28

Kassandra corría.

Oyó que sus perseguidores se acercaban; le darían alcance, pero no obstante siguió corriendo. Incluso durante el último segundo las personas confían en escapar, aunque sea totalmente inverosímil.

Pero ella poseía una ventaja: tenía dónde refugiarse y la puerta que daba a su refugio estaba cada vez más próxima.

Abrió la puerta de la habitación en la que había alojado a Alexandra, su antigua alcoba donde de niña siempre había cambiado las cosas de lugar hasta que logró sentirse como dentro de una fortaleza. Por las mañanas los criados volvían a acercar los arcones a las paredes y por las noches ella volvía a montar una fortaleza. Ya de niña sabía que esa patética defensa no impediría que el diablo penetrara en la habitación, pero confiaba en ello aunque fuera en vano.

La voz de su padre: «Ella es la mayor, pero no puede ser mi heredera».

La voz de su madre, con un fuerte acento español: «Ella no tiene la culpa, señor».

Su padre: «Tiene el diablo en el rostro. Ni siquiera puedo meterla en un convento, porque las monjas huirían chillando. La niña es una catástrofe».

Su madre: «El diablo le dejó su marca y tratará de apoderarse de ella. Rezaré a la Virgen María para que interceda por ella».

Su padre: «Mejor reza por todos nosotros, querida mía, porque de lo contrario ella es capaz de arrastrar el nombre de Pernstein a la perdición».

Su madre: «¡Silencio, señor, temo que nos haya oído!».

Su padre: «Pues que lo oiga, ¿qué importa? Aún es una niña que no comprende nada».

Kassandra cerró la puerta, corrió el pestillo y se apoyó contra la madera respirando entrecortadamente. Oyó que los hombres pasaban corriendo al otro lado y, aliviada, avanzó un paso. Apretó los puños. El alivio dio paso al deseo de que hubieran intentado irrumpir. ¡Quería golpear, quería arañar, quería morder, quería gritarles su ira a la cara y arrancarles la lengua de sus bocas hipócritas! Se dejó caer en la cama.

Heinrich lo había estropeado todo. ¡Había sido una herramienta excelente y al final lo había estropeado todo! Aún estaba atónita. Hasta el diablo parecía haberla abandonado. En realidad, solo podía confiar en una única herramienta hasta el final y de inmediato trató de imaginar el modo de volver la situación a su favor. Siempre había podido confiar en ella, siempre había cedido, siempre se había sometido, primero por un afecto estúpido, después por compasión y últimamente por temor. A lo mejor podía ocupar su lugar. Solo que primero debía escapar de allí e informar a los criados del palacio de Praga —a los que había infiltrado en el palacio—, que le prestarían ayuda. Un asesinato rápido y secreto mientras el esposo todavía estaba de viaje y sufría un accidente…

Kassandra tembló. Era una solución. Ni siquiera se vería obligada a comenzar desde el principio, al contrario: ¡tendría que habérsele ocurrido mucho antes! En vez de intentar cumplir con su destino desde ese miserable peñasco, con sus pasillos cubiertos de telarañas y sus recuerdos putrefactos, debería haber iniciado sus actividades en el punto más alto del imperio. Había manipulado y trampeado… ¡qué tonta había sido! No había sido necesario en absoluto. Todo lo que debía acontecer era un asesinato y un accidente durante el viaje. Heinrich habría sido el indicado para encargarse de ello, pero el pobre diablo no había superado la prueba. ¡Encontraría a otro y entonces sería la viuda del canciller imperial, con el poder de tirar de todos los hilos que se le antojara tirar!

Se imaginó contemplando el cadáver de Polyxena von Lobkowicz, Polyxena, a quien detestaba más que a cualquier otro ser humano del mundo, porque poseía un rostro idéntico al suyo, pero no la mancha diabólica, y entonces le diría: «Aquí tu camino ha llegado a su fin, Kassandra».

Sonrió. Oyó el ruido remoto causado por los soldados que registraban el castillo. Encontrarían la habitación, pero no de inmediato.

De pronto se incorporó. ¿Qué había dicho la voz en su cabeza? ¿Aquí tu camino ha llegado a su fin, Kassandra?

Aterrada, miró en derredor. Estaba sola. No, no estaba sola. Nunca estaba sola. Ni siquiera lo estaría cuando el cadáver de su hermana estuviera bajo tierra.

Se acercó a la ventana bajo la cual estaba apoyado el retrato puesto del revés. Vaciló mucho tiempo porque sabía qué ocurriría si lo recogía y lo contemplaba.

Por fin se agachó, lo volvió y lo contempló.

Dos niñas pequeñas, una junto a la otra, sonriéndole al retratista con expresión temerosa. El hombre tenía talento: Ladislaus von Pernstein solo había contratado artistas excelentes en su esfuerzo de entrar en bancarrota por la belleza. Uno podía creer que el pintor se había limitado a pintar a la misma niña dos veces: los cabellos, los ojos, las narices, las bocas, los vestidos, su actitud: las imágenes de ambas de pie y cogidas de la mano eran idénticas. Pero solo uno de los rostros era inmaculado. El otro ostentaba una mancha roja, e incluso el intento de taparla con tiza había fracasado. En la cabeza de Kassandra resonó una voz infantil procedente del pasado.

«Ese hombre malo pintó una mancha aunque le supliqué que no lo hiciera. No llores Cassi, cariño, mira: tengo una tiza y ocultaré la mancha».

«Aunque la pintes con tiza siempre estará allí. Padre y madre quisieron que el hombre pintara la verdad y no lo que nosotras vemos».

«Pero de todos modos yo no la veo cuando jugamos juntas. Mira, Cassi, cariño, casi ha desaparecido».

«Gracias, hermanita».

Kassandra recordó la frialdad de su corazón cuando le dio las gracias a Polyxena. Clavó la mirada en el doble retrato. Una gota cayó sobre el último resto de tiza y reveló la mancha, fresca y nítida. Kassandra se llevó la mano a la mejilla: estaba húmeda.

«Aquí tu camino ha llegado a su fin, Cassi, cariño —dijo la voz infantil—. Y tú lo sabes. Sabes que el camarlengo de la Baja Moravia no estaría aquí si yo no les hubiese dicho quién soy a Zdenĕk y al rey. Alguien descubrió nuestro secreto y lo hizo circular, y yo sentí un gran alivio. Has hecho cosas malas, Cassi, cariñito, y yo me dejé utilizar por ti».

—Me delataste, hermanita —susurró Kassandra con los labios entumecidos.

«Te quiero, Cassi, cariño. No quiero que te hagan daño. Aquí tu camino ha llegado a su fin y solo hay una solución».

Kassandra clavó la mirada en la ventana. El retrato se deslizó de sus manos y cayó al suelo boca abajo.

«Te quiero, Cassi, cariño —oyó que decía la voz infantil mientras el viento bramaba en sus oídos—. ¿Por qué nunca aceptaste mi amor?».

«Porque el diablo no cree en el amor», contestó una segunda voz infantil, casi idéntica a la primera.

Después se estrelló contra las rocas.

El guardián de la Biblia del Diablo
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
TOC.xhtml
dedicatoria.xhtml
cita_bibliografica.xhtml
leyenda.xhtml
dramatis_personae.xhtml
figuras_historicas.xhtml
cita_evangelio.xhtml
1612.xhtml
1612_001.xhtml
1612_002.xhtml
1612_003.xhtml
1612_004.xhtml
1612_005.xhtml
1612_006.xhtml
1612_007.xhtml
1612_008.xhtml
1612_009.xhtml
1612_010.xhtml
1612_011.xhtml
1617.xhtml
1617_001.xhtml
1617_002.xhtml
1617_003.xhtml
1617_004.xhtml
1617_005.xhtml
1617_006.xhtml
1617_007.xhtml
1617_008.xhtml
1617_009.xhtml
1617_010.xhtml
1617_011.xhtml
1617_012.xhtml
1617_013.xhtml
1617_014.xhtml
1617_015.xhtml
1617_016.xhtml
1617_017.xhtml
1617_018.xhtml
1617_019.xhtml
1617_020.xhtml
1617_021.xhtml
1617_022.xhtml
1617_023.xhtml
1617_024.xhtml
1617_025.xhtml
1617_026.xhtml
1618_1.xhtml
1618_1_001.xhtml
1618_1_002.xhtml
1618_1_003.xhtml
1618_1_004.xhtml
1618_1_005.xhtml
1618_1_006.xhtml
1618_1_007.xhtml
1618_1_008.xhtml
1618_1_009.xhtml
1618_1_010.xhtml
1618_1_011.xhtml
1618_1_012.xhtml
1618_1_013.xhtml
1618_1_014.xhtml
1618_1_015.xhtml
1618_1_016.xhtml
1618_1_017.xhtml
1618_1_018.xhtml
1618_1_019.xhtml
1618_1_020.xhtml
1618_1_021.xhtml
1618_1_022.xhtml
1618_1_023.xhtml
1618_1_024.xhtml
1618_1_025.xhtml
1618_1_026.xhtml
1618_2.xhtml
1618_2_001.xhtml
1618_2_002.xhtml
1618_2_003.xhtml
1618_2_004.xhtml
1618_2_005.xhtml
1618_2_006.xhtml
1618_2_007.xhtml
1618_2_008.xhtml
1618_2_009.xhtml
1618_2_010.xhtml
1618_2_011.xhtml
1618_2_012.xhtml
1618_2_013.xhtml
1618_2_014.xhtml
1618_2_015.xhtml
1618_2_016.xhtml
1618_2_017.xhtml
1618_2_018.xhtml
1618_2_019.xhtml
1618_2_020.xhtml
1618_2_021.xhtml
1618_2_022.xhtml
1618_2_023.xhtml
1618_2_024.xhtml
1618_2_025.xhtml
1618_2_026.xhtml
1618_2_027.xhtml
1618_2_028.xhtml
1618_2_029.xhtml
1618_3.xhtml
1618_3_001.xhtml
1618_3_002.xhtml
1618_3_003.xhtml
1618_3_004.xhtml
1618_3_005.xhtml
1618_3_006.xhtml
1618_3_007.xhtml
1618_3_008.xhtml
1618_3_009.xhtml
1618_3_010.xhtml
1618_3_011.xhtml
1618_3_012.xhtml
1618_3_013.xhtml
1618_3_014.xhtml
1618_3_015.xhtml
1618_3_016.xhtml
1618_3_017.xhtml
1618_3_018.xhtml
1618_3_019.xhtml
1618_3_020.xhtml
1618_3_021.xhtml
1618_3_022.xhtml
1618_3_023.xhtml
1618_3_024.xhtml
1618_3_025.xhtml
1618_3_026.xhtml
1618_3_027.xhtml
1618_3_028.xhtml
1618_3_029.xhtml
epilogo.xhtml
epilogo_001.xhtml
epilogo_002.xhtml
epilogo_003.xhtml
apendice.xhtml
Biblia_del_Diablo.xhtml
camino_a_la_guerra.xhtml
colofon.xhtml
agradecimientos.xhtml
fuentes.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml