. Y seguro que ningún comerciante habría recorrido el camino de Pernstein hasta el cruce. Entonces Cosmas se sorprendió al constatar que conocía a uno de los hombres. Era oriundo de Brno. Un acaudalado comerciante…, pero no recordaba su nombre. ¿Qué estaba haciendo allí?
Sus cavilaciones se vieron bruscamente interrumpidas cuando una mano lo agarró de la nuca, otra de la muñeca, le retorció el brazo contra la espalda y le aplastó la frente contra el tronco de un árbol. Durante unos momentos la única realidad fue el dolor en el hombro y el eco del golpe contra el tronco que reverberaba en su cráneo. Notó que lo obligaban a caminar y avanzó a trompicones. Solo poco a poco comprendió que lo habían descubierto espiando y se le aflojaron las rodillas, pero entonces ya se encontró en medio de los hombres a los que había espiado. Cuando cayó al suelo, fue consciente de que adoptaba la posición que había imaginado que adoptaría en la capilla de Pernstein, cuando informara de lo que había visto. Dejaron de aferrarle la nuca y el brazo y Cosmas se sostuvo el hombro dolorido. El brazo empezó a entumecerse. Estaba rodeado de piernas y, lleno de terror, alzó la vista y se encontró con un rostro delgado enmarcado de largos cabellos que debía de pertenecerle al hombre que lo había sorprendido. Aunque no guardaba el menor parecido con Heinrich von Wallenstein-Dobrowitz a excepción de los largos cabellos, durante un instante entró en pánico y empezó a balbucear.
—Por favor, por favor…
—Pero si es el barbero borrachín —dijo uno de los que lo rodeaban—. Enseguida recordaré su nombre.
—¿Es peligroso? —preguntó el hombre de los cabellos largos.
—No… —tartamudeó Cosmas—. No… solo soy… solo quería…
—Dada nuestra situación, todo es peligroso, ¿no te parece, Andrej?
—Tienes razón, Vilém —dijo el hombre llamado Andrej y se inclinó hacia Cosmas—. ¿Qué había en la choza? ¿Por qué la incendiaron?
—Ni idea… De verdad, yo solo… Solo quería… —balbuceó Cosmas, sudando a chorros debido al temor.
—Atadlo; lo llevaremos con nosotros —dijo Andrej—. Un rehén podría ser útil.